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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (8 page)

BOOK: Memorias de Adriano
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El año pasado, poco después de la conspiración en la cual Serviano terminó perdiendo la vida, una de mis amantes de antaño se tomó el trabajo de ir a la Villa para denunciar a uno de sus yernos. No hice caso de la acusación, nacida quizá de un odio de suegra tanto como del deseo de serme útil. Pero me interesó la conversación, que sólo se refería, como en otros tiempos en el tribunal de herencias, a testamentos, tenebrosas maquinaciones entre pacientes cercanos, matrimonios intempestivos o desafortunados. Volvía a encontrar el estrecho circulo de las mujeres, su duro sentido práctico, su cielo que se vuelve gris tan pronto el amor deja de iluminarlo. Ciertas actitudes, una especie de áspera lealtad, me recordaron a mi fastidiosa Sabina. Las facciones de la visitante parecían aplastadas, fundidas, como si la mano del tiempo hubiera pasado y repasado brutalmente sobre una máscara de cera blanda; aquello que yo había consentido en tomar un momento por belleza, no había sido más que una flor de frágil juventud. Pero el artificio reinaba todavía: aquel rostro arrugado utilizaba torpemente la sonrisa. Los recuerdos voluptuosos, si alguna vez los hubo, se habían borrado completamente para mí; quedaba un intercambio de frases afables con una criatura marcada como yo por la enfermedad o la vejez, la misma buena voluntad algo impaciente que habría mostrado ante una vieja prima española o una parienta lejana venida de Narbona.

Me esfuerzo por recobrar un instante, entre los anillos de humo, las burbujas irisadas de un juego de niño. Pero olvidar es fácil… Tantas cosas han pasado desde aquellos livianos amores, que sin duda ya no reconozco su sabor; me place sobre todo negar que me hayan hecho sufrir. Y sin embargo hay una, entre aquellas amantes, que quise deliciosamente. Era a la vez más fina y más robusta, más tierna y más dura que las otras; aquel menudo torso curvo hacía pensar en un junco. Siempre aprecié la belleza de las cabelleras, esa parte sedosa y ondulante de un cuerpo, pero la cabellera de la mayoría de nuestras mujeres son torres, laberintos, barcas o nudos de víboras. La suya consentía en ser lo que yo amo que sean: el racimo de uvas de la vendimia, o el ala. Tendida de espaldas, apoyando en mi su pequeña cabeza orgullosa, me hablaba de sus amores con un impudor admirable. me gustaban su furor y su desasimiento en el placer, su gesto difícil y su encarnizamiento en destrozar su alma. Le conocí docenas de amantes; ya no llevaba la cuenta, y yo no era más que un comparsa que no exigía fidelidad. Se había enamorado de un bailarín llamado Batilo, tan hermoso, que todas las locuras se justificaban por adelantado. Sollozaba su nombre entre mis brazos; mi aprobación le devolvía el coraje. En otros momentos habíamos reído mucho juntos. Murió, joven, en una isla malsana donde la había exiliado su familia a consecuencia de un divorcio escandaloso. Me alegré por ella, pues temía envejecer, pero ese sentimiento no lo experimentamos jamás por aquellos que hemos amado verdaderamente. Aquella mujer tenía inmensas necesidades de dinero. Una vez me pidió que le prestara cien mil sextercios. Se los llevé al día siguiente. Se sentó en el suelo, figurilla de jugadora de dados, yació el saco y se puso a equilibrar las pilas resplandecientes. Yo sabia que para ella, como para todos nosotros los pródigos, las piezas de oro no eran monedas trabucantes marcadas con una cabeza de César, sino una materia mágica: una moneda personal en la que se había estampado la efigie de una quimera al lado del bailarín Batilo. Yo no existía ya. Ella estaba sola. Casi fea, arrugando la frente con una deliciosa indiferencia por su belleza, hacia y rehacía con los dedos las difíciles sumas, plegada la boca en un mohín de colegiala. Jamás me pareció más encantadora.

La noticia de las incursiones sármatas llegó a Roma mientras se celebraba el triunfo dacio de Trajano. La fiesta, largo tiempo diferida, llevaba ya ocho días. Se había precisado cerca de un año para hacer venir de África y Asia los animales salvajes que habrían de ser abatidos en masa en la arena; la masacre de doce mil fieras, el metódico degüello de diez mil gladiadores, convertían a Roma en un lupanar de la muerte. Aquella noche me hallaba en la terraza de la casa de Atiano, con Marcio Turbo y nuestro huésped. La ciudad iluminada estaba espantosa de alegría desenfrenada; el populacho convertía aquella dura guerra, en la cual Marcio y yo habíamos consagrado cuatro años de juventud, en un pretexto de fiestas vinosas, en un brutal triunfo de segunda mano. No era oportuno hacer saber al pueblo que aquellas victorias tan alabadas no eran definitivas y que un nuevo enemigo avanzaba sobre nuestras fronteras. Ocupado ya en sus proyectos sobre el Asia, el emperador se desinteresaba más o menos de la situación en el nordeste, que prefería considerar como arreglada de una vez por todas. Aquella primera guerra sármata fue presentada como una simple expedición punitiva. Trajano me confió la dirección, con el título de gobernador de Panonia y poderes de general en jefe.

La guerra duró once meses y fue atroz. Creo todavía que la aniquilación de los dacios estaba más o menos justificada; ningún jefe de estado soporta de buen grado la existencia de un enemigo organizado a sus puertas. Pero la caída del reino de Decebalo había creado en esas regiones un vacío en el cual se precipitaban los sármatas; bandas surgidas de ninguna parte infestaban un país devastado por años de guerra, incendiado y vuelto a incendiar por nuestras tropas, y donde nuestros efectivos, insuficientes, carecían de puntos de apoyo; aquellas bandas pululaban como gusanos en el cadáver de nuestras victorias dacias. Los éxitos habían minado la disciplina; en los puestos avanzados volví a encontrar parte de la grosera despreocupación de las fiestas romanas. Ciertos tribunos mostraban una confianza estúpida ante el peligro; aislados en una región cuya única parte bien conocida era nuestra antigua frontera, contaban para seguir triunfando con los armamentos que yo veía disminuir de día en día por efecto de las pérdidas y el desgaste, y con refuerzos que no esperaba ver llegar, sabedor de que todos nuestros recursos serían concentrados desde ese momento en Asia.

Otro peligro empezaba a asomar: cuatro años de requisiciones oficiales habían arruinado las aldeas de la retaguardia. Desde las primeras campañas contra los dacios, por cada vacada o rebaño de carneros pomposamente ganado al enemigo, había visto innumerables desfiles de animales arrancados por la fuerza a los aldeanos. Si este estado de cosas persistía, no estaba lejos la hora en que nuestras poblaciones campesinas, hartas de soportar la pesada máquina militar romana, terminarían prefiriendo a los bárbaros. Las rapiñas de la soldadesca presentaban un problema quizá menos esencial pero más visible. Mi popularidad era lo bastante grande como para no vacilar en imponer a las tropas las más duras restricciones; puse de moda una austeridad que era el primero en practicar; inventé el culto a la Disciplina Augusta, que logré extender más tarde a todo el ejército. Envié a Roma a los imprudentes y a los ambiciosos, que complicaban mi tarea; en cambio hice venir a los técnicos que necesitábamos. Fue preciso reparar las defensas que el orgullo de nuestras recientes victorias había descuidado singularmente; abandoné de una vez por todas aquellas que hubiera sido demasiado costoso mantener. Los administradores civiles, sólidamente instalados en el desorden que sigue a toda guerra, pasaban gradualmente a la situación de jefes semiindependientes, capaces de las peores exacciones a nuestros súbditos y de las peores traiciones contra nosotros. También aquí veía yo prepararse a mayor o menor plazo las rebeliones y las divisiones futuras. No creo que evitemos estos desastres, pues sería como evitar la muerte, pero de nosotros depende hacerlos recular algunos siglos. Despedí a los funcionarios incapaces; mandé ejecutar a los peores. Descubrí que podía ser despiadado.

Un otoño brumoso y un invierno frío sucedieron a un húmedo verano. Tuve que recurrir a mis conocimientos de medicina, en primer lugar para cuidarme a mí mismo. Aquella vida de frontera me colocaba poco a poco al nivel de los sármatas; la corta barba del filósofo griego se convertía en la del jefe bárbaro. Volví a presenciar todo lo que había visto hasta la náusea en el curso de las campañas dacias. Nuestros enemigos quemaban vivos a los prisioneros; nosotros los degollábamos, por carecer de medios de transporte que los llevaran a los mercados de esclavos de Roma o de Asia. Las estacas de nuestras empalizadas se erizaban de cabezas cortadas. El enemigo torturaba a los rehenes; muchos de mis amigos perecieron así. Uno de ellos se arrastró con las piernas ensangrentadas hasta nuestro campo; estaba tan desfigurado, que jamás pude volver a imaginar su rostro intacto. El invierno escogió sus victimas: grupos ecuestres atrapados en el hielo o arrastrados por las crecientes, enfermos desgarrados por la tos, gimiendo débilmente en las tiendas, muñones helados de los heridos. Una buena voluntad admirable se concentró en torno a mí: la reducida tropa que mandaba tenía en su estrecha cohesión una forma suprema de virtud, la única que soporto todavía: su firme determinación de ser útil. Una tránsfuga sármata que me servia de intérprete arriesgó la vida para fomentar en su tribu las revueltas o las traiciones. Conseguí tratar con aquella población; desde entonces sus hombres combatieron en nuestros puestos de avanzada, protegiendo a nuestros soldados. Algunos golpes de audacia, imprudentes en si pero sagazmente dispuestos, probaron al enemigo lo absurdo de luchar contra Roma. Uno de los jefes sármatas siguió el ejemplo de Decebalo: lo hallaron muerto en su tienda de fieltro, junto a sus mujeres estranguladas y un horrible paquete en el cual estaban sus niños. Mi repugnancia por el derroche inútil se hizo aquel día extensiva a las pérdidas de los bárbaros; lamenté aquellos muertos que Roma hubiera podido asimilar y emplear un día como aliados contra hordas todavía más salvajes. Nuestros asaltantes, desbandados, desaparecieron como habían venido en aquella oscura región de donde habrán de asomar sin duda muchas otras tempestades. La guerra no estaba concluida. Tuve que reanudaría y darle fin algunos meses después de mi advenimiento. El orden, por lo menos, reinaba momentáneamente en aquella frontera. Volví a Roma cubierto de honores. Pero había envejecido.

Mi primer consulado fue todavía un año de campaña, una lucha secreta pero continua en favor de la paz. No la libraba solo, sin embargo. Un cambio de actitud paralelo al mío se había producido antes de mi vuelta en Licinio Sura, en Atiano, en Turbo, como si a pesar de la severa censura que aplicaba yo a mis cartas, mis amigos me hubieran comprendido, precediéndome o siguiéndome. Antaño, los altibajos de mi fortuna me molestaban sobre todo frente a ellos; los temores o las impaciencias que de estar solo hubiera sobrellevado sin esfuerzo, se tornaban aplastantes tan pronto me veía forzado a ocultarlos a su solicitud o a confesarlos; me incomodaba que su cariño se inquietara por mi más de lo que me inquietaba yo mismo, y que jamás viera, bajo las agitaciones exteriores, a ese ser más tranquilo a quien en el fondo nada le importa y que por consiguiente puede sobrevivir a todo. Pero ahora ya no había tiempo para interesarme en mí mismo, y tampoco para desinteresarme. Mi persona se borraba, precisamente porque mi punto de vista empezaba a pesar. Lo importante era que alguien se opusiera a la política de conquistar, arrostrara las consecuencias y el fin y se preparara de ser posible a reparar sus errores.

Mi puesto en las fronteras me había mostrado una cara de la victoria que no figura en la Columna Trajana. Mi retorno a la administración civil me permitió acumular contra el partido militar un legajo aún más decisivo que todas las pruebas reunidas en el ejército. La oficialidad de las legiones y la entera guardia pretoriana están formadas exclusivamente por elementos itálicos; aquellas lejanas guerras minaban las reservas de un país ya pobre en hombres. Los que no morían se malograban igualmente para la patria propiamente dicha, pues se los obligaba a establecerse en las tierras recién conquistadas. Aun en las provincias, el sistema de reclutamiento provocó serios motines por aquel entonces. Un viaje a España, emprendido algo después para inspeccionar la explotación de las minas de cobre de mi familia, me mostró el desorden que había introducido la guerra en todas las ramas de la economía; terminé por convencerme de que las protestas de los negociantes que frecuentaba en Roma estaban bien fundadas. No incurría en la ingenuidad de creer que de nosotros dependería siempre evitar las guerras, pero sólo aceptaba las defensivas; concebía un ejército preparado para mantener el orden en las fronteras, rectificadas si fuese necesario, pero seguras. Todo nuevo desarrollo del vasto organismo imperial se me antojaba una excrecencia maligna, un cáncer o el edema de una hidropesía que terminaría matándonos.

Ninguno de estos pareceres hubieran podido ser expresados ante el emperador. Trajano había llegado a ese momento de la vida, variable para cada hombre, en el que ser humano se abandona a su demonio o a su genio, siguiendo una ley misteriosa que le ordena destruirse o trascenderse. En conjunto, la obra de su principado había sido admirable, pero los trabajos pacíficos hacia los cuales sus mejores consejeros lo inducían, aquellos grandes proyectos de los arquitectos y los legistas del reino, contaban menos para él que una sola victoria. El despilfarro más insensato se había apoderado de aquel hombre tan noblemente parsimonioso cuando se trataba de sus necesidades personales. El oro bárbaro extraído del lecho del Danubio, los quinientos mil lingotes del rey Decebalo, habían bastado para pagar las larguezas concedidas al pueblo, las donaciones militares de las que yo había tenido mi parte, el lujo insensato de los juegos y los gastos iniciales de los grandes proyectos militares en Asia. Aquellas riquezas sospechosas engañaban sobre el verdadero estado de las finanzas. Lo que venia de la guerra se volvía a la guerra.

Licinio Sura murió en estas circunstancias. Había sido el más liberal de los consejeros privados del emperador. Su muerte significó para nosotros una batalla perdida. Hacia mi había mostrado siempre una solicitud paternal; desde hacia varios años las débiles fuerzas que le dejaba la enfermedad no le permitían los prolongados trabajos de la ambición personal, pero le bastaron siempre para servir a un hombre cuyas miras le parecían sanas. La conquista de Arabia había sido emprendida en contra de sus consejos; sólo él, de haber vivido, hubiera podido evitar al Estado las fatigas y los gigantescos gastos de la campaña parta. Aquel hombre devorado por la fiebre empleaba sus horas de insomnio en discutir conmigo los planes más agotadores, cuyo triunfo le importaba más que algunas horas suplementarias de existencia. Junto a su lecho viví por adelantado, hasta el último detalle administrativo, ciertas fases futuras de mi reino. Las criticas del moribundo exceptuaban al emperador, pero sentía que al morir se llevaba consigo el resto de sensatez que aún quedaba al régimen. De haber vivido dos o tres años más, quizá hubieran podido evitarse algunas maquinaciones tortuosas que marcaron mi ascenso al poder; él hubiera logrado persuadir al emperador de que me adoptara antes, y a cielo descubierto. Pero las últimas palabras de aquel estadista que me legaba su tarea fueron una de mis investiduras imperiales.

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