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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (12 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Vivíamos en Sussex, en una ciudad de provincias atravesada por el meridiano cero: yo vivía en el hemisferio Occidental, y el colegio en el que estudiaba caía en la zona del hemisferio Oriental.

La vieja mansión era una mina de cosas extrañas: pilares de reluciente mármol y barómetros de mercurio, puertas que al abrirse mostraban muros de ladrillo, juguetes misteriosos, cachivaches antiguos y objetos olvidados.

La casa en la que vivo ahora —un edificio de ladrillo de estilo Victoriano en pleno territorio norteamericano— está, según he oído, encantada. Son muchos los que no quieren volver a pasar una noche solos en ella; mi propia secretaria me ha contado algunas de las cosas que le sucedieron cuando durmió aquí: oyó la caja de música que empezaba a sonar de repente en mitad de la noche, o sintió con toda claridad una presencia invisible que observaba sus movimientos. Y no ha sido la única; otras personas, en las mismas circunstancias, han tenido experiencias similares.

Personalmente, no he tenido aquí esa clase de experiencias; claro que tampoco he pasado ninguna noche solo en esta casa. Y lo cierto es que no estoy muy seguro de querer hacerlo.

«Mientras he estado yo aquí no ha aparecido ningún fantasma», respondí una vez a la pregunta de si era verdad que mi casa estaba encantada. «En ese caso, a lo mejor es que el fantasma es usted», sugirió alguien; pero lo dudo mucho, la verdad. Si es cierto que aquí hay un fantasma debe de ser muy asustadizo, porque al parecer tiene más miedo de nosotros que nosotros de él.

Pero os estaba hablando de mi antigua casa, que fue vendida y demolida (yo no podía soportar verla vacía, y mucho menos quedarme a ver cómo el buldózer la destrozaba y la echaba abajo; le tenía mucho cariño a aquella casa, y todavía hoy, por las noches, justo antes de quedarme dormido, oigo silbar el viento en las ramas del serbal que había junto a la ventana de mi habitación hace veinticinco años). Luego nos mudamos a la casa nueva, construida, como ya os he explicado, en el mismo jardín de la antigua; y así pasaron unos cuantos años.

La casa estaba junto a un camino empedrado y tortuoso, rodeada de prados y arboledas, en mitad de ninguna parte. Estoy seguro de que, si volviera allí ahora, me encontraría el camino asfaltado y los prados convertidos en una sucesión de urbanizaciones. Pero no pienso volver.

Yo tenía quince años, era un adolescente flaco y desgarbado que deseaba con todas sus fuerzas parecer un tipo interesante. Sucedió una noche de otoño. En el exterior de la casa había una farola que habían instalado al construir el edificio; estaba tan fuera de lugar allí, en medio del campo, como la farola de Narnia. La lámpara era de sodio, de esas que al encenderse se ven de color amarillo y anulan cualquier otro color de su entorno; bajo su luz, todo es amarillo o negro.

La chica no era mi novia (mi novia vivía en Croydon, donde estaba mi colegio, era rubia y tenía los ojos grises, una auténtica belleza a la que tenía, según me decía a menudo, completamente desconcertada, pues no sabía muy bien qué demonios hacía saliendo conmigo), pero éramos amigos y ella vivía a diez minutos de mi casa, en el casco antiguo de la ciudad.

Aquel día había pensado acercarme hasta donde ella vivía para escuchar música y charlar tranquilamente. Salí de casa, bajé corriendo por la ladera hacia el camino principal y me detuve en seco al encontrarme con una mujer que estaba bajo la farola, mirando hacia nuestra casa.

Iba vestida como una zíngara en una obra de teatro o una princesa morisca. Era muy atractiva, pero no estrictamente guapa. No hay colores en la imagen que yo recuerdo, únicamente las sombras amarillas y negras que proyectaba la luz de la farola. Desconcertado al encontrarme de pronto frente a una desconocida, le dije:

—Hola.

La mujer no respondió. Me miró.

—¿Busca usted a alguien? —pregunté (o algo parecido), pero ella siguió sin decir nada.

La extraña mujer seguía allí de pie, en mitad de la nada, vestida como en un sueño, mirándome, y sin decir una sola palabra. No obstante, esbozó una sonrisa, aunque era una sonrisa inquietante.

De repente, me di cuenta de que estaba asustado: profunda y esencialmente asustado, como si fuera un personaje dentro de un sueño, así que me alejé por el sendero, con el corazón desbocado, y torcí por la primera esquina.

Ya no podían verme desde la casa, de modo que permanecí allí unos minutos y, después, me volví a mirar: no había nadie junto a la farola.

Tan sólo unos cincuenta pasos me separaban ahora de la casa, pero no podía, no quería, dar media vuelta y volver allí. Estaba demasiado asustado. En lugar de eso, eché a correr por el oscuro camino flanqueado de árboles y no paré hasta encontrarme en el casco antiguo de la ciudad, y después seguí corriendo por las calles hasta que llegué a casa de mi amiga: sin aliento, terriblemente asustado y hablando atropelladamente, como si todos los demonios del infierno vinieran pisándome los talones.

Le conté a mi amiga lo que había sucedido y llamamos a mis padres, que me dijeron que no había nadie junto a la farola y accedieron, un poco a regañadientes, a venir a buscarme para llevarme a casa, pues yo no estaba dispuesto a volver andando aquella noche.

Y esto es todo lo que hay que contar. Ojalá hubiera algo más: ojalá pudiera contaros que doscientos años antes había habido allí un campamento gitano que fue incendiado —o cualquier otra cosa que sirviera de colofón a esta historia, algo que le diera forma de cuento—, pero nunca existió tal campamento.

Así pues, como todas las cosas insólitas y extrañas que me han pasado en la vida, el suceso queda así, sin explicación alguna. No tiene sentido completo, como un cuento.

Y en mi recuerdo, sólo ha quedado la huella amarilla y negra de aquella sonrisa, y la sombra del miedo que despertó en mí.

Hora de cierre

A
ún quedan clubes en Londres. Están los clubes antiguos, y los que quieren parecer antiguos, con sus rancios sofás y sus chimeneas encendidas, periódicos, y su tradicional tertulia o su no menos tradicional silencio, y también están los nuevos, como el Groucho y sus múltiples clones, a los que acuden actores y periodistas para dejarse ver, tomar unas copas, disfrutar de su huraña soledad o, incluso, para charlar. Algunos de mis amigos pertenecen a uno u otro tipo de club, pero yo, personalmente, no soy miembro de ninguno de los clubes que hay en Londres, ya no.

Hace algunos años —media vida—, cuando era un joven periodista, me afilié a un club. Un club que se creó por una sola razón: eludir las ordenanzas, que en aquel momento obligaban a todos los pubs a no servir más bebidas a partir de las once de la noche, hora de cierre. El club en cuestión, el Diógenes, constaba de un único salón situado sobre una tienda de discos, en un estrecho callejón justo enfrente de Tottenham Court Road. La propietaria, Nora, era una mujer risueña y regordeta, que bebía como una esponja. Nora iba contando a todo aquel que le preguntaba, e incluso aunque no le preguntaran, que le había puesto al club el nombre de Diógenes, cariño, porque aún seguía buscando a un hombre honesto. La entrada estaba al final de un estrecho tramo de escalera y, dependiendo de lo que a Nora se le hubiera antojado ese día, podías encontrar la puerta abierta o no. El club no tenía horario fijo.

En realidad no era más que un pub al que podías ir cuando cerraban los pubs y, pese a los infructuosos esfuerzos de Nora, que incluso llegó a servir comidas y a enviar un boletín mensual a todos los miembros del club para recordarles que también se servían comidas, jamás fue otra cosa que eso: un pub al que acudir después de las once. Hace años me dijeron que Nora había muerto y lo sentí de verdad y, para mi sorpresa, me quedé hecho polvo el mes pasado, cuando en una de mis visitas a Inglaterra, caminando por aquel callejón, intentando recordar dónde había estado exactamente el club Diógenes, primero me equivoqué de sitio y, luego, reconocí el desvaído toldo verde de un bar de tapas ubicado encima de una tienda de telefonía móvil; aún se veía dibujado en él la estilizada figura de un hombre dentro de un barril. Aquello me pareció indignante, y me hizo recordar muchas cosas.

No había chimenea en el club Diógenes, ni sillones, pero sí se contaban historias.

Casi todos los parroquianos eran hombres, aunque de vez en cuando se dejaba caer por allí alguna mujer, y Nora acababa de fichar de manera permanente a una glamurosa camarera, una inmigrante polaca de rubia cabellera que llamaba «carrriño» a todo el mundo y que, cuando estaba tras la barra, se servía copas como si fuera la dueña. Cuando se emborrachaba, le daba por contarnos que en su Polonia natal había sido una condesa auténtica y, a continuación, nos hacía jurar que no se lo contaríamos a nadie.

Allí había actores y escritores, cómo no. Y montadores de cine, reporteros, inspectores de policía y borrachos. Gente con cierta libertad de horarios. Gente a la que le gustaba salir hasta las tantas o que retrasaba a propósito el momento de volver a casa. Algunas noches llegaba a haber hasta una docena de clientes, o incluso más. Otras noches entraba y no había nadie más que yo —en cuyo caso, me tomaba una sola copa y luego me marchaba.

Recuerdo que aquella noche llovía y, pasadas las doce, ya sólo quedábamos cuatro personas en el club.

Nora y su ayudante estaban sentadas a la barra, trabajando en su telecomedia. Las protagonistas eran una mujer gorda-pero-encantadora que tenía un club y una camarera chiflada, una rubia y aristocrática extranjera que hacía reír a todos con sus divertidos equívocos lingüísticos. Es una comedia al estilo de
Cheers,
solía explicar Nora. Le puso mi nombre al personaje del cómico terrateniente judío, y de vez en cuando me pedían que leyera algún guión.

Los demás estábamos sentados junto al ventanal: un actor llamado Paul (al que llamaban Paul-el-actor para no confundirlo con Paul-el-inspector-de-policía o Paul-el-cirujano-plástico- inhabilitado, que también eran clientes habituales), Martyn —director de una revista de juegos de ordenador— y yo. Nos conocíamos de vernos por allí, y estábamos los tres sentados a una mesa, observando a través del cristal el resplandor de las farolas del callejón bajo la lluvia.

También había otro hombre, un tipo bastante mayor que nosotros. Era tan delgado que daba grima verlo, tenía el cabello gris y un rostro cadavérico; estaba sentado en un rincón, con un vaso de whisky en la mano. Llevaba una chaqueta de
tweed
con coderas de piel marrón, lo recuerdo como si lo estuviera viendo. No participaba en nuestra conversación, ni leía; no hacía nada. Simplemente estaba ahí sentado, mirando cómo caía la lluvia tras los cristales y, de cuando en cuando, daba un sorbito a su whisky sin placer aparente.

Era casi medianoche ya, y Paul, Martyn y yo nos habíamos puesto a contar historias de fantasmas. Yo acababa de relatar una historia verídica que me contaron cuando era pequeño, en el colegio: el cuento de la Mano Verde. En mi colegio, la existencia de aquella mano incorpórea y luminosa que de tanto en tanto se aparecía a algún infortunado alumno era casi un artículo de fe. Si uno veía la Mano Verde podía estar seguro de que no tardaría en morir. Por suerte, ninguno de nosotros tuvo la desgracia de verla, pero se contaban historias terribles sobre antiguos alumnos que habían visto la Mano Verde y, con tan sólo trece años, se habían levantado a la mañana siguiente con todo el cabello blanco. Según la leyenda, aquellos chicos recibían tal impresión que tenían que ingresarlos inmediatamente en la enfermería donde, más o menos una semana después, morían sin haber podido decir una sola palabra.

—Espera un momento —me interrumpió Paul-el-actor—. Si morían sin haber podido decir una sola palabra, ¿cómo podíais estar seguros de que habían visto la Mano Verde? Quiero decir, a saber lo que habían visto, ¿no?

Cuando me contaron aquellas historias yo no era más que un crío, y la verdad es que nunca había reparado en ese detalle, jamás se me ocurrió preguntar, pero la observación de Paul no podía ser más lógica.

—A lo mejor lograron comunicarse por escrito —sugerí, sin demasiada convicción.

Seguimos discutiéndolo un rato y, finalmente, llegamos a la conclusión de que la Mano Verde era un fantasma muy poco creíble. A continuación, Paul nos contó el caso de un amigo que había recogido a una chica que hacía autoestop y la había llevado hasta su casa y, a la mañana siguiente, al volver al mismo sitio, resultó que aquel lugar era un cementerio. Entonces, le dije que tenía un amigo al que le había pasado exactamente lo mismo. Martyn dijo que no tenía la menor duda de que la historia era cierta, y no sólo porque le hubiera sucedido a un amigo suyo, sino porque aquella noche su amigo le había prestado su chaqueta a la autoestopista para que no cogiera frío y, a la mañana siguiente, en el cementerio, se había encontrado su chaqueta cuidadosamente doblada sobre la tumba de la chica.

Martyn se acercó a la barra para pedir otra ronda, y seguimos comentando la historia y preguntándonos por qué habría tantas mujeres fantasma pululando por todo el país y haciendo autoestop. Martyn dijo que probablemente hoy en día lo raro es encontrarse a una mujer viva haciendo autoestop.

Y entonces alguien dijo:

—Si queréis, puedo contaros una historia que sucedió de verdad. Nunca se la he contado a nadie. Y es completamente cierta (lo sé porque me pasó a mí, no a un amigo mío), aunque no sé si es exactamente una historia de fantasmas. Probablemente no.

Todo esto sucedió hace más de veinte años. He olvidado muchas cosas, sin duda, pero jamás he podido olvidar aquella noche, ni tampoco cómo acabó.

He aquí la historia que me contaron aquella noche en el club Diógenes.

Fue en los sesenta, yo debía de tener unos nueve años, más o menos. Por aquel entonces, iba a un colegio privado que no estaba muy lejos de mi casa. Estuve yendo a esa escuela menos de un año, tiempo más que suficiente para tomarle antipatía a la dueña, que había comprado el colegio con la única intención de cerrarlo y vender sus magníficos terrenos a unos promotores inmobiliarios, cosa que hizo poco después de que yo dejara la escuela.

Durante mucho tiempo —un año o más— después de haber cerrado ya la escuela, el edificio permaneció vacío. Luego, lo demolieron y construyeron en su lugar unos bloques de oficinas. Un día, antes de que lo derribaran, sentí curiosidad y decidí pasarme por allí a echar un vistazo. Logré colarme dentro por una ventana que había quedado abierta y recorrí las aulas vacías, que todavía olían a polvo de tiza. Tan sólo me llevé de allí un dibujo que había hecho en clase de arte: una casita con un tirador rojo en la puerta que figuraba un duende o un diablillo. Estaba colgado en una pared y llevaba mi firma. Me lo llevé de recuerdo.

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