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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (45 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—¡Uriel!

Otra voz femenina retumbó en las paredes de la sala y una nueva luz dorada llenó el lugar durante un instante, antes de concentrarse junto a ellas, tomando la forma de una silueta que acabó por materializase en un cuerpo de mujer, incluso más bella que la que la sujetaba amenazante, más peligrosa y salvaje.

—¿Se puede saber qué haces? —Aquella mujer de piel reluciente y melena despeinada y brillante, sujetó con una mano la muñeca con la que la otra sostenía la espada, apartándola de su cuello y aliviándola—. ¿Y vosotros, inconscientes, inútiles, torpes? —añadió, girándose hacia los hombres que las miraban, con ojos desorbitados, inmóviles, antes de levantar una mano hacia Ángel, indicándole que no se moviera, y fijar de nuevo la mirada en la mujer que la tenía sujeta, empujándola contra la pared—. Dime, arcángel, qué haces.

—¿Qué hago, Gabriel? —escupió Uriel, con rabia—. Lo que Miguel y tú deberías de haber hecho hace ya mucho tiempo, darle un motivo para que acabe con su maldita existencia. Él le permite existir porque no ve cómo es en realidad, en lo que se ha convertido. Nuestra misión es mostrárselo, para que, de una vez por todas, nos libre de él.

—No, Uriel. —La voz de Gabriel era pausada y firme a pesar de la tensión en su rostro y el gesto crispado, con una mano impidiendo el movimiento de la espada de Uriel y la otra elevada aún hacia Ángel—. Nuestra misión es cumplir su voluntad. La que sea, arcángel.

—¿Su voluntad? —preguntó Uriel, y su voz se volvió de nuevo chillona y estridente, a la vez que sus ojos se abrieron, incrédulos, y las alas de luz de su espalda temblaron—. ¿Su voluntad fue que él me encerrara? ¿Qué me encadenara a la tierra, privándome de Su Gracia? No, Gabriel, esa no fue Su voluntad, sino la del enemigo al que ya hace mucho debimos vencer.

—No es la primera vez que escucho a un arcángel poner en duda la voluntad del Creador. —Una voz masculina interrumpió a Uriel—. Por su soberbia lo llamas ahora enemigo. ¿Es ese también tu pecado, Uriel?

Las dos mujeres frente a ella se volvieron, y Uriel aligeró al fin la presa alrededor de su cuello y separó de ella su espada, permitiéndole ver a los dos hombres que acababan de entrar en la sala. Se situaron a ambos lados de Ángel, que mantenía la vista fija en ella, con expresión colérica y el cuerpo encogido, como si en cualquier instante fuera a correr hacia ella y arrancarla de los brazos de la mujer que aún la sostenía contra la pared. Uno de aquellos dos hombres, de aspecto más sereno y confiado, avanzó despacio hacia ellas, deteniéndose a mitad de camino y observando atentamente la escena, como si analizara el peligro real de lo que veía. El otro, de aspecto más joven, se quedó junto a Ángel, situando una mano sobre su hombro, y Luz no pudo evitar sorprenderse del parecido entre ambos, a pesar de la terrible apariencia que en aquel momento mostraba Ángel. Prácticamente el mismo rostro, la misma altura e idéntica complexión, aunque el hombre que se afanaba ahora en calmar a Ángel pareciera más joven que él, y desgarbado, incluso también más inocente. El pelo, casi idéntico, era levemente más oscuro, y los ojos, que buscaban casi con desesperación la mirada de Ángel, eran de un brillante turquesa. La expresión atormentada de aquel hombre la obligó a mirar de nuevo a Ángel, sobrecogiéndose al verlo aún inclinado hacia ella con una agonía inmensa reflejada en su expresión.

—¡Suéltala! —gruñó él, avanzando de nuevo hacia ella, arrastrando consigo al hombre que había querido retenerlo.

—Nunca, Satanás. —La voz de Uriel fue firme y cruel al tiempo que llevó de nuevo contra su cuello la espada—. ¿Qué crees que desean los demás aunque teman admitirlo? Tú piensas que son tus hermanos, pero te equivocas, ya no hay hermanos en el Paraíso para ti. Ellos quieren lo mismo que yo. Allí, para ti, ya hace mucho que no hay nada.

—Te equivocas, Uriel. —Fue el hombre que seguía junto a Ángel quién habló ahora, con más firmeza de la que parecía poseer, irguiéndose y enfrentando al arcángel que la amenazaba con una furia que la sorprendió—. Yo me considero su hermano, igual que Miguel. Y que Gabriel, aunque no lo reconozca. No es nuestra labor juzgarlo, menos aún condenarlo.

—¿Condenarlo? —estalló Uriel con un terrible alarido de dolor—. Esto no es una condena, Rafael. Una condena es dejar de existir por siempre. Exiliarlo al mundo que ama para que lo gobierne no es una condena ¡Es un premio!

—¡Yo te enseñaré lo que es una condena, maldita! —La voz de Asmodeo retumbando en las paredes de la sala la sobresaltó.

Luz se giró sorprendida y aliviada hacia el conocido diablo que entraba en la habitación junto a una decena de hombres y mujeres y, de pronto, unos brazos la envolvieron, lanzándola contra el suelo, pero, enseguida, unos nuevos brazos se enredaron en su cintura levantándola y acunándola con suavidad.

Gabriel había aprovechado la confusión provocada por la entrada de los diablos y había apartado bruscamente a Luz de Uriel, salvándola. A Ángel no le importaba por qué lo había hecho más allá de que en aquel instante era la mano de la mensajera la que sostenía la suya para evitar que atravesara con su espada a esa maldita condenada de Uriel a la que, después de aquel ataque de ira incontrolada, con toda seguridad iba a tener que soportar durante el resto de su existencia. Miró un instante a Rafael, que sostenía a Luz con delicadeza entre sus manos, sanándola, y concentró de nuevo su furia en Uriel, que lo miraba desconcertada.

—¡Suéltame, pregonera! —escupió las palabras con rabia—. No quiero hacerte daño, pero por todas las malditas cadenas que me atan que no me importará convertirte en aire si no me sueltas, Gabriel.

—Déjalo, Gabriel —ordenó Miguel, imponiéndose, por fin, y recuperando el control de una situación que evidentemente se le había ido de las manos—. Él debe decidir, y sé que obrará en consecuencia.

—¡Miguel! —chilló Uriel con una voz terriblemente molesta—. ¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Eso preguntas, absurda, tonta, lerda, boba, inepta? —reprendió, acercándose a ella, dejando que viera todo su poder, todo el dolor y la ira acumulada de su espíritu, alimentándose del miedo que aún había en Luz, que lo llenaba más que nunca, aumentando su furia y su fuerza—. ¿Por qué? Porque te has condenado, Uriel. Porque será mío tu castigo. Porque serán mías las cadenas que te aten por siempre al abismo.

—¡Yo no estoy condenada! —protestó ella de inmediato, pero, enseguida, su rostro se ensombreció al sentir, igual que él las sentía, las emociones de los arcángeles que la miraban.

—Has pactado con un demonio —dijo, despacio, acercándose a ella, deleitándose con el pánico que sentía—. Has convencido a los tuyos y engañado a tus inferiores para que mataran a un humano. Has interferido sin permiso o consentimiento en la Creación. Has odiado con más fuerza de la que yo mismo creía posible en un ser sagrado. Has esperado, acumulando tu ira, hasta organizar tu venganza perfecta que te librara de culpa y castigo. La ambición de Legión te benefició en el momento adecuado y no dudaste en aprovecharla. De hecho, ni siquiera te planteaste de dónde provenían las razones que te impulsaban. La ira, Uriel, te cegaba. La soberbia, arcángel, te otorgó tus motivos. El deseo de venganza te empujaba. Nada sagrado había en ti y mucho menos en tus actos.

—¿Por qué? —preguntó Miguel, y su voz fue un susurro lleno de pena.

—Él me encerró, me encadenó a una tierra sin el Creador —musitó Uriel, retrocediendo—. El dolor fue inmenso apartada de Él, de vosotros, pero no hubo castigo para el maligno. ¡Nunca lo ha habido! Yo no podía castigarlo, pero cuando supe que la había encontrado a ella —explicó, volviendo la mirada hacia Luz por un instante. Esa sola mirada encendió de nuevo la rabia en el interior de Ángel, que acorraló a Uriel, aprisionándola contra la pared—. ¿Cómo podía una bestia sentir amor? Claro que no es amor, sino otra cosa. Es un sentimiento corrompido, pútrido, así que no había pecado alguno en mis actos. ¡No ha habido pecado! Sólo debía acabar con el objeto de ese sentimiento desviado para que enloqueciera y desvelara su verdadera naturaleza, la que os oculta, la que yo he visto.

Uriel miró a los arcángeles, desesperada, buscando una comprensión que no encontraría.

—¿Y era mejor utilizar al más sádico de los demonios que hacerlo con tus propias manos? —preguntó, y Uriel tembló bajo su brazo, que la empujaba contra la misma pared en la que ella había amenazado a Luz instantes antes—. Así evitabas la condena, matabas a… ¿cómo lo has dicho? —preguntó, lleno de rabia—. ¡Ah, sí! La zorra del Diablo. Y además te asegurabas de que yo enloqueciera al verme privado de ese sentimiento corrupto y pútrido. —Apretó aún más a Uriel contra la pared, impidiéndole respirar, con rabia—. Pero, por supuesto, arcángel, yo sigo siendo el retorcido ¿verdad?

—¡Yo no quería acordar nada con Legión! —gritó—. Fue idea del profesor. Él me falló —señaló a Alfonso, que trataba de ocultarse detrás de dos humanos—. El profesor había llegado a un acuerdo con el demonio usando el manuscrito y Legión vino a buscarme, él quería tu reino, yo sólo tu muerte, pero no fue un trato.

—¡No! —gritó Miguel que sintió su intención de acabar de una vez por todas con Uriel—. Si la matas no habrá condena. Deja que Él la juzgue, después, haz lo que quieras.

Él se giró hacia Miguel, con los ojos llenos de burla, apretando aún más el cuerpo de Uriel contra la pared antes de liberar una embestida de poder que acabó de golpe con ella, haciéndola desaparecer sin dejar rastro entre las tinieblas que lo envolvían.

—Tengo toda la eternidad, Miguel —dijo, y caminó hacia el arcángel al tiempo que sentía el espíritu tenso de todos los diablos de la sala unirse al suyo, aumentando su furia—, y muchísima paciencia. Esperaré a que vuelva, con su misma naturaleza, errará otra vez, y, a lo mejor, entonces, yo podré soportar aguantar su condena eterna en este mundo.

—No era tu misión juzgarla. —Miguel lo enfrentó, retándolo con la mirada.

—Sí era la tuya vigilarla —escupió con despreció, dando por zanjada la cuestión y se volvió hacia Asmodeo que de inmediato rodeó a dos humanos con los brazos y el resto de diablos lo imitaron—. Aquí están tus humanos, pregonera. ¿Qué hacemos con ellos en esta ocasión? ¿Cuántas muertes inocentes han sumado esta pandilla de imbéciles a tu cuenta?

—No harás nada, Lucifer. —Gabriel mantuvo la voz firme, y él se volvió hacia ella, que estaba ante los humanos, junto al altar—. Y mi cuenta es cosa mía, hermano.

—Está bien —concedió, acercándose a ella—. Sólo uno de todos estos me interesa y no es de los tuyos, era de Uriel. ¿No es cierto, Alfonso? —preguntó, volviéndose hacia el profesor, y sintió su miedo golpearlo mientras forcejeaba en los brazos de Asmodeo—. ¿Por qué vendiste a tu amiga? ¿Dinero? No, no lo creo, tu avaricia está saciada. ¿Amor? No, no era amor, sino lujuria. Sí, eso fue, el deseo frustrado e incrementado… Ellos exacerbaron tu lujuria hasta que te pareció una buena idea satisfacer tus más oscuros deseos a cambio de unas cuantas vidas para el demonio más antiguo y poderoso que ha pisado esta tierra. ¡Imbécil! ¿De verdad creías que ese espanto de Legión era yo?

—¡No! —Fue la voz de Luz la que llamó su atención y de inmediato sintió, como un filo que lo atravesaba, su inmensa compasión hacia el profesorucho que la había traicionado, que había estado dispuesto a matarla—. No lo hagas. Déjalo vivir. Por mí —suplicó, desde los brazos de Rafael, que la sostenía sonriente al sentir la fuerza de su convicción y la misericordia que había en ella.

Él la miró, incrédulo, sintiendo como las tinieblas que envolvían su ser desaparecían y su ser retomaba el control de su cuerpo, al ver los ojos de Luz otra vez llenos de vida.

—Me dijiste que me darías cualquier cosa, lo que yo te pidiera, que me harías tu reina —dijo, mirándolo casi con desesperación, recordándole sus propias palabras—. Eso es lo que te pido, lo que quiero.

La compasión del interior de Luz lo golpeó de nuevo, desarmándolo. Trató de entender los sentimientos que había en ella, las razones por las que a pesar de que no pudiera perdonar a ninguno de aquellos humanos tampoco deseara su muerte, pero Asmodeo se precipitó y mató, demasiado pronto, a los humanos que sostenía, presionándolos entre sus brazos. De inmediato el resto de diablos lo siguieron, y toda la compasión que había habido en el interior de Luz se convirtió en pánico primero y un inmenso dolor después. Él quiso chillar, explicarse, pero Gabriel se lo impidió. Cuando comprendió su intención y se volvió hacia ella, ya había puesto la mano sobre el manuscrito que había estado sobre el altar durante todo aquel tiempo, y no tuvo ocasión de avanzar hacia ella antes de que un nuevo sello, más fuerte y poderoso que los tres anteriores, encadenara su espíritu lanzándolo contra el suelo, derrotado, y devolviéndolo al abismo del que, seguramente, jamás debería de haber salido.

Luz no pudo evitar chillar cuando vio a Ángel caer, derrumbándose, como si un rayo lo hubiera atravesado, dejándolo tendido en el suelo. Quiso correr hacia él, pero unos brazos la apretaron, impidiéndoselo. Luchó con todas sus fuerzas contra aquella presa que le impedía ir a ayudar a Ángel, pero sólo consiguió que el abrazo que la ataba se hiciera más fuerte, hasta impedirle siquiera resistirse o moverse.

—No puedes acercarte a él ahora, Luz. —La voz de Rafael fue un susurro en su oído—. El sello te mandaría al abismo con él.

Las palabras del arcángel que la sostenía cobraron un nuevo sentido cuando vio que todos los diablos de la sala habían caído al suelo igualmente, mientras Gabriel sonreía, victoriosa, mirando a Ángel, con una mano sobre el altar. De inmediato comprendió que el manuscrito había estado allí todo el tiempo, que seguramente había sido Alfonso quien lo había robado para usarlo como invocación a un supuesto Lucifer después de que Uriel lo influyera para hacerlo. Todos y cada uno de los sellos rotos e, incluso, el sello debilitado, habían sido ahora repuestos, y Ángel se debatía entre las tinieblas que se ceñían sobre él mientras aquellas hermosas sombras violáceas envolvían de nuevo su cuerpo, tensándolo, transformándolo, hasta que dos alas negras se desplegaron de golpe a su espalda y, con un gruñido terrible, se incorporó, enfrentándose a Gabriel.

—¡Mensajera! —dijo, y su voz fue un trueno cuando se levantó y avanzó hacia ella—. Millones como tú no son suficientes para hacerme frente a mí, Gabriel.

El arcángel sonrió con prepotencia, levantando una mano, y un terrible alarido de los diablos que había tras ella, encogidos en el suelo, hizo retumbar las paredes. Ángel se tambaleó, hincando una rodilla en el suelo, antes de levantarse de nuevo y caminar hacia Gabriel, forzando su respiración, que se había convertido en un terrible ronquido.

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