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Authors: Lauren Kate

Tags: #Juvenil

Oscuros. El poder de las sombras (2 page)

BOOK: Oscuros. El poder de las sombras
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La batalla en Espada & Cruz, los descubrimientos realizados y la muerte de su amiga habían afectado mucho a Luce. Los ángeles suponían que pasaría durmiendo todo el día y toda la noche. Pero era preciso tener un plan para el día siguiente por la mañana.

Era la primera ocasión en que Daniel había propuesto una tregua. Definir los límites, establecer las normas e idear un sistema de penalizaciones si alguno de los lados las incumplía… Se trataba de una responsabilidad enorme que asumir con Cam. Evidentemente, estaba dispuesto a hacerlo. Haría cualquier cosa por ella… pero quería tener la certeza de que lo hacía bien.

—Tenemos que esconderla en algún lugar seguro —dijo—. Hay una escuela en el norte, cerca de Fort Bragg…

—La Escuela de la Costa. —Cam asintió—. Mi bando también ha sopesado esa posibilidad. Estará bien allí. Recibirá una educación que no la pondrá en peligro. Y, lo más importante, estará protegida.

Gabbe ya había explicado a Daniel la protección que la Escuela de la Costa podía proporcionar. Pronto correría la voz de que Luce se ocultaba allí, pero por lo menos durante un tiempo, en el perímetro de la escuela, ella sería prácticamente invisible. En el interior, Francesca, el ángel más cercano a Gabbe, cuidaría de Luce. En el exterior, Daniel y Cam cazarían y matarían a todo aquel que osase acercarse a los límites de la escuela.

¿Quién habría hablado a Cam de la Escuela de la Costa? A Daniel no le gustaba la idea de que ese bando supiera más que el suyo. Se maldijo por no haber visitado la escuela antes de que se tomara esa decisión, pero para él había sido muy duro abandonar a Luce cuando lo hizo.

—Puede empezar mañana mismo. Siempre y cuando… —Los ojos de Cam recorrieron el rostro de Daniel—. Siempre y cuando tú estés de acuerdo.

Daniel se llevó la mano al bolsillo de la camisa, donde guardaba una fotografía reciente. Luce en el lago de Espada & Cruz. El pelo mojado y brillante, y una sonrisa extraña en la cara. Por lo general, cuando en una vida conseguía una fotografía de ella, la perdía de nuevo. Pero en esta ocasión aún seguía allí.

—Venga, Daniel —dijo Cam—. Los dos sabemos lo que necesita. La matriculamos… y la dejamos tranquila. No podemos hacer nada para acelerar esta parte: solo dejarla sola.

—No puedo abandonarla tanto tiempo.

Pronunció aquellas palabras demasiado rápido. Bajó la vista para contemplar la flecha que tenía en la mano y se sintió mal. Le habría gustado arrojarla al océano, pero no podía.

—Así que no se lo has dicho —dedujo Cam entornando los ojos.

Daniel se quedó inmóvil.

—No le puedo decir nada. Podríamos perderla.

—Tú podrías perderla —le corrigió Cam con desdén.

—Ya sabes qué quiero decir. —Daniel se puso tenso—. Es demasiado arriesgado suponer que ella lo aceptará todo sin…

Cerró los ojos para borrar de su cabeza aquella llamarada de color rojo intenso. Pero en su mente siempre había un fuego que amenazaba con extenderse como un incendio descontrolado. Si le contaba la verdad, la mataría y desaparecería definitivamente. Y él sería el responsable. Daniel no podía hacer nada —no podía existir— sin ella. Le ardían las alas con solo pensarlo. Mejor protegerla durante un tiempo más.

—¡Qué bien te viene esto! —musitó Cam—. Espero que no la defraude.

Daniel no le hizo caso.

—¿De verdad crees que ella podrá estudiar en esa escuela sin distracciones?

—Sí —respondió Cam lentamente—. Siempre y cuando nosotros acordemos que no tenga distracciones externas. Es decir, ni Daniel ni Cam. Tiene que ser una regla cardinal.

¿No verla en dieciocho días? Daniel no se lo podía imaginar. Ni podía imaginarse tampoco que Luce se aviniera a ello. Acababan de encontrarse en esta vida y por fin tenían la ocasión de estar juntos. Pero, como siempre, si le explicaba los detalles la podría matar. No podía conocer sus vidas pasadas de boca de los ángeles. Luce no lo sabía, pero pronto estaría en condiciones de hacerse una idea de todo por sí misma.

La verdad oculta y, en concreto, lo que Luce pensaría de ello era algo que aterraba a Daniel. Sin embargo, el modo de liberarse de aquel ciclo horrible era que Luce lo descubriera todo por su cuenta. Por eso su experiencia en la Escuela de la Costa iba a ser crucial. Durante dieciocho días Daniel podría matar a todos los Proscritos que se encontrara. Pero en cuanto la tregua finalizara, todo volvería a quedar en manos de Luce. Y solo en manos de ella.

El sol se estaba poniendo detrás del monte Tamalpais, y la niebla de la tarde empezaba a asomar.

—Déjame llevarla a la Escuela de la Costa —dijo Daniel, a sabiendas de que sería su última ocasión de verla.

Cam lo miró de forma extraña, preguntándose si acceder. Por segunda vez, Daniel tuvo que forzar físicamente sus alas doloridas para que permanecieran ocultas bajo la piel.

—De acuerdo —accedió Cam al fin—, pero a cambio de la flecha estelar.

Daniel le entregó el arma, y Cam se la metió en el abrigo.

—Llévala a la escuela y después búscame. ¡No la fastidies! Estaré vigilando.

—¿Y luego?

—Tú y yo tenemos que ir de caza.

Daniel asintió y desplegó las alas saboreando el placer que aquel gesto le provocaba en todo el cuerpo. Se quedó de pie un momento, mientras hacía acopio de energía, notando la dura resistencia del viento contra su armadura. Era el momento de huir de esa escena maldita y desagradable y dejar que sus alas lo llevaran a un lugar donde podía ser él mismo.

Con Luce.

Y con la mentira con la que aún tendría que vivir durante algo más de tiempo.

—La tregua empieza mañana a medianoche —exclamó Daniel mientras levantaba una nube de arena en la playa al alzarse y planear por el cielo.

1

Dieciocho días

L
uce se había propuesto mantener los ojos cerrados durante las seis horas que duraba el vuelo que la llevaría de Georgia a California, en concreto hasta el momento en que las ruedas del avión tocaran San Francisco. Semidormida le resultaba más fácil imaginar que ya estaba de nuevo con Daniel.

Le parecía que llevaba toda la vida sin verlo, aunque en realidad solo habían sido unos días. Desde el viernes por la mañana, cuando se habían despedido en Espada & Cruz, ella se sentía físicamente mal. La ausencia de su voz, de su calor, del tacto de sus alas… había calado profundamente en ella, como si de una extraña enfermedad se tratase.

Entonces un brazo la rozó, y Luce abrió los ojos. Se encontró de cara con un chico de ojos grandes y pelo castaño algo mayor que ella.

—Lo siento —dijeron los dos a la vez separándose ligeramente a ambos lados del reposabrazos del avión.

Por la ventana, las vistas eran asombrosas. El avión había iniciado el descenso a San Francisco, y Luce nunca había visto nada semejante. Conforme recorrían el lado sur de la bahía, un afluente azul parecía hendir la tierra en su sinuoso camino hacia el mar. La corriente separaba un campo verde intenso a un lado y un remolino de color rojo vivo y blanco al otro lado. Apretó la frente contra el cristal doble de plástico para obtener una mejor perspectiva.

—¿Qué es eso? —se preguntó en voz alta.

—Sal —respondió el muchacho señalando con el dedo. Se inclinó más hacia ella—. La extraen del Pacífico.

Aquella respuesta era tan simple, tan… humana. A Luce le resultaba casi asombrosa después del tiempo pasado con Daniel y los demás… —qué torpe se sentía usando esas palabras de forma literal— ángeles y demonios. Dirigió de nuevo la mirada a esas aguas de color azul crepuscular que parecían extenderse para siempre hacia el oeste. Luce, que se había criado en la costa atlántica, asociaba ver el sol sobre las aguas con la mañana. Sin embargo, allí era casi de noche.

—No eres de aquí, ¿verdad? —le preguntó su compañero de asiento.

Luce negó con la cabeza, pero no dijo nada. Siguió mirando por la ventana. Aquella mañana, antes de partir de Georgia, el señor Cole le había advertido que no llamara la atención. A los demás profesores se les había dicho que los padres de Luce habían solicitado un traslado. Era mentira. Para los padres de Luce, para Callie y para cualquier otro conocido suyo, ella seguía matriculada en Espada & Cruz.

Semanas atrás, algo así la habría enfurecido. Pero lo ocurrido los últimos días en Espada & Cruz había hecho que Luce se tomara las cosas con mayor seriedad. Había vislumbrado de forma fugaz otra vida, una de las muchas que había compartido con Daniel en otros tiempos. Había descubierto un amor más importante para ella que cualquier otra cosa. Y luego había visto todo aquello amenazado por una anciana loca armada con un puñal en quien había creído poder confiar.

Allí fuera había más personas como la señorita Sophia. Luce lo sabía. Pero nadie le había dicho cómo reconocerlas. La señorita Sophia le había parecido normal hasta el final. Luce se preguntó si los demás tendrían la misma apariencia inocente que ese chico de pelo castaño que estaba sentado a su lado. Tragó saliva, cruzó las manos sobre el regazo e intentó pensar en Daniel.

Él la llevaría a un lugar seguro.

Se lo imaginó esperándola sentado en uno de esos asientos grises de plástico de los aeropuertos, todo lo rubio que era y con los codos sobre las rodillas, balanceándose en sus deportivas Converse de color negro y alzándose a cada minuto para pasear en torno a la cinta transportadora.

Cuando el avión tomó tierra se produjo una sacudida, y de pronto se sintió nerviosa. ¿Se mostraría él tan feliz de verla como ella de verlo a él?

Se concentró en la tela de color marrón y beige del asiento de delante. Sintió el cuello rígido a causa del vuelo prolongado y notó que su ropa tenía el olor viciado y cargado del avión. La tripulación de tierra, enfundada en sus uniformes de color azul marino y situada al otro lado de la ventana, parecía tomarse un tiempo extrañamente largo para conducir al avión hasta la pasarela. Luce sacudió las rodillas en un gesto de impaciencia.

—Supongo que pasarás en California una buena temporada, ¿no es así?

Su vecino le dirigió una sonrisa perezosa que solo consiguió que Luce tuviera más ganas todavía de levantarse.

—¿Por qué lo dices? —preguntó ella rápidamente—. ¿Qué te hace pensar eso?

Él parpadeó.

—Lo digo por esa enorme bolsa de viaje roja y todo eso.

Luce se distanció un poco. No había reparado en ese chico hasta hacía dos minutos, cuando la había despertado con un codazo. ¿Cómo podía saber él el equipaje que llevaba?

—¡Oh, no! ¡No pienses mal! —Le dirigió una mirada extrañada—. Es que estaba detrás de ti en la cola de facturación.

Luce sonrió incómoda.

—Tengo novio. —La frase le salió casi sin pensarlo. Al instante, se sonrojó.

El muchacho carraspeó.

—Lo he captado.

Luce hizo una mueca de disgusto. No sabía por qué le había dicho eso. No quería parecer grosera, pero cuando se apagó la luz de cinturones abrochados no deseó otra cosa más que apartarse cuanto antes de aquel chico y salir del avión. Él seguramente tenía la misma idea, porque dio unos pasos atrás por el pasillo e hizo un gesto con la mano en dirección hacia delante. Luce se abrió camino con la máxima educación que le fue posible y se dirigió rápidamente hacia la salida.

Sin embargo, aquello solo le sirvió para verse atrapada en el cuello de botella provocado por la lentitud agonizante de la pasarela. Mientras maldecía en silencio a todos esos californianos de actitud despreocupada que arrastraban los pies delante de ella, Luce se puso de puntillas y se balanceó sobre un pie y el otro. Cuando llegó al edificio de la terminal estaba ya medio loca de impaciencia.

Por fin podía moverse. Ágilmente se abrió paso entre la multitud y se olvidó del muchacho del avión. Se olvidó de sentirse nerviosa por no haber estado nunca en California, por no haber viajado más allá del oeste de Branson, en Missouri, en una ocasión en que sus padres la llevaron a ver una actuación de Yakov Smirnoff. Y, por primera vez en muchos días, se olvidó un poco de las cosas horribles que había visto en Espada & Cruz. Se encaminó hacia lo único en el mundo que podía reconfortarla. Lo único capaz de hacerle sentir que, pese a toda la angustia que había pasado, pese a todas las sombras, a la batalla irreal en el cementerio, y, lo peor, pese al dolor por la muerte de Penn, tal vez merecía la pena seguir con vida.

Estaba ahí.

Sentado como había imaginado que estaría, en el último de los asientos grises e insulsos dispuestos en filas, junto a una puerta corredera automática que no dejaba de abrirse y cerrarse a su espalda. Por un segundo, Luce se quedó quieta y disfrutó de aquella visión.

Daniel llevaba unas chancletas y unos vaqueros oscuros que ella nunca le había visto antes, y una camiseta roja holgada rota a la altura del bolsillo delantero. Era el de siempre, pero había algo distinto en él. Parecía más relajado que cuando se habían despedido días antes. ¿Acaso era porque lo había echado tanto de menos, o realmente su piel estaba más radiante de lo que recordaba? Daniel levantó la mirada y la vio por fin. Su sonrisa prácticamente resplandecía.

Luce echó a correr hacia él. Al cabo de un segundo, Daniel la estaba rodeando con sus brazos, mientras ella hundía el rostro en su pecho y dejaba escapar un suspiro largo y profundo. Su boca encontró la de él y se fundieron en un beso. En brazos de Daniel, se sintió relajada y feliz.

Aunque hasta ese momento no se había dado cuenta, sin duda una parte de ella se había estado preguntando si lo volvería a ver, si todo aquello no habría sido más que un sueño. El amor que sentía, el amor con el que Daniel le correspondía, le seguía pareciendo poco real.

Atrapada aún en su beso, Luce le pellizcó suavemente el bíceps. No era un sueño. Por primera vez en no sabía cuánto tiempo, se sintió en casa.

—Estás aquí —le susurró él al oído.

—Tú estás aquí.

—Los dos estamos aquí.

Se echaron a reír, besándose, engullendo todos y cada uno de los vestigios de dulce incomodidad que les provocaba el reencuentro. Sin embargo, cuando Luce menos lo esperaba, su risa se convirtió en llanto. Intentaba encontrar un modo de expresar lo duro que le había resultado sobrellevar esos días sin él, sin nadie, medio dormida y apenas consciente de que todo había cambiado. Pero en brazos de Daniel no lograba encontrar las palabras adecuadas.

—Lo sé —dijo él—. Recojamos el equipaje y vámonos.

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