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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

Muerte de la luz (37 page)

BOOK: Muerte de la luz
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Pyr hizo un ademán con el bastón.

—Suéltale —le dijo a Saanel, y el hombre aflojó el brazo y retrocedió.

Dirk estaba libre. Le dolía el cuello, y la arena fría le raspaba las plantas de los pies. Se sentía muy vulnerable; sin la joya susurrante, el miedo lo había inundado. Buscó con los ojos a Garse Janacek, pero el Jadehierro estaba al otro lado del campamento, hablando seriamente con Lorimaar.

—Ya despunta el alba —dijo Pyr—. En cualquier momento te seguiré, Cuasi-hombre. Corre.

Dirk miró por encima del hombro. Rosef fruncía el ceño y se masajeaba el hombro; se había dado un fuerte golpe al caer. Saanel, sonriendo estúpidamente, se recostaba contra el aeromóvil. Dirk, indeciso, avanzó unos pasos hacia la arboleda.

—Vamos, t'Larien. Estoy seguro de que puedes correr más rápido —le gritó Pyr—. Corre, y tal vez salves el pellejo. Yo también iré a pie, al igual que mi
teyn
y nuestros sabuesos —desenfundó la pistola y se la arrojó a Saanel, que la aferró aplastándola entre sus manazas—. No llevaré láser, t'Larien —continuó Pyr—. Será una cacería pura y limpia, bien tradicional. Un cazador con cuchilla y espada arrojadiza, una presa desnuda. ¡Corre, t'Larien, corre!
Teyn
—dijo Pyr a su enjuto compañero, que se acercaba—, desencadena a los perros.

Dirk giró sobre los talones y corrió hacia el linde del bosque.

Era como correr en una pesadilla.

Le habían quitado las botas; en cuanto avanzó tres pasos en la arboleda, se cortó un pie contra un guijarro filoso y empezó a cojear. Otros guijarros lo esperaban en la penumbra. Al correr, parecía que tropezaba con todos.

Le habían quitado las ropas; al abrigo de los árboles, el viento no era tan crudo. Pero aún así tenía frío, mucho frío. Por un tiempo anduvo con la carne de gallina, luego pasó. Lo aquejaron otros dolores, y el frío perdió importancia.

La floresta era demasiado oscura y demasiado clara. Demasiado oscura para ver bien el camino; tropezaba con raíces, se despellejaba las rodillas y las palmas, los pies se le hundían en cada agujero. Pero también era demasiado clara; el alba despuntaba rápidamente, muy rápidamente, y la luz se filtraba como una amenaza por la enramada. Estaba perdiendo de vista la única señal. La observaba cada vez que llegaba a un claro, cada vez que podía ver a través del tupido follaje, alzaba los ojos para encontrarla. Una estrella brillante y roja, el sol de Alto Kavalaan fulgurando en el cielo de Worlorn; Garse se la había indicado, diciéndole que la tomara como referencia si se extraviaba. A través del bosque, le guiaría hasta el láser y la chaqueta. Pero el alba despuntaba rápidamente; los Braith habían tardado mucho en soltarle. Y cada vez que miraba el cielo y trataba de orientarse, los estranguladores que formaban muros impenetrables en ese oscuro y denso bosque lo obligaban a dar rodeos; todas las direcciones parecían iguales. Era fácil perderse; cada vez que buscaba la señal, aparecía más tenue y pálida. Hacia el este, el cielo se teñía de rojo; el Gordo Satanás se elevaba, y pronto el sol de Alto Kavalaan se borraría de ese cielo crepuscular. Trató de apurar el paso.

Era menos de un kilómetro de distancia, menos de un kilómetro. Pero un kilómetro es muy largo si uno corre desnudo en una jungla inextricable. Hacía diez minutos que corría cuando oyó los feroces ladridos de los sabuesos.

Después de eso, dejó de pensar y preocuparse. Corrió.

Corrió preso de un pánico animal, jadeando, sangrando, el cuerpo tembloroso y dolorido. Corrió durante una eternidad, fuera del tiempo, en un sueño febril de pisadas frenéticas y palpitantes, sensaciones vividas y fragmentarias, y el bullicio cada vez más cercano (o eso le parecía) de los sabuesos. Corría y corría y no llegaba a ninguna parte, corría y corría sin moverse. Se estrelló contra un grueso seto de zarzas de fuego, y las espinas rojas le laceraron las carnes. Pero no gritó; corría y corría. Llegó a un promontorio de pizarra lisa y gris, y trató de encaramarse en él. Resbaló y dio de bruces contra las piedras; la boca se le inundó de sangre, escupió, había sangre en la roca y por eso había resbalado. Su sangre, la que manaba de los tajos de los pies.

Se arrastró por la roca lisa y llegó de nuevo a los árboles y se echó a correr frenéticamente, hasta que recordó que había perdido la señal. Y cuando volvió a encontrarla, estaba a sus espaldas, muy débil, un pequeño punto brillante en un cielo escarlata, y él se volvió y cruzó nuevamente el promontorio; pisoteaba raíces invisibles, apartaba la maleza con manos frenéticas, corría sin cesar. Tropezó con una rama baja, cayó de espaldas, se levantó sosteniéndose la cabeza, siguió corriendo. Resbaló en un fangoso lecho de musgo pestilente, se levantó cubierto de fango y olor, siguió corriendo. Buscó la estrella y había desaparecido. Siguió adelante. Ese tenía que ser el camino. Los sabuesos Braith venían atrás, ladrando. Era sólo un kilómetro, menos de un kilómetro. El cuerpo se le congelaba. Le ardía. Sentía que le apuñalaban el pecho. Siguió corriendo. Los sabuesos estaban detrás, muy cerca. Los sabuesos estaban detrás.

Y de pronto, no supo cuándo, no supo cuánto había corrido, no supo qué distancia había atravesado (la estrella ya no estaba), creyó percibir un vago olor a humo en el viento del bosque. Corrió hacia él y salió a un pequeño claro; se lanzó hacia el otro lado del espacio yermo y abierto. Se detuvo de golpe.

Los sabuesos estaban frente a él.

Uno, por lo menos. Surgió de la arboleda mostrando los dientes. Le brillaban los ojos, y las fauces lampiñas se abrían exhibiendo los espantosos colmillos. Dirk trató de sortearlo, y el animal se le abalanzó, derribándolo de un zarpazo y rodando con él por el suelo. El sabueso se incorporó de un brinco. Dirk se arrodilló; el animal daba vueltas alrededor y gruñía amenazadoramente cuando él trataba de levantarse. Le había mordido el brazo izquierdo hasta hacerle sangrar. Pero no lo había matado, no le había desgarrado la garganta. Está entrenado, pensó Dirk, entrenado.

Daba vueltas y vueltas, sin dejar de mirarle. Pyr lo había enviado adelante y pronto vendría con su
teyn
y los otros perros. Este lo vigilaría hasta que llegaran.

Se levantó de un salto y se precipitó hacia los árboles. El perro brincó y le derribó de nuevo, aplastándolo contra el suelo, casi arrancándole el brazo. Esta vez Dirk no se levantó. El perro retrocedió y se mantuvo alerta, la boca húmeda de sangre y saliva. Dirk trató de incorporarse con el brazo sano. Se arrastró medio metro. El sabueso gruñó. Los otros estaban cerca. Se oían los ladridos.

Luego, arriba, se oyó algo más. Dirk observó débilmente la pequeña franja de cielo nuboso, apenas iluminado por los rayos del Ojo del Infierno y sus servidores. El sabueso Braith retrocedió un metro, también mirando hacia arriba. Y el sonido se repitió. Era un gemido y un grito de guerra, un alarido insistente y ululante, un aullido de muerte de intensidad casi musical. Dirk sospechó que estaba agonizando y la memoria le devolvía la música de Kryne Lamiya. Pero el sabueso oía también. Estaba echado sobre las patas traseras, petrificado, los ojos al cielo. Una forma oscura bajó de lo alto. Dirk la vio caer. Era enorme, muy negra, casi como la pez, y en la parte inferior se abrían mil bocas rojas y minúsculas, todas entonando ese canto, ese gemido estremecedor. No parecía tener cabeza; era triangular, una vela ancha y oscura, una manta raya que nadaba en el viento, una capa de cuero que alguien había soltado en el cielo. Una capa de cuero, pero con bocas y una cola larga y ahusada.

La cola de pronto giró con fuerza y azotó el hocico del sabueso. El perro parpadeó y retrocedió. La criatura revoloteó un instante, batiendo las enormes alas con exquisita y ondulante lentitud, luego descendió sobre el sabueso y lo envolvió totalmente. Los dos animales callaron. El sabueso, el gigantesco y musculoso perro con cara de rata, había desaparecido. El otro lo cubría completamente, y yacía en la hierba y el polvo como una descomunal salchicha de cuero negro.

Todo estaba en silencio. El chillido del cazador había acallado a todo el bosque. No se oía ladrar a los otros perros.

Dirk se levantó cautelosamente y caminó, cojeando, alrededor de la manta asesina aletargada. Parecía totalmente inmóvil. En la penumbra del alba, se la habría tomado por un gran tronco deforme.

Dirk aún tenía presente la silueta que había visto caer del cielo: una nube negra y aullante, toda alas y bocas. Por un instante, al reparar en la forma, había creído que Jaan Vikary acudía a rescatarlo con la raya metálica voladora. La otra margen del claro era una tupida maraña de estranguladores, amarillo-pardusca y muy densa. Pero el humo venía desde más allá. Fatigosamente, Dirk esquivó y apretujó y apartó las ramas, cortándolas si era necesario, y se abrió camino.

El vehículo en ruinas había dejado de arder, pero aún lo rodeaba un delgado velo de humo. Un ala había abierto el terreno con una enorme zanja, y también había segado varios árboles antes de detenerse; la otra apuntaba al cielo, acribillada de disparos de cañón láser y estriada por surcos de metal fundido que deformaban la silueta del murciélago. La cabina, negra y retorcida, tenía un boquete ancho e irregular.

Dirk encontró el rifle láser cerca de allí. También encontró huesos: dos esqueletos entrelazados en el abrazo de la muerte, los huesos oscuros y húmedos, aún pegoteados de sangre y pingajos de carne quemada. Un esqueleto era humano, o lo había sido. Los brazos y las piernas estaban rotos, y casi todas las costillas astilladas. Pero Dirk reconoció el garfio metálico de tres puntas en el extremo de un brazo partido. Al lado yacían los restos de la criatura, fuera cual fuese, que había arrastrado al cadáver fuera del aeromóvil: un depredador de huesos gomosos y veteados de negro, curvos y muy grandes. El banshi la había sorprendido mientras comía. Por eso volaba tan cerca. No había rastros de la chaqueta de cuero. Aturdido, con sólo el resto, Dirk se arrastró hasta el fuselaje frío del aeromóvil y se introdujo en las fauces sombrías. Al entrar se cortó con un borde de metal filoso, pero apenas se dio cuenta. ¿Qué le hacía un corte más? Se dispuso a esperar, a resguardo del viento, y ansiando estar a cubierto del banshi, y sobre todo de los Braith. Casi todas las heridas parecían haber cerrado, notó sin entusiasmo. Al menos sólo le sangraban algunas partes. Pero las costras parduscas que se habían formado estaban embadurnadas de mugre, y Dirk se preguntó si no convendría hacer algo para evitar una infección. Pero no parecía tener importancia; desechó la idea y apretó con más fuerza el láser, esperando que los cazadores no tardaran en aparecer.

¿Qué los habría demorado? Tal vez temían molestar al banshi; era más que posible. Se tendió en las cenizas frías, apoyando la cabeza en el brazo, y trató de no pensar, de no sentir. Los pies de Dirk eran guiñapos tumefactos. Trató de levantarlos en el aire, para que no tocaran nada. Eso lo aliviaba un poco, pero no tenía fuerzas para mantenerlos así mucho tiempo. El dolor le atenaceaba el brazo que le había mordido el sabueso Braith. Por un momento deseó con fervor que sus dolores se mitigaran, que la cabeza dejara de darle vueltas. Luego cambió de opinión. Pensó que el dolor quizás era lo único que lo mantenía despejado. Y que si se dormía allí, era difícil que volviera a despertar.

Vio al Gordo Satanás flotando sobre el bosque; un disco sangriento a través de la maraña azul oscura. Un solo sol amarillo brillaba en las cercanías, una pequeña chispa en el firmamento. Les guiñó el ojo. Eran viejos amigos.

El aullido de los sabuesos le alertó nuevamente. A diez metros, los cazadores emergieron ávidamente del follaje. No tan cerca como él esperaba. Desde luego, habían sorteado los estranguladores en vez de abrirse paso a través de ellos. Pyr Braith era casi invisible, negro azulado como el árbol que tenía detrás. Pero Dirk distinguió sus movimientos y el bastón que llevaba en la mano, y la hoja lustrosa y plateada que empuñaba en la otra. Su
teyn
lo precedía unos pasos, sujetando las cadenas de dos sabuesos que ladraban encarnizadamente y lo arrastraban casi al trote. Un tercer sabueso corría libremente a su lado, y en cuanto salió de la maleza avanzó a los brincos hacia el aeromóvil destrozado.

A Dirk, tendido de bruces entre las cenizas y los instrumentos destruidos, la situación de pronto le pareció increíblemente divertida. Pyr enarboló la hoja plateada por encima de la cabeza y echó a correr; estaba seguro de que por fin tenía su presa. Pero él no tenía láser, y Dirk sí. Ahogando una carcajada entusiasta, Dirk alzó el rifle y apuntó cuidadosamente.

Mientras apretaba el gatillo, lo asaltó un recuerdo tan súbito y penetrante como la pulsación luminosa que brotaba del láser. Janacek, poco antes, una expresión severa e indiferente:
Su vida puede depender de la rapidez de sus piernas, y de su puntería
, le había dicho. Y Dirk había añadido:
Y de mi predisposición a matar.
Un detalle que en el momento había parecido de gran importancia, algo mucho más difícil que correr.

Rió entrecortadamente. Correr había sido muy difícil. Matar no era más que apretar el gatillo. Casi era fácil.

El fulgurante cuchillo del láser flotó en el aire un largo segundo, apuñalando el abultado vientre de Pyr. El Braith se tambaleó y cayó de rodillas. Abrió la boca absurdamente antes de desplomarse de bruces y perderse de vista. La hoja plateada quedó hincada en la tierra entreabierta, hamacándose con los ramalazos del viento.

El enjuto compañero de Pyr quedó paralizado al ver caer a su
teyn.
Soltó los perros. Dirk apuntó y disparó otra vez, pero nada ocurrió; el arma tardaba quince segundos en recargarse, recordó; eso transformaba la cacería en un deporte; si uno erraba, la presa tenía la oportunidad de escapar. Rió nuevamente.

El cazador reaccionó y se arrojó cuerpo a tierra, rodando por el suelo hasta zambullirse en la zanja abierta por el ala del aeromóvil. En la trinchera en busca del láser, pensó Dirk. Pero no lo encontrará.

Los sabuesos habían rodeado el aeromóvil, y le ladraban cada vez que cambiaba de posición o asomaba la cabeza. Ninguno se acercaba a buscar la presa; esa era tarea del cazador. Dirk apuntó cuidadosamente y atravesó la garganta del más próximo. El animal cayó pesadamente, y los otros dos retrocedieron. Hincándose de rodillas, Dirk salió del refugio. Trató de incorporarse, apoyando una mano en el ala retorcida. El mundo giraba a su alrededor. Horribles espasmos le punzaban las piernas y los pies no parecían pertenecerle. Pero logró mantenerse erguido.

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