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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (14 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Me quedé a esperarles allí mismo, junto a la casa de juguete, mientras el cielo se iba oscureciendo cada vez más. Un rato después, salió la luna; una inmensa luna otoñal de color miel.

Unos minutos más tarde, la puerta se abrió, pero no salió nadie.

Estaba solo en mitad de aquel claro, parecía como si en ningún momento hubiera habido allí nadie más que yo. Un búho ululó, y me di cuenta de que no tenía sentido seguir esperando. Di media vuelta y me marché por un camino diferente al que había seguido para llegar al claro, manteniéndome alejado de la mansión en todo momento. Al salir, tuve que saltar una valla y me desgarré el fondillo de los pantalones del uniforme. Luego, crucé un campo de cebada —andando deprisa pero sin correr—, salté la tapia de la finca y salí a una calle adoquinada por la que, finalmente, llegué a mi casa.

Una vez en casa, mis padres no me regañaron por la tardanza, pero sí por presentarme con el uniforme manchado de herrumbre y el pantalón roto.

—Y, a todo esto, ¿se puede saber dónde has estado?

—Estuve dando un paseo —respondí— y perdí la noción del tiempo.

Y en eso quedó la cosa.

Eran casi las dos de la mañana. La condesa polaca ya se había marchado y Nora se puso a recoger los vasos y a barrer el suelo, haciendo ruido deliberadamente para indicarnos que ya iba siendo hora de echar el cierre.

—En este bar sí que hay fantasmas —comentó, en tono jovial—, aunque a mí nunca me ha importado. Me gusta tener compañía. De otro modo, nunca habría abierto un club. Y vosotros, ¿qué? ¿No tenéis casa?

Le dimos las buenas noches a Nora, que nos hizo besarla en la mejilla uno por uno antes de irnos. Nada más salir, le oímos cerrar la puerta y echar el cerrojo. Bajamos por la angosta escalera de la entrada y salimos a la civilización.

Hacía horas que habían cerrado el metro, pero siempre quedaba la opción de coger un autobús nocturno o tomar un taxi, el que se lo pudiera permitir (que no era precisamente mi caso. No en aquella época).

El club Diógenes cerró definitivamente sus puertas varios años después. Supongo que el cierre tuvo que ver, en parte, con el cáncer de Nora pero, sobre todo, con el cambio de ley que permitió a los pubs seguir sirviendo alcohol hasta más tarde. Después de aquella noche, no me dejé caer por allí más que en dos o tres ocasiones.

—¿Volviste a tener noticias de aquellos tres chicos después de esa tarde? —preguntó Paul-el-actor una vez estuvimos en la calle—. ¿Volviste a verles alguna vez? ¿Les dieron por desaparecidos?

—No a las tres preguntas —respondió el interpelado—. Quiero decir que no volví a verles y que tampoco nadie denunció jamás la desaparición de aquellos tres chicos. Al menos, que yo sepa.

—Y la casa de juguete, ¿sigue estando allí? —preguntó Martyn.

—No lo sé —admitió.

—Yo, personalmente, no creo una sola palabra de toda esa historia —dijo Martyn cuando salimos a Tottenham Court Road para coger el autobús.

En aquel momento éramos cuatro personas, no tres, los que esperábamos para coger el autobús. Debería haberlo mencionado antes. Uno de nosotros no había abierto la boca aún: el anciano de la chaqueta con coderas marrones, que había salido del club Diógenes al mismo tiempo que nosotros. Pero entonces habló por primera vez.

—Yo sí me la creo —afirmó, en tono amable. Hablaba en voz baja, como si quisiera disculparse por intervenir en nuestra conversación—. No sé si sabría explicar el porqué, pero me la creo. Jamie murió, ¿sabéis?, poco después de que muriera papá. Fue Douglas el que nunca quiso volver por allí y vendió la finca. Él quería que lo desmantelaran todo. Pero finalmente decidieron conservar la vieja mansión. No podían derribar un edificio como ése. Aunque imagino que, a estas alturas, todo lo demás habrá desaparecido ya.

Era una noche muy fría, y seguía lloviznando a ratos. Me estremecí, pero fue por el frío.

—¿Te acuerdas de las jaulas? —continuó el anciano—. ¿Aquellas que estaban junto a la casa del guarda? Hacía cincuenta años que no pensaba en ellas. Nos encerraban allí dentro cuando nos portábamos mal. Debíamos de ser de aúpa, ¿eh? Unos auténticos diablillos.

Recorría la calle con la mirada una y otra vez, como si estuviera buscando algo, o a alguien. Luego, continuó.

—Douglas se suicidó, como es lógico. Hace diez años. Por aquel entonces yo aún estaba en el manicomio. Por eso mi memoria no anda demasiado bien. No tan bien como antes. Pero aquel chico era Jamie, no me cabe la menor duda. Genio y figura. Jamás permitió que olvidáramos ni por un momento que él era el mayor. La verdad es que teníamos terminantemente prohibido jugar en la casita. Papá no la construyó para nosotros. —Le tembló la voz al pronunciar esta última frase y, por un momento, pude imaginar a aquel anciano tan pálido siendo un niño—. Papá tenía sus propios juegos.

Entonces, alzó el brazo y dijo: «¡Taxi!». El taxi paró junto al bordillo. «Al hotel Brown, por favor», le dijo el anciano al conductor, y se metió dentro. No se despidió de ninguno de nosotros. Simplemente, tiró de la puerta y cerró.

El ruido que hizo la puerta del taxi al cerrarse me trajo el recuerdo de otras muchas puertas. Puertas que se cerraron hace ya muchos años, puertas que ya no existen y que no pueden volver a abrirse.

Renacer salvaje

Despojarme de mi camisa, de mi libro, de mi abrigo, de mi vida

Dejarlos todos, cáscaras vacías y hojas caídas

Ir en busca de alimento y de un manantial

De agua fresca.

Encontraré un árbol tan grueso como diez hombres robustos

Las claras aguas derramándose sobre sus cenicientas raíces

Encontraré bayas, manzanas silvestres y semillas,

Y lo llamaré mi hogar.

Le diré mi nombre al viento, y sólo al viento.

La locura nos alcanza o nos deja en el bosque

hacia la mitad de todas nuestras vidas. Mi piel será

ahora mi rostro.

Debo de estar loco. La cordura abandonada junto a los zapatos y mi casa,

mis tripas rugen. Avanzaré a trompicones por la hierba

y volveré a mis raíces, a mis hojas, a mis espinas, a mis retoños,

y temblaré.

Dejaré la senda de las palabras para adentrarme en el bosque

Seré un montaraz, y saldré al encuentro del sol,

Y sentiré cómo el silencio aflora a mis labios

Como antes las palabras.

Amargo despertar

1. «Vuelve pronto o no vuelvas jamás»

A todos los efectos más relevantes, yo estaba muerto. Quizás, en algún rincón muy íntimo de mi ser, gritaba, lloraba y aullaba como un animal, pero ésa era otra persona, una persona que no tenía acceso a mi cara, ni a mis labios, ni a mi boca, ni a mi cabeza, de modo que exteriormente sólo me encogía de hombros, sonreía y seguía funcionando. Si hubiera podido dejar de existir físicamente, dejarme ir así, sin más, sin tener que hacer nada, abandonar la vida como quien sale por la puerta, lo habría hecho. Pero me iba a dormir por la noche y seguía despertándome por la mañana, desilusionado por el hecho de seguir ahí y resignado a continuar existiendo.

A veces, la llamaba por teléfono. Dejaba que el teléfono sonara una vez, incluso dos, y luego colgaba.

Aquel yo que aullaba de desesperación estaba tan dentro de mí que la gente ni siquiera sabía de su existencia. Incluso yo había llegado a olvidar que existía, hasta que un día me subí al coche —tenía que ir a la tienda a comprar unas manzanas— y, al llegar a la tienda en la que vendían manzanas, seguí conduciendo sin detenerme. Me dirigía hacia el sur, y hacia el oeste, porque si conducía hacia el norte o hacia el este el mundo se me iba a acabar enseguida.

Llevaba un par de horas conduciendo por la autopista cuando empezó a sonar mi móvil. Bajé el cristal de la ventanilla y tiré el teléfono. Se me ocurrió pensar que alguien podría encontrarlo, y que quizá decidiera atender esa llamada y entonces automáticamente heredaría mi vida.

Cuando paré a echar gasolina saqué todo el dinero que pude de las tarjetas que llevaba encima. Y repetí la misma operación, cajero automático tras cajero automático, un par de días más, hasta agotar el límite de todas las tarjetas.

Las dos primeras noches dormí en el coche.

De camino a Tennessee me di cuenta de que necesitaba darme un baño aunque tuviera que pagar por ello. Paré en un motel, me relajé en la bañera y dormí hasta que el agua estuvo completamente fría y me despertó. Me afeité con la maquinilla de plástico y la espuma de afeitar que había en el kit de aseo del motel. Luego me tumbé en la cama, y me quedé dormido.

Me desperté a las cuatro de la mañana y supe que era hora de volver a ponerme en marcha.

Fui al vestíbulo.

Cuando llegué, había un hombre en el mostrador de recepción: tenía el cabello gris plateado aunque calculé que debía de tener apenas treinta años; labios finos y un buen traje algo arrugado. Decía:

—He pedido
ese taxi hace una
hora.
Una
hora.
—Mientras hablaba, subrayaba sus palabras golpeando el mostrador con la billetera.

El portero de noche se encogió de hombros.

—Volveré a llamar —le dijo—, pero si no tienen ningún coche disponible, no hay nada que hacer.

Marcó un número de teléfono y dijo:

—Llamo del Night's Out Inn, he llamado hace un rato... Sí, eso mismo le acabo de decir... Sí, ya se lo he explicado.

—Oye —le dije—, no soy taxista, pero no tengo prisa. ¿Quieres que te acerque a algún sitio?

Por un segundo el hombre me miró como si yo fuera un loco, y había miedo en su mirada. Luego, me miró como si fuera un enviado del cielo.

—Pues, mira por dónde, sí, quiero —me respondió.

—Tú dime adónde, que yo te llevo —le dije—. Como te he dicho, no tengo ninguna prisa.

—Dame ese teléfono —le dijo el tipo del cabello plateado al portero de noche. Cogió el auricular y dijo—. Puedes
cancelar
tu maldito taxi: Dios acaba de enviarme a un Buen Samaritano. La gente entra en tu vida por alguna razón. Sí, señor. Y me gustaría que reflexionaras sobre ello.

Cogió su maletín —al igual que yo, viajaba sin equipaje— y fuimos juntos hasta el aparcamiento.

Nos pusimos en marcha y viajamos en medio de la oscuridad. Con un llavero-linterna, iba mirando un plano hecho a mano alzada que tenía sobre sus rodillas, y me iba indicando: «ahora sigue por la izquierda», o «todo de frente».

—Has sido muy amable al ofrecerte —me dijo.

—No te preocupes, tengo tiempo de sobra.

—Te lo agradezco mucho. ¿Sabes?, tengo la impresión de estar viviendo una leyenda urbana: voy viajando por la autovía con un misterioso samaritano. Como esa historia del autoestopista fantasma. Cuando llegue a mi destino, le hablaré de ti a un amigo y entonces me dirán que moriste hace diez años y que, desde entonces, vagas por las carreteras llevando a la gente en tu coche.

—Un buen modo de conocer gente.

Se rió.

—¿A qué te dedicas?

—Podría decirse que me he tomado un descanso para reorientar mi vida profesional —le dije—. ¿Y tú?

—Doy clases de antropología en la universidad. —Pausa—. Perdona, debería haberme presentado. Soy profesor en una universidad cristiana. La gente no se cree que en las universidades cristianas se enseñe antropología, pero así es. Al menos en algunas.

—Yo sí te creo.

Otra pausa.

—El coche me dejó tirado en la autopista. Una patrulla de carretera me llevó hasta el motel. Me dijeron que la grúa no vendría hasta esta mañana. Sólo he podido dormir un par de horas. Los de la patrulla me llamaron al motel para decirme que la grúa estaba en camino y que debía estar allí cuando llegara. ¿Te lo puedes creer? Si no estoy allí cuando llegue, no tocarán el coche. Pasarán de largo. Así que pedí un taxi. Nada. A ver si hay suerte y llegamos a tiempo.

—Se hará lo que se pueda.

—Supongo que debería haber cogido el avión. No es que me dé miedo volar, pero preferí que me devolvieran el importe del billete. Voy a Nueva Orleans. El vuelo no dura más que una hora y el billete cuesta cuatrocientos cuarenta dólares. En coche tardo un día y sólo me gasto treinta dólares. Son cuatrocientos diez dólares que me ahorro, y no tengo que rendirle cuentas a nadie. El motel me ha costado cincuenta dólares, pero qué se le va a hacer. Voy a un congreso. Es el primero al que asisto. Mi facultad no es muy partidaria de ellos, pero todo cambia. Me apetece muchísimo. Vienen antropólogos de todo el mundo. —Mencionó varios nombres que me resultaban completamente desconocidos—. Voy a presentar una ponencia sobre las mujeres cafeteras de Haití.

—¿Las que lo cultivan o las que lo consumen?

—Ninguna de las dos cosas. Iban vendiéndolo de casa en casa por todo Puerto Príncipe, empezaban el reparto al amanecer. Era algo habitual a principios de siglo.

Empezaban a verse las primeras luces del amanecer.

—Algunos pensaban que eran zombis —me explicó—. Ya sabes, muertos vivientes. Creo que ahora hay que tirar por la derecha.

—¿Y lo eran? ¿Zombis?

Parecía encantado de que le hubiera hecho aquella pregunta.

—Veamos, en antropología hay varias escuelas de pensamiento con opiniones muy diversas sobre los zombis. Ciertos libros de éxito como
La serpiente y el arco iris
han trivializado demasiado la cosa, que en realidad no es algo tan banal. En primer lugar, hay que centrar bien la cuestión: ¿hablamos de la creencia popular, o del polvo zombi, o de los muertos vivientes?

—No lo sé —respondí. Hubiera jurado que
La serpiente y el arco iris
era una película de terror.
[6]

—Era un grupo de niñas, de edades comprendidas entre los cinco y los diez años, que iban vendiendo de puerta en puerta una mezcla de café y achicoria. Precisamente a estas horas, justo antes del amanecer. Todas ellas pertenecían a una misma mujer, una anciana. Pásate a la izquierda para coger el siguiente desvío. Al morir la anciana, las niñas desaparecieron. Eso es lo que dicen los libros.

—¿Y qué es lo que tú crees? —le pregunté.

—Ahí está el coche —exclamó con alivio. Era un Honda Accord rojo y, justo al lado, había un coche-grúa con el intermitente encendido. El conductor esperaba fuera, fumándose un cigarrillo. Aparqué detrás de la grúa.

El antropólogo abrió la portezuela con el motor todavía encendido; cogió su maletín y se bajó apresuradamente.

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