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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

Muerte de la luz (41 page)

BOOK: Muerte de la luz
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Hundió el puño en el bolsillo.

—Tenía que hacerlo —mintió—. Él lo habría matado, y después a Gwen. Eso dijo. Me alegro de que Arkin le haya avisado a usted.

Esas palabras parecieron serenar a Vikary, que asintió en silencio.

—Salí en busca de usted —continuó Dirk—, al ver que no regresaba. Gwen estaba inquieta. Vine para ayudarle. Garse me capturó, me quitó el arma y me entregó a Lorimaar y a Pyr. Dijo que yo era un presente de sangre.

—Un presente de sangre —repitió Vikary—. Estaba loco, t'Larien, de veras. Garse Jadehierro Janacek no era así; no era un Braith. Él no daba presentes de sangre, créame.

—Sí —dijo Dirk—, tiene usted razón. Había perdido la cabeza. Se le notaba en la forma de hablar —estaba a punto de llorar y temió que fuera evidente; era como si hubiera cargado con todo el miedo y la angustia de Jaan; el Jadehierro parecía ya más fuerte y resuelto, mientras a él lo acuciaban las lágrimas.

Vikary miró el cuerpo inerte tendido entre los árboles.

—Haría duelo por él, por todo lo que él fue y por todo lo que compartimos, pero no hay tiempo. Los cazadores nos persiguen con los sabuesos. Tenemos que apresurarnos —se arrodilló junto al cadáver de Janacek y le tomó la mano yerta y ensangrentada. Luego besó la cara desfigurada del muerto, en los labios, y con la mano libre acarició el cabello desgreñado.

Pero cuando se levantó, aferraba un brazalete de hierro negro. Dirk comprobó que el brazo de Janacek estaba desnudo, y sintió una punzada de dolor. Vikary se guardó el brazalete en el bolsillo; Dirk contuvo las lágrimas y la lengua, y no hizo comentarios.

—Tenemos que irnos.

—¿Vamos a dejarle aquí? —preguntó Dirk.

—¿Dejarle? —dijo Vikary, desconcertado—. Ah, ya veo. Los kavalares no sepultan a sus muertos, t'Larien. Los abandonamos a la intemperie, tradicionalmente, y no nos avergüenza que los devoren las bestias. La vida tiene que perpetuar la vida. ¿No es preferible que la carne vigorosa de Garse dé fuerzas a un ágil y limpio depredador, a que lo roan los viles gusanos de una tumba?

De modo que lo dejaron donde Vikary había soltado el cuerpo, en un pequeño claro en la interminable espesura amarillenta, y se abrieron paso a través de la floresta en penumbras, rumbo a Kryne Lamiya. Dirk recogió el aeropatín y trató de seguir los rápidos pasos de Vikary. Al cabo de un trecho se toparon con la empinada cuesta de un risco negro y escarpado.

Cuando Dirk llegó al pie del risco, Jaan ya estaba en la mitad de su ascenso. La sangre de Janacek se había secado en la espalda de Jaan, y formado una costra parda. Desde abajo, Dirk distinguió las manchas con claridad. Vikary trepaba sin dificultad, el rifle echado a la espalda, apoyando las manos con firmeza.

Dirk extendió la plataforma metálica del aeropatín y voló a la cresta del risco.

Acababa de pasar por encima de las ramas más altas de los estranguladores cuando oyó, no muy lejos, el grito del banshi. Escrutó el bosque en busca del enorme depredador. El pequeño claro donde habían dejado a Janacek era visible desde el risco, un retazo de luz en la arboleda. Pero Dirk no veía el cadáver; en el centro del claro hormigueaba una masa de cuerpos amarillos que se disputaban la presa. Mientras él observaba, otras formas pequeñas se deslizaron desde la sombra para unirse al festín.

El banshi irrumpió inesperadamente y flotó inmóvil encima de los contrincantes, lanzando su formidable y largo chillido. Pero los espectros arbóreos continuaban luchando frenéticamente sin prestarle atención, parloteando y rasguñándose con ferocidad. El banshi descendió. La sombra cubrió a los animalitos, y las grandes alas ondearon y se replegaron y cayeron sobre ellos; luego quedó sólo el banshi, y tanto los espectros como el cadáver desaparecieron bajo ese abrazo voraz. Dirk sintió una extraña alegría.

Pero sólo por un instante. Mientras el banshi yacía inerte, se oyó un chillido ronco y repentino, y Dirk vio un rápido dardo borroso que caía sobre el animal. Lo siguió otro. Y otro. Y una docena, todos a la vez. En un abrir y cerrar de ojos los espectros parecían haberse duplicado. El banshi desplegó de nuevo las vastas alas triangulares, batiéndolas débil y afanosamente, pero no se elevó. Las pequeñas criaturas lo cubrían por todas partes, mordisqueándolo y arañándolo, aplastándolo y lacerándolo. Clavado al suelo, ni siquiera podía lanzar su grito desgarrado. Murió en silencio, encima de la presa que acababa de atrapar.

Cuando Dirk se quitó el patín, en la cima del risco, el claro ya era nuevamente un hervidero de formas amarillas, como cuando había mirado por primera vez, y no había rastros del banshi. El silencio inundaba el bosque. Dirk esperó la llegada de Jaan Vikary. Luego, reanudaron la callada marcha.

La caverna era fría, oscura, silenciosa. Las horas transcurrían bajo tierra mientras Dirk seguía la luz pequeña y trémula de la linterna de mano de Jaan Vikary. La luz lo siguió por tortuosas galerías subterráneas, a través de espaciosas cámaras donde la negrura era interminable, por pasadizos claustrofóbicos y angostos donde avanzaron a gatas. La luz de la linterna era el universo de Dirk, que había perdido toda noción de tiempo y espacio. No tenían nada que decirse, él y Jaan; y nada se decían. Sólo se oía el rechinar de las botas en la roca polvorienta y los ecos que retumbaban ocasionalmente. Vikary conocía bien la caverna. Jamás titubeaba ni perdía el rumbo mientras recorrían, a los tumbos o a la rastra, el alma secreta de Worlorn.

Y emergieron a una ondulada ladera cubierta de estranguladores, en una noche llena de fuego y música. Kryne Lamiya ardía. Las torres de hueso se desgañitaban sollozando un quebrado canto de angustia.

Las llamas barrían la pálida necrópolis de un extremo al otro, brillantes centinelas recorriendo las calles. La ciudad relucía como un extraño espejismo entre las olas de calor y de luz; parecía un espectro incorpóreo, anaranjado. Mientras ellos observaban, uno de los delgados puentes colgantes crujió y se desmoronó; primero se derrumbó el centro ennegrecido, que se precipitó entre las llamas, y luego, el resto de la arcada de piedra. El fuego lo consumió y se elevó aún más, crepitando y aullando de voracidad. Un edificio cercano tosió ahogadamente y cedió, desplomándose en una gran nube de humo y llamas.

A trescientos metros de la colina, irguiéndose blanca como tiza sobre los bosques de estranguladores, una de las torres-mano parecía intacta. Pero perfilada contra ese resplandor terrible parecía dotada de vida, como en contorsiones de dolor. Por encima del bramido de las llamas Dirk oyó la débil música de Lamiya-Bailis. La sinfonía oscuralbina era un jadeo entrecortado; como faltaban torres y se salteaban notas, la canción estaba plagada de ominosos silencios, y el crepitar del incendio proporcionaba un fragoroso contrapunto a los gemidos, silbidos y quejidos. Los vientos oscuralbinos que sin cesar soplaban desde las montañas para arrancar melodías a la Ciudad Sirena, esos mismos vientos abanicaban el incendio que devoraba Kryne Lamiya, ennegreciendo la máscara mortuoria de la ciudad con hollín y cenizas antes de acallarla.

Jaan Vikary empuñó el láser. Su rostro lucía inexpresivo y extraño, bañado por los reflejos del incendio.

—¿Cómo…?

—El coche-lobo —dijo Gwen.

Estaba de pie a pocos metro, más abajo en la ladera. La miraron sin asombro. Detrás de ella, bajo un encorvado viudo azul al pie de la colina, Dirk entrevió el pequeño aeromóvil amarillo de Ruark.

—Bretan Braith —dijo Vikary.

Gwen se les unió cerca de la boca de la caverna, y asintió.

—Sí. Sobrevoló la ciudad una y otra vez, disparando los lásers.

—Chell murió —dijo Vikary.

—Pero tú estás vivo —repuso Gwen—. Empezaba a inquietarme.

—Estamos vivos —admitió Vikary, dejando que el rifle le resbalara entre los dedos—. Gwen, he matado a mi
teyn.

—¿Garse? —exclamó ella, sorprendida. Arrugó la frente.

—Me entregó a los Braith —se apresuró a decir Dirk, mirando a Gwen a los ojos—. Y se había unido a Lorimaar para darle caza a Jaan. No quedaba otro recurso.

Ella se volvió de nuevo a Jaan.

—¿Es cierto? Arkin me contó algo por el estilo. No le creí.

—Es la verdad —dijo Vikary.

—¿Arkin está aquí? —preguntó Dirk.

—Dentro del aeromóvil —asintió Gwen—. Vino desde Larteyn. Sin duda le dijiste dónde me encontraba —le dijo a Jaan—. Trató de mentirme nuevamente. Lo acallé de un golpe. Ahora está a buen recaudo.

—Gwen —dijo Dirk—, hemos juzgado muy mal a Arkin —la bilis le sofocaba la garganta—. ¿No comprendes, Gwen? Arkin le avisó a Jaan que Garse iba a traicionarlo. De lo contrario, Jaan jamás lo habría sabido. Tal vez habría confiado en Janacek, y no le hubiera disparado. Lo habrían capturado, estaría muerto —su voz era ronca y apremiante—. ¿Entiendes? Arkin…

El fuego arrojaba fríos reflejos en los ojos de Gwen.

—Entiendo —musitó con voz sofocada y trémula; se volvió a Vikary—. Oh, Jaan —dijo, abriendo los brazos.

Y él se le acercó y le apoyó la cabeza en el hombro, estrechándola con fuerza. Y entonces, rompió a llorar.

Dirk los dejó solos y bajó hacia el aeromóvil.

Arkin Ruark estaba sujeto a uno de los asientos. Vestía ropas de fajina, y mantenía la cabeza gacha, la barbilla apoyada contra el pecho. Cuando entró Dirk, el kimdissi levantó los ojos con esfuerzo. El costado derecho de la cara era un magullón hinchado y lívido.

—Dirk —murmuró.

Dirk se quitó la pesada mochila y la depositó en el suelo. Se reclinó contra el panel de instrumentos.

—Arkin —dijo inexpresivamente.

—Ayúdeme —dijo Ruark.

—Janacek ha muerto —le dijo Dirk—. Jaan le disparó con el láser. Cayó sobre un nido de espectros arbóreos.

—Garsey —dijo Ruark, dificultosamente; tenía los labios hinchados y ensangrentados, y le temblaba la voz—. Los habría matado a todos ustedes. De veras. Le avisé a Jaan, le avisé. Créame, Dirk.

—Oh, le creo —dijo Dirk, cabeceando.

—Traté de ayudarles, sí. Pero Gwen se ha vuelto loca. Vi cuando los Braith alcanzaban a Jaan; yo iba a unirme a él, pero los Braith llegaron antes. Tuve miedo por ella. Vine a ayudarle. Pero me golpeó, dijo que era un mentiroso, me ató y voló hasta aquí. Está loca, Dirk, amigo Dirk. No sabe lo que hace. Parece un kavalar. Casi como Garse, no se parece en nada a la dulce Gwen. Creo que se propone matarme. A usted también, quizá; no sé. Sé que va a volver a Jaan. Ayúdeme Dirk. Tiene que ayudarme —lloriqueó—. Deténgala, Dirk.

—No va a matar a nadie —dijo Dirk—. Jaan está aquí ahora, y también yo. Está usted a salvo, Arkin. Quédese tranquilo. Todo se arreglará. Tenemos mucho que agradecerle a usted, ¿no es cierto? Jaan, especialmente. Si usted no lo hubiera puesto sobre aviso, quién sabe lo que habría ocurrido.

—Sí —dijo Ruark, y sonrió—. Sí, claro, es la pura verdad.

Gwen apareció de pronto en el marco de la portezuela.

—Dirk —dijo, ignorando a Ruark.

Dirk se volvió.

—¿Sí?

—Persuadí a Jaan de que descansara un rato. Está agotado. Ven afuera, donde podamos hablar.

—Esperen —dijo Ruark—. Desátenme primero, ¿sí? Por favor. Mis brazos, Dirk. Mis brazos…

Dirk salió. Jaan yacía con la cabeza apoyada contra un árbol cercano, la mirada perdida en el incendio. Se alejaron de él, internándose entre los estranguladores. Finalmente Gwen se detuvo y encaró a Dirk.

—Jaan no debe enterarse nunca —dijo, y se apartó un mechón de pelo negro de la cara con la mano derecha.

Dirk se quedó mirándola.

—Tu brazo —le dijo.

Un brazalete de hierro negro ceñía el antebrazo de Gwen. Ella lo mantuvo levantado.

—Sí —dijo—. Las piedravivas vendrán más tarde.

—Entiendo —dijo Dirk—.
Teyn
y
betheyn
, ambas cosas.

Gwen asintió. Tendió los brazos y tomó las manos de Dirk; la piel era fría y seca.

—Alégrate por mí, Dirk —dijo con voz apagada y triste—. Por favor.

Él le estrujó las manos, tratando de ser complaciente.

—Me alegro —dijo, sin demasiada convicción.

Un largo y amargo silencio se interpuso entre ambos.

—Qué traza llevas —dijo finalmente Gwen, esforzándose por sonreír—. Estás todo arañado. Mírate el brazo. Mírate la forma de caminar. ¿Te sientes bien?

Él se encogió de hombros.

—Los Braith no saben jugar delicadamente —dijo—. Sobreviviré —se separó de Gwen y hundió la mano en el bolsillo—. Gwen, tengo algo para ti.

Abrió el puño; dos gemas. La piedraviva, redonda y toscamente facetada, con una tenue luz interior, palpitándole en el hueco de la mano. Y la joya susurrante, más pequeña y oscura; fría y muerta.

Gwen las tomó en silencio. Las hizo rodar en la mano un instante, consternada. Luego guardó la piedraviva y le devolvió a Dirk la joya susurrante. Él la aceptó.

—Lo único que me queda de Jenny —dijo, cerrando el puño sobre la lágrima de hielo, y guardándola de nuevo en el bolsillo.

—Lo sé —dijo ella—. Gracias por el ofrecimiento. Pero si he de ser franca, a mí ya no me habla. Supongo que he cambiado mucho. Hace años que no oigo un susurro.

—Hmmm, sí —dijo él—. Me lo sospechaba. Pero tenía que ofrecértela… Y la promesa también. La promesa sigue siendo tuya, Gwen; si alguna vez la necesitas. Llámalo mi hierro-y-fuego. No querrás convertirme en un Cuasi-hombre, ¿verdad?

—No —replicó ella—. ¿La otra…?

—Garse la salvó cuando se deshizo del resto. Y pensé que tal vez querrías hacerla incrustar junto a las nuevas piedras… Jaan nunca notará la diferencia.

—De acuerdo —suspiró Gwen, y luego añadió—: Lamento lo de Garse, pese a todo. ¿No es raro? En todos los años que hemos pasado juntos, casi no hubo día en que no riñéramos, con el pobre Jaan en medio de los dos, y queriéndonos a los dos. Hubo momentos en que estuve segura de que lo único que se interponía entre la felicidad y yo era Garse Jadehierro Janacek. Y ahora que ha muerto, me cuesta creerlo. Sigo esperando que aparezca en su aeromóvil, sonriendo y armado hasta los dientes, listo para regañarme y ponerme en mi lugar. Cuando me convenza de que es verdad, tal vez rompa a llorar. ¿No te parece raro?

—No —dijo Dirk—. No.

—Casi podría llorar por Arkin, también. ¿Sabes lo que dijo cuando vino a buscarme a Kryne Lamiya, después que lo llamé embustero y lo golpeé y lo traté pésimamente…? ¿Sabes lo que dijo?

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