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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (23 page)

BOOK: Memorias de Adriano
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Dos días después Hermógenes consiguió hacerme pensar en los funerales. Los ritos de sacrificio que Antínoo había elegido para rodear su muerte nos mostraban el camino a seguir; no por nada la hora y el día de aquel final coincidían con el momento en que Osiris baja a la tumba. Me trasladé a Hermópolis, en la otra orilla, donde vivían los embalsamadores. Había visto a los que trabajaban en Alejandría, y no ignoraba a qué ultrajes entregaría su cuerpo. Pero también es horrible el fuego, que asa y carboniza una carne que fue amada, y la tierra donde se pudren los muertos. La travesía fue breve; acurrucado en un rincón de la cabina de popa, Euforión plañía en voz baja no sé qué canto fúnebre africano; su ulular ahogado y ronco se me antojaba casi mi propio grito. Llevamos al muerto a una sala que acababan de lavar a baldes de agua, y que me recordó la clínica de Sátiro. Ayudé al amoldador, untando con aceite el rostro antes de que aplicara la cera. Todas las metáforas recobraban su sentido; sí, tuve ese corazón entre mis manos. Cuando me alejé, el cuerpo vacío no era más que una preparación de embalsamador, primer estado de una atroz obra maestra, sustancia preciosa tratada con sal y pasta de mirra, que el aire y el sol no volverían a tocar jamás.

De regreso visité el templo cerca del cual se había consumado el sacrificio, y hablé con los sacerdotes. Su santuario, renovado, se convertiría otra vez en centro de peregrinación para todo el Egipto; su colegio, enriquecido y aumentado, se consagraría en adelante al servicio de mi dios. Aun en los momentos más torpes, jamás había dudado de que aquella juventud fuese divina. Grecia y Asia lo venerarían a nuestra usanza, con juegos, danzas, ofrendas rituales al pie de una estatua blanca y desnuda. Egipto, que había asistido a la agonía, participaría también de la apoteosis. Su parte sería la más negra, la más secreta, la más dura: aquel país desempeñaría para él la función eterna de embalsamador. Durante siglos, los sacerdotes de cráneos rapados recitarían letanías donde figuraría su nombre, sin valor para ellos pero que todo lo contenía para mí. Año tras año, la barca sagrada pasearía aquella efigie por el río; el primer día del mes de Atir las plañideras marcharían por aquel ribazo donde yo había marchado. Toda hora tiene su deber inmediato, un mandamiento que domina a todo el resto; el mío, en ese momento, era el de defender contra la muerte lo poco que me quedaba. Flegón había reunido a orillas del río a los arquitectos e ingenieros de mi séquito; sostenido por una especie de embriaguez lúcida, los arrastré a lo largo de las colinas pedregosas, explicando mi plan; el desarrollo de los cuarenta y cinco estadios de la muralla del recinto; marqué en la arena el lugar del arco del triunfo y el de la tumba. Antínoo iba a nacer, era ya una victoria contra la muerte imponer a aquella tierra siniestra una ciudad enteramente griega, un bastión que mantendría a distancia a los nómadas de Eritrea, un nuevo mercado en la ruta de la India.

Alejandro había celebrado los funerales de Efestión con devastaciones y hecatombes. Más hermoso me parecía ofrecer al preferido una ciudad donde su culto se mezclaría para siempre con el ir y venir de la plaza pública, donde su nombre sería pronunciado en las conversaciones nocturnas, donde los jóvenes se lanzarían coronas a la hora de los banquetes. Pero mis ideas no estaban decididas en un punto. Me parecía imposible abandonar aquel cuerpo en suelo extranjero. Como un hombre que, inseguro sobre la etapa siguiente, reserva alojamiento en diversas posadas, ordené en Roma un monumento a orillas del Tíber, junto a mi tumba; pensé también en los oratorios egipcios que por capricho había hecho erigir en la Villa, y que de pronto se mostraban trágicamente útiles. Se fijó la fecha de los funerales, que se celebrarían al cabo de los meses exigidos por los embalsamadores. Encargué a Mesomedés que compusiera los coros fúnebres. Volví a bordo avanzada la noche; Hermógenes me preparó una poción para dormir.

Seguimos remontando el río, pero yo navegaba por la Estigia. En los campos de prisioneros, a orillas del Danubio, había visto antaño cómo algunos miserables, tendidos contra un muro, daban contra él la frente con un movimiento salvaje, insensato y dulce, repitiendo sin cesar el mismo nombre. En los sótanos del Coliseo me habían hecho ver leones que enflaquecían por la ausencia del perro con el cual los habían acostumbrado a vivir. Yo reunía mis pensamientos: Antínoo había muerto. De niño había clamado sobre el cadáver de Marulino, picoteado por las cornejas, pero mi clamor había sido semejante al de un animal privado de razón. Mi padre había muerto, pero el huérfano de doce años sólo había reparado en el desorden de la casa, el llanto de su madre y su propio terror; nada había sabido de las angustias por las que había pasado el moribundo. Mi madre había muerto mucho después, en tiempos de mi misión en Panonia; ya no me acordaba de la fecha exacta. Trajano era tan sólo un enfermo a quien se trata de convencer para que haga testamento. No había visto morir a Plotina. Atiano había muerto: era un anciano. Durante las guerras dacias había perdido camaradas a quienes creía amar ardientemente; pero éramos jóvenes, la vida y la muerte igualmente embriagadoras y fáciles. Antínoo había muerto. Me acordaba de los lugares comunes tantas veces escuchados: se muere a cualquier edad, los que mueren jóvenes son los amados de los dioses. Yo mismo había participado de ese infame abuso de las palabras, hablando de morirme de sueño, de morirme de hastío. Había empleado la palabra agonía, la palabra duelo, la palabra pérdida. Antínoo había muerto.

Amor, el más sabio de los dioses… Pero el amor no era responsable de esa negligencia, de esas durezas, de esa indiferencia mezclada a la pasión como la arena al oro que arrastra un río, de esa torpe inconsciencia del hombre demasiado dichoso y que envejece. ¿Cómo había podido sentirme tan ciegamente satisfecho? Antínoo había muerto. Lejos de haber amado con exceso, como Serviano lo estaría afirmando en ese momento en Roma, no había amado lo bastante para obligar al niño a que viviera. Chabrias, que como iniciado órfico consideraba que el suicidio era un crimen, insistía en el lado sacrificatorio de ese fin; yo mismo sentía una especie de horrible alegría cuando pensaba que aquella muerte era un don. Pero sólo yo podía medir cuánta actitud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor. Un ser insultado me arrojaba a la cara aquella prueba de devoción; un niño, temeroso de perderlo todo, había hallado el medio de atarme a él para siempre. Si había esperado protegerme mediante su sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para no darse cuenta de que el peor de los males era el de perderlo.

Las lágrimas cesaron; los dignatarios que se me acercaban no tenían ya que desviar la mirada de mi rostro, como si llorar fuera obsceno. Se reanudaron las visitas a las granjas modelo y a los canales de irrigación; poco importaba la forma en que pasara mi tiempo. Mil rumores erróneos corrían a propósito de mi desgracia; hasta en las barcas que seguían a la mía circulaban atroces historias que me avergonzaban. Yo dejaba decir; la verdad no era de las que se pueden andar gritando. A su manera, las mentiras más maliciosas eran exactas; me acusaban de haberlo sacrificado, y en cierto sentido lo había hecho. Hermógenes, que me transmitía fielmente esos ecos del exterior, fue portador de algunos mensajes de la emperatriz. Su tono era digno, como ocurre casi siempre en presencia de la muerte. Aquella compasión descansaba en un malentendido: me compadecían, siempre y cuando me consolara pronto. Yo mismo me consideraba casi tranquilo, y me sonrojaba de sólo pensarlo. No sabía que el dolor contiene extraños laberintos por los cuales no había terminado de andar.

Todos buscaban distraerme. Pocos días después de nuestra llegada a Tebas, supe que la emperatriz y su séquito habían estado dos veces al pie del coloso de Memnón, con la esperanza de escuchar el misterioso sonido que brota de la piedra, famoso fenómeno que todos los viajeros desean presenciar. El prodigio no se había producido, y la superstición llevaba a suponer que ocurriría estando yo presente. Acepté acompañar a las mujeres al día siguiente; todos los medios eran buenos para acortar la interminable duración de las noches otoñales. Por la mañana, a la hora undécima, Euforión entró en mi cámara para avivar la lámpara y ayudar a vestirme. Subí a la cubierta; el cielo, aún negro, era el cielo de bronce de los poemas de Homero, indiferente a las alegrías y a los males de los hombres. Aquello había ocurrido hacía más de veinte días. Embarqué en la canoa; el corto viaje se cumplió con no pocos gritos y sustos de las mujeres.

Desembarcamos cerca del Coloso. Una franja rosada se tendía en el oriente; empezaba un nuevo día. El misterioso sonido se produjo tres veces y me recordó el de la cuerda de un arco al romperse. La inagotable Julia Balbila dio inmediatamente a luz varios poemas. Las mujeres se fueron a visitar los templos, y las acompañé un rato a lo largo de los muros acribillados de monótonos jeroglíficos. Me sentía abrumado por las colosales imágenes de reyes tan parecidos entre sí, sentados uno junto al otro con sus pies largos y chatos, y por esos bloques inertes donde nada hay de lo que para nosotros constituye la vida, ni dolor, ni voluptuosidad, ni el movimiento que libera los miembros, ni la reflexión que organiza el mundo en torno a una cabeza inclinada. Los sacerdotes que me guiaban parecían casi tan mal informados como yo sobre esas existencias aniquiladas; de tiempo en tiempo surgía una discusión a propósito de un nombre. Sabían vagamente que cada uno de estos monarcas había heredado un reino, gobernado su pueblo, procreado su sucesor; eso era todo. Aquellas oscuras dinastías se remontaban más allá de Roma, más allá de Atenas, más allá del día en que Aquiles murió bajo los muros de Troya, más allá del ciclo astronómico de cinco mil años calculado por Menón para Julio César. Fatigado, despedí a los sacerdotes y descansé un rato a la sombra del Coloso antes de volver a la barca. Sus piernas estaban cubiertas hasta las rodillas de inscripciones griegas trazadas por los viajeros: había nombres, fechas, una plegaria, un tal Servio Suavis, un tal Eumenes que había estado en ese mismo sitio seis siglos antes que yo, un cierto Panión que había visitado Tebas seis meses atrás. Seis meses atrás… Un capricho nació en mí, que no había sentido desde los tiempos de niño cuando grababa mi nombre en la corteza de los castaños, en un dominio español; el emperador que se negaba a hacer inscribir sus nombres y sus títulos en los monumentos que había erigido, desenvainó su daga y rasguñó en la dura piedra algunas letras griegas, una forma abreviada y familiar de su nombre: ADRIANO… Era, una vez más, luchar contra el tiempo: un hombre, una suma de vida cuyos elementos innumerables nadie computaría, una marca dejada por un hombre perdido en esa sucesión de siglos. Y de pronto me acordé que estábamos en el vigésimo séptimo día del mes de Atir, en el quinto día anterior a nuestras calendas de diciembre. Era el cumpleaños de Antínoo; de estar vivo, hubiera tenido ese día veinte años.

Subí a bordo. La herida, cerrada prematuramente, volvía a abrirse. Grité, hundida la cara en la almohada que Euforión había deslizado bajo mi cabeza. Aquel cadáver y yo partíamos a la deriva, llevados en sentido contrario por dos corrientes del tiempo. El quinto día anterior a las calendas de diciembre, el primero del mes de Atir: cada instante transcurrido hundía aún más ese cuerpo, tapaba ese fin. Yo remontaba la pendiente resbaladiza, sirviéndome de mis uñas para exhumar aquel día muerto. Flegón, sentado de frente al umbral, sólo recordaba un ir y venir en la cabina de popa, gracias al rayo luminoso que lo había molestado cada vez que una mano empujaba el batiente. Como un hombre acusado de un crimen, examinaba el empleo de mis horas: un dictado, una respuesta al Senado de Éfeso… ¿A qué grupo de palabras correspondía aquella agonía? Reconstruía la curvatura de la pasarela bajo los pies presurosos, el ribazo árido, el enlosado plano, el cuchillo que corta un bucle contra la sien; después, el cuerpo que se inclina, la pierna replegada para que la mano pueda desatar la sandalia; y esa manera única de entreabrir los labios, cerrando los ojos. Aquel excelente nadador había debido estar desesperadamente resuelto para asfixiarse en el negro lodo. Trataba de imaginar esa revolución por la cual todos habremos de pasar, el corazón que renuncia, el cerebro que se nubla, los pulmones que cesan de aspirar la vida. Yo sufriré una convulsión análoga; un día moriré. Pero cada agonía es diferente; mis esfuerzos por imaginar la suya culminaban en una fabricación sin valor; él había muerto solo.

Resistí. He luchado contra el dolor como contra una gangrena. Me acordaba de las obstinaciones, de las mentiras; me decía que hubiera cambiado, engordado, envejecido. Tiempo perdido: tal como un obrero concienzudo se agota copiando una obra maestra, así me encarnizaba exigiendo a mi memoria una insensata exactitud; recreaba aquel pecho alto y combado como un escudo. A veces la imagen brotaba por si misma, y una ola de ternura me arrebataba; volvía a ver un huerto de Tíbur, el efebo juntando las frutas otoñales en su túnica recogida a modo de cesta. Todo faltaba a la vez: el camarada de las fiestas nocturnas, el adolescente que se sentaba sobre los talones para ayudar a Euforión, rectificar los pliegues de mi toga. De creer a los sacerdotes, su sombra también sufría, añorando el cálido abrigo de su cuerpo, y rondaba plañidera los parajes familiares, lejana y tan próxima; demasiado débil momentáneamente para hacerme sentir su presencia. Si era cierto, entonces mi sordera era peor que la misma muerte. ¿Pero acaso había comprendido, aquella mañana, al joven viviente que sollozaba junto a mí? Chabrias me llamó una noche para mostrarme en la constelación del Águila una estrella, hasta entonces poco visible, que de pronto palpitaba como una gema, latía como un corazón. La convertí en su estrella, en su signo. Noche a noche me agotaba siguiendo su curso; vi extrañas figuras en aquella región del cielo. Me creyeron loco, pero no tenía importancia.

La muerte es horrorosa, pero también lo es la vida. Todo hacía muecas. La función de Antínoe era un juego irrisorio: una ciudad más, un refugio para los fraudes de los mercaderes, las exacciones de los funcionarios, las prostituciones, el desorden, y para los cobardes que lloran a sus muertos antes de olvidarlos. La apoteosis era vana; aquellos honores públicos sólo servirían para que el adolescente sirviera de pretexto a bajezas e ironías, para que fuera un objeto póstumo de deseo o escándalo, una de esas leyendas semi podridas que se amontonan en los recovecos de la historia. Mi duelo no pasaba de un exceso, de un grosero libertinaje; seguía siendo aquel que aprovecha, aquel que goza, aquel que experimenta; el bienamado me entregaba su muerte. Un hombre frustrado lloraba vuelto hacia sí mismo. Las ideas rechinaban, las palabras se llenaban de vacío, las voces hacían sus ruidos de langostas en el desierto o de moscas en un montón de basura; nuestras barcas, con las velas hinchadas como buches de palomas, servían de vehículo a la intriga y a la mentira; la estupidez estaba estampada en la frente de los hombres. La muerte asomaba por doquier en forma de decrepitud o de podredumbre: la mancha en un fruto, la rotura imperceptible en el orillo de una colgadura, una carroña en la ribera, las pústulas de un rostro, la señal de los azotes en la espalda de un marinero. Sentía que mis manos estaban siempre algo sucias. A la hora del baño, mientras abandonaba a los esclavos mis piernas para que las depilaran, miraba con asco ese cuerpo sólido, esa máquina casi indestructible que digería, andaba, era capaz de dormir, y que volvería a acostumbrarse un día a las rutinas del amor. Sólo toleraba la presencia de algunos servidores que se acordaban del muerto; ellos lo habían amado a su manera. Mi duelo hallaba eco en el dolor algo tonto de un masajista o del viejo negro encargado de las lámparas. Pero su pena no les impedía reír suavemente entre ellos, mientras tomaban el fresco a orilla del río. Una mañana, apoyado en las jarcias, vi en el sector reservado a las cocinas que un esclavo destripaba uno de esos pollos que los egipcios hacen nacer por millares en sucio hornos; tomando con ambas manos el pegajoso montón de entrañas, las tiró al agua. Apenas tuve tiempo de volver la cabeza para vomitar. En Filaé, durante una fiesta, ofrecida por el gobernador, a un niño de tres años, oscuro como el bronce, hijo de un portero nubio, se deslizó hasta las galerías del primer piso para contemplar los bailes, precipitándose desde lo alto. Se hizo todo lo posible por ocultar el incidente; el portero contenía sus sollozos para no molestar a los huéspedes de su amo. Lo hicieron salir con el cadáver por la puerta de las cocinas, pero a pesar de todo alcancé a ver sus hombros que se levantaban y bajaban convulsivamente como si lo azotaran. Yo me sentía asumiendo aquel dolor de padre, como había asumido el de Hércules, el de Alejandro, el de Platón, que lloraban a sus amigos muertos. Hice que dieran algunas monedas de oro al miserable; ¿qué más podía hacer? Volví a verlo dos días más tarde: tendido al sol, en el umbral, se despiojaba beatíficamente.

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