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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (42 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—De eso ya nos hemos dado cuenta, Lucif… —se interrumpió—. Nosotros y todos ellos.

—Si lo haces por ella no te prives de pronunciar ese nombre, Rey del Infierno, aunque se me ocurren miles de mejores y menos crispantes —dijo—. Vamos, primero la llevaremos hasta su hotel, luego nos ocuparemos de esos arcángeles que tanto os preocupan.

—¿Es por ella? —La potente voz de Asmodeo retumbó en los gruesos muros de la Catedral Vieja, y el temor de Luz lo golpeó al instante—. ¿Por eso está aquí Miguel de nuevo?

—No, Asmodeo, es por el jodido manuscrito —replicó, fijando su mirada en el diablo y permitiéndole ver toda la furia que en aquel momento sentía—. Pero si fuera por ella tus opciones serían exactamente las mismas que ahora.

—No me interesan mis opciones, Lucifer —el ángel caído caminó hacia ellos y se detuvo ante ambos, inclinando levemente la cabeza, en un gesto casi imperceptible—. Pero quiero saber por qué me juego el cuello.

—Tu cuello no correría peligro alguno salvo que fuera yo el que quisiera rebanarlo, y lo sabes. —Suspiró, cerrando levemente su mano sobre el hombro de Luz, queriendo tranquilizarla—. Pero ahora ya conoces el motivo por el que vas a atravesar un montón de cuellos angelicales, así que, deja de joder, y vamos.

Caminaron en silencio por las calles del casco antiguo, con uno de los diablos a cada uno de sus lados. Belial se había situado junto a Luz, guardando una distancia prudente, ligeramente incómodo, pero queriendo evitar una discusión con Asmodeo. Mientras tanto, sintió cómo crecía la curiosidad de Luz, que se mantuvo en silencio, rodeando con un brazo su cintura, y el suave contacto de su cuerpo lo despistó lo suficiente para que le pasara desapercibido el aumento de la curiosidad de Belial.

—No pareces asustada —murmuró el diablo, con la vista en el suelo, y Luz se sobresaltó arrancándole una sonrisa que apenas consiguió contener.

—No lo estoy —mintió ella descaradamente, antes de comprender que de nada servía negar sus emociones—. Tal vez un poco desconcertada sí…

—¿Por qué? —preguntó Asmodeo y él ya no pudo evitar sonreír mirando la expresión de mutuo recelo de Luz y los dos diablos.

—Pues supongo que es porque hasta hace unas horas no creía en nada —respondió dubitativa, antes de atreverse a mirar finalmente a Asmodeo, que la miraba lleno de curiosidad—. Y ahora tengo que pasar de la absoluta nada a…

—¿En nada? —La voz de Asmodeo fue un grito—. Todos creéis en algo. Siempre.

—No veo por qué —replicó convencida, y Ángel disfrutó de nuevo de su entereza—. Dime, qué pruebas solemos tener para poder creer. Es como si a ti te hubieran pedido que creyeras en nosotros antes de nuestra existencia.

—Y lo hicieron —le reprendió él—. Y creí.

Ángel rió con ganas y al instante Belial se sumó a sus risas, recordando las dudas de Asmodeo en el Paraíso y su constante mal genio.

—Por supuesto, Asmodeo —consiguió decir Ángel—. Pero sólo porque no tenías más remedio, como todos nosotros.

El diablo los miró, desconcertado, antes de sumarse a sus risas, siguiendo el hilo de sus pensamientos, y Ángel sintió de nuevo la confusión y la incomprensión de Luz golpeándolo.

—Asmodeo consiguió ser conocido como el ángel con peor humor de todo el puñetero Paraíso —explicó—. Creo que nadie, ni poniendo en ello toda su voluntad, podría sentirse tan tremendamente jodido en el lugar teóricamente más maravilloso que jamás haya existido.

—Una celda de oro y diamantes sigue siendo una celda. —Asmodeo se defendió.

—¡En eso sí que estamos de acuerdo! —dijo Luz, repentinamente animada, sorprendiéndolo, y de inmediato sintió también el asombro de los dos diablos que caminaban junto a ellos, que la miraron fijamente atenuando sus risas—. Me vais a encerrar en la mejor habitación del hotel, con servicio de habitaciones incluido, pero daría lo que fuera por poder fugarme y largarme ahora mismo a una buena biblioteca. —La frustración se coló en su voz a la vez que bajaba la cabeza, resignada.

Los tres rompieron a reír a la vez y, por primera vez, Ángel sintió que los dos diablos que los acompañaban comprendían, aunque fuera sólo mínimamente, todo lo que había de especial en aquella mujer.

—¿Qué? —los reprendió, enfadada—. Yo no veo la gracia.

—Pues la tiene —dijo Belial, mientras se paraban frente a la puerta del hotel—. Sólo alguien que prefiriera una jodida biblioteca a algunas horas de lujo, descanso y servicio de habitaciones podría haber hecho perder la cabeza al maldito Príncipe de las Tinieblas.

Luz clavó su mirada en él, con una intensidad como nunca antes había visto, llena de satisfacción, haciéndole olvidar por completo el peligro que corría, las risas que un segundo atrás había conseguido arrancarle a él y a aquellos dos terribles diablos, y el mundo que había a su alrededor. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para concentrarse y obligarse a dejar a Luz, refunfuñando, pero más tranquila, en la seguridad del maldito hotel.

—Mi cabeza, Rey del Infierno, sigue sobre mis hombros —replicó, sonriendo, al tiempo que fijaba su mirada en Belial y se esforzaba en mostrar una ira que no sentía en absoluto—. La tuya en cambio puede dejar de estarlo si no cuidas tus palabras.

—Vamos Lucifer, no me digas que…

—No te digo nada —lo interrumpió—. Simplemente, calla.

En un instante, aquellos tres hombres, que no parecían más que viejos amigos, se convirtieron de nuevo en los seres increíbles que eran, sin necesidad alguna de cambiar su apariencia. Al igual que en Ángel, no le costó encontrar en los otros dos rasgos evidentes de su verdadera naturaleza, a pesar de su aspecto, completamente humano. Asmodeo parecía, directamente, terrible y peligroso, y aunque fuera algo más bajo que los otros dos hombres, su cuerpo era imponente, acentuado por su aspecto, ligeramente salvaje. No le costaba en absoluto imaginarse a aquel ser como el único ángel malhumorado del Paraíso, porque esa era precisamente la impresión que daba. Belial, en cambio, tenía un aspecto tranquilo y sosegado, como de quién está acostumbrado a templar sus nervios cuando es necesario, aunque por nada del mundo hubiera deseado verlo irritado. Era con diferencia el más alto de los tres y su cuerpo era enorme y tosco, al contrario de la ligereza y elegancia de Ángel. Tampoco parecía en absoluto un cuerpo en exceso musculoso, como el de Asmodeo, aunque sí increíblemente fuerte. El pelo oscuro y recogido acentuaba la dureza de sus rasgos, incrementada aún más por la profundidad de su mirada y la voz grave y pausada.

—Vamos, te acompañaré a tu celda dorada. —Ángel sonrió de nuevo, mientras la empujaba ligeramente hacia la puerta—. Estoy seguro de que no será tan terrible como crees.

Por primera vez desde que habían salido de la catedral Ángel se separó de ella y le abrió la puerta, invitándola a pasar, con la misma elegancia despreocupada de siempre. Ella se detuvo a esperarlo, pero él se limitó a seguirla, sin volver a abrazarla, y se sintió repentinamente vacía. Quiso buscar su mirada, convencida de que él sabía exactamente lo que sentía, pero sólo encontró una repentina frialdad, como si aquel trayecto desde su salida de los túneles no hubiera sido más que una tregua momentánea en una batalla mucho más larga. Se detuvieron ante el ascensor y vio la media sonrisa maliciosa de Ángel reflejada en el espejo cuando, repentinamente, se abrieron las puertas, y comprendió que, en efecto, simplemente se había tratado de una pausa.

—Tienes mucho en qué pensar —explicó él, mientras avanzaba al interior del ascensor y se recostaba contra el mismo espejo que lo había delatado.

—Tú también, por lo que veo.

Por primera vez la seguridad pareció esfumarse de la mirada de Ángel por un instante, antes de regresar con más intensidad, pero permaneció en silencio hasta que las puertas se abrieron de nuevo, en el último piso del hotel, y salió, decidido, sin esperarla.

—¿No vas a decir nada? —preguntó, y lo miró con toda la rabia de la que fue capaz cuando se pararon ante la habitación y él le mostró la tarjeta para abrir la puerta.

—Sí —contestó, sonriendo otra vez con picardía—. Pide lo que quieras, que lo carguen en la cuenta de la habitación, usa lo que te dé la gana, duerme, piensa, descansa. Siéntete como en tu casa, pero ni se te ocurra salir hasta que vuelva.

—¿Eso es todo?

Cogió con rabia la tarjeta que él le ofrecía con descaro.

—De momento —respondió él, y amplió su sonrisa con una arrogancia que no hizo más que aumentar su enfado.

—¡Perfecto!

Se dio la vuelta, furiosa, e introdujo con torpeza la tarjeta en la ranura para abrir, pero Ángel la cogió del brazo, llevándola hacia él con fuerza y abrazándola, a la vez que fijaba en ella aquellos ojos, llenos de nuevo de más luz de la que era posible pensar.

—En realidad, no —murmuró rozando su boca—. Lo cierto es que nunca se me ha dado bien no hacer lo que me viene en gana, y ya tendrás tiempo de sobras para odiarme, no hace falta empezar tan pronto.

Quiso decirle que jamás sería capaz de odiarlo, que no sabía por qué sentía lo que había en su interior, pero que lo amaba como nunca había creído que fuera capaz de amar, y que nada más que eso le importaba, pero la intensidad de la sensación eléctrica que recorrió su cuerpo justo antes de que él atrapara con fiereza sus labios le impidió decir ni una sola palabra.

Sintió el cuerpo de Ángel con viveza junto al suyo, tanto que podría haber pensado que, en realidad, eran un único ser si él no se hubiera separado de sus labios, demasiado pronto, para clavar en ella con inusitada fuerza su mirada.

—Tengo que irme —murmuró, con la voz entrecortada—. Y tú deberías descansar y aclarar tus ideas.

Luz lo miró, con una súplica en los ojos, deseando decirle que sus ideas estaban más que claras, aunque sabía que él notaba el abismo que había crecido en mitad de su pecho como si fuera suyo, y, de pronto, regresó el miedo a tener que enfrentarse a aquel mundo nuevo y completamente distinto del que conocía.

—Volveré pronto. —Ángel se separó tiernamente de ella y abrió la puerta de la habitación, indicándole que entrara. Se sobrecogió ante la idea de quedarse sola, y él sonrió con picardía—. Tranquila, te aseguro que estarás a salvo mientras no salgas.

—Fíate del Diablo —bromeó, con una forzada sonrisa, y él la miró con fingida indignación.

—No te fíes de nadie. Menos aún del Diablo —dijo él, con burla, antes de que su voz recobrara toda la gravedad—. Pero no salgas.

—Está bien.

Entró en la habitación, resignada, dispuesta a enfrentarse a todas las ideas que bullían en su mente y a los sentimientos de su interior, que amenazaban con torturarla. Quiso besar de nuevo a Ángel, pero él la miró con media sonrisa, a la vez que hacía aquel gesto de burlona obviedad levantando una ceja, que ya conocía tan bien, y Luz comprendió, de inmediato, que no le iba a permitir ni una sola concesión más hasta que no se hubiera enfrentado a los miedos que había en su interior y a todas aquellas nuevas ideas. Suspiró y lo observó cerrar la puerta, sin apartar de ella su mirada, hasta que se quedó al fin a solas, y comprendió que estaba mucho más confundida y asustada de lo que en ningún momento se había atrevido a admitir.

Se dejó caer sobre la cama, derrotada, y recordó la primera vez que había despertado en aquella habitación, después de que la asaltaran la misma tarde en la que había fotografiado el manuscrito, justo antes de que lo robaran. Aquellas imágenes lo habían desencadenado todo, y por ellas estaba también ahora en peligro, encerrada en aquel cuarto en lugar de rodeada de los libros que con tanta ansiedad quería comprobar. Todo lo que esa tarde le había contado Ángel, todo lo que había visto y había sentido, cambiaba no sólo el significado de lo que creía saber sobre el mundo, sino de todo lo que a lo largo de los años había estudiado y refutado, punto por punto, dándolo por falso e inventado, o mitológico en el mejor de los casos. Pero ninguna de aquellas creencias, historias, teologías o leyendas que tanto la atraían eran falsas o inventadas. Tal vez se tratara de mil y una versiones creadas por el hombre para explicar unos acontecimientos demasiado antiguos, demasiado poderosos, para que hubieran llegado con un sentido plenamente histórico a nuestros días, pero aún así todas tenía una base absolutamente cierta y real, al igual que terrible.

Sintió un dolor sordo en su interior crecer precipitadamente y un enorme vacío ciñéndose sobre ella. No era el mismo dolor que la había torturado desde la muerte de David, y que Ángel le había arrebatado, librándola de su agonía pero también privándola de la única unión física que le quedaba con el hombre al que tanto había querido. Ese dolor era distinto y viejo, remotamente conocido. El mismo sentimiento de soledad y vacío que había sentido en las noches frías en el convento donde se había criado. El mismo temblor en lo más profundo de su ser cuando, en la quietud de la noche, siendo apenas una niña, se escabullía de su habitación y se iba a llorar a la pequeña capilla, fría, vacía y lúgubre, para preguntarle a aquel Dios que nunca contestaba, para exigirle saber, por qué ella había sido privada del amor de unos padres. Recordaba cómo había pedido perdón, arrodillada, notando el frío atravesar el fino camisón blanco hasta que se le entumecían las piernas, por los pecados que hubiera cometido para haber recibido semejante castigo. Pero Dios jamás había respondido, sólo había encontrado vacío y frío junto a las viejas y descuidadas esculturas apenas iluminadas, nunca consuelo o alivio. Finalmente, ella había dejado de preguntar, y también de culparse por las circunstancias de su vida, y había buscado en otro lugar sus respuestas, uno que, sin duda, podía incluso llegar a doler más. Sabía que era mejor creer en un Dios mudo y sordo que en ninguno. La falta de Dios arroja irremediablemente al hombre a la nada, y ella había escogido la nada porque, a pesar del dolor, del vacío, del desasosiego, en la nada no había rabia, ni culpa.

Pero se había equivocado, y con esa certeza, de golpe, había vuelto la rabia. Una rabia inmensa e infinita hacia aquel Dios sordo, ciego y mudo que la había abandonado. Un dolor inmenso que intensificaba la ira hacia un Creador que callaba y consentía el dolor, el abuso, la crueldad, no sólo entre los hombres sino también en su nombre. Una furia incontenible hacia aquel ser que no se mostraba más que como juez implacable, incapaz de perdonar los pecados de los seres a los que había creado, abandonándolos en la más absoluta de las oscuridades. Una ira que ahora se veía incrementada al pensar en que aquel mismo Dios lejano, al que no comprendía, al que temía y casi odiaba, había condenado al ser al que amaba y la llenaba, permitiéndole sentir la felicidad de una manera que jamás hubiera imaginado.

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