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Authors: Angie Sage

Septimus (12 page)

BOOK: Septimus
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Por fin, el aprendiz se atrevió a gritarle al cazador:

—¿Se ha dado cuenta de que el nombre del barco está al revés?

—No intentes hacerte el listo conmigo, chico.

La vista del cazador era buena, pero tal vez no tan buena como la de un muchacho de diez años y medio cuyo entretenimiento era coleccionr y clasificar hormigas. No en vano el aprendiz se había pasado horas en la cámara oscura de su amo, oculto en las Malas Tierras, mirando el río. Sabía los nombres y las historias de todos los barcos que navegaban por allí. Sabía que el barco que habían estado persiguiendo antes de la niebla era el Muriel, construido por Rupert Gringe y alquilado para la pesca del arenque. También sabía que después de la niebla el barco se llamaba leiruM, y el leiruM era una imagen especular del Muriel. Y había sido aprendiz de DomDaniel lo suficiente como para saber exactamente lo que significaba.

El leiruM era una proyección, una aparición, un fantasma y una ilusión.

Por suerte para el aprendiz, que estaba a punto de informar al cazador de este interesante hecho, en el mismo momento, en el auténtico Muriel, Maxie lamió la mano de Marcia a la manera simpática y babosa de los perros lobo. Marcia se estremeció ante la saliva cálida del perro, perdió la concentración por un segundo y el leiruM desapareció por un instante ante los propios ojos del cazador. El barco rápidamente reapareció de nuevo, pero demasiado tarde. El leiruM se había delatado.

El cazador gritó de rabia y dio un puñetazo sobre la caja de las balas. Luego volvió a gritar, esta vez de dolor. Se había roto su quinto metacarpiano, el meñique. Y le dolía. Cogiéndose la mano, el cazador gritó a los remeros:

—¡Dad media vuelta, idiotas!

El barco bala se detuvo, los remeros dieron la vuelta a sus asientos y cansinamente empezaron a remar en dirección contraria. El cazador se encontró en la parte de atrás del barco. Para su deleite, el aprendiz estaba ahora delante.

Pero el barco bala no era la máquina eficaz que había sido. Los remeros se fatigaban rápidamente y no admitían de buena gana que les insultase a gritos un supuesto asesino cada vez más histérico. El ritmo de su bogar fallaba y el suave movimiento del barco bala era cada vez más irregular e incómodo.

El cazador se sentaba con el ceño fruncido en la parte trasera del barco. Sabía que, por cuarta vez en aquella noche, el rastro se había enfriado. La caza se estaba poniendo fea.

Sin embargo, el aprendiz estaba disfrutando del giro que habían dado las cosas. Se sentaba en lo que ahora era la proa y, un poco como Maxie, metía la nariz en el aire y disfrutaba de la sensación del aire de la noche pasando veloz a su alrededor. También se sentía aliviado de poder hacer su trabajo; su amo estaría orgulloso. Se imaginaba al lado de su amo, explicándole cómo había detectado una proyección diabólica y los había sacado del apuro. Tal vez eso haría que su amo dejara de estar tan decepcionado por su falta de talento mágico. Lo intentó, pensó el aprendiz, realmente lo intentó, pero de algún modo, nunca tuvo demasiado de eso, fuera lo que fuese.

Fue Jenna quien vio la temible luz del proyector acercándose en una curva lejana.

—¡Están aquí de nuevo! —gritó.

Marcia dio un salto; perdida por completo la proyección y lejos del puerto, el leiruM y su tripulación habían desaparecido para siempre, para conmoción de un pescador solitario que estaba en el muro del puerto.

—Tenemos que esconder el barco —sugirió Nicko, subiendo y corriendo por la orilla cubierta de hierba seguido por Jenna.

Silas empujó a Maxie fuera del barco y le dijo que se tumbara. Luego ayudó a salir a Marcia, y el Muchacho 412 salió tras ella.

Marcia se sentó en la herbosa orilla del Dique Profundo, decidida a conservar sus zapatos púrpura de pitón secos tanto tiempo como le fuera posible. Todos los demás, incluido el Muchacho 412, para sorpresa de Jenna, se metieron en el agua profunda y empujaron el Muriel para liberarlo de la arena, de modo que volvía a estar a flote. Luego Nicko cogió un cabo y arrastró el Muriel por el Dique Profundo hasta que dio la vuelta a un recodo y ya no se divisó desde el río. La marea estaba bajando, y el Muriel flotaba bajo en el dique, con el corto mástil oculto por las cada vez más escarpadas riberas.

El sonido del cazador gritando a los remeros se transmitía por el agua, y Marcia asomó la cabeza por encima del dique para ver lo que estaba ocurriendo. Nunca había visto nada parecido. El cazador estaba precariamente de pie en la parte trasera del barco bala, gesticulando furiosamente con un brazo. No dejaba de dirigir un incesante aluvión de insultos a los remeros, que habían perdido todo sentido del ritmo y dejaban que el barco bala zigzagueara sobre el agua.

—No debería hacer esto —dijo Marcia—, en verdad no debería. Es mezquino y vengativo y degrada el poder de la Magia, pero no me importa.

Jenna, Nicko y el Muchacho 412 corrieron a la cima del dique para ver lo que Marcia estaba a punto de hacer. Mientras observaban, Marcia apuntó con el dedo al cazador y mur-muró:

—¡Zambullir!

Durante una décima de segundo el cazador se sintió extraño, como si estuviera a punto de hacer algo muy estúpido, lo cual así era. Por algún motivo que no lograba comprender, levantó los brazos con elegancia sobre la cabeza y cuidadosamente apuntó las manos hacia el agua. Luego lentamente dobló las rodillas y se zambulló limpiamente desde el barco bala, realizando una hábil voltereta antes de aterrizar perfectamente en la refrescante agua helada.

A regañadientes y con una exagerada lentitud, los remeros hicieron marcha atrás y ayudaron al jadeante cazador a volver a subir al barco.

—No debió hacer eso, señor —dijo el remero número diez—. No con este tiempo.

El cazador no podía responder. Le castañeteaban tan fuerte los dientes que apenas podía pensar y mucho menos hablar. Le colgaban las ropas húmedas mientras tiritaba violentamente en el frío aire nocturno. Supervisaba sombríamente el marjal donde estaba seguro que su presa había huido, pero no veía signo alguno de ella. Como avezado cazador que era, sabía que no debía aventurarse en los marjales Marram a pie en mitad de la noche. No había nada que hacer: el rastro estaba perdido definitivamente y debía regresar al Castillo.

Mientras el barco bala hacía su largo y gélido viaje de regreso al Castillo, el cazador se acurrucó en la parte de atrás, cogiéndose el dedo roto y contemplando las ruinas de su cacería y de su reputación.

—Lo tiene merecido —dijo Marcia—, ese horrible hombrecito.

—No es del todo profesional —retumbó una voz desde el fondo del dique—, pero es del todo comprensible, querida. En años mozos yo habría estado tentado de hacer lo mismo.

—¡Alther! —exclamó Marcia sonrojándose un poco.

15. MEDIANOCHE EN LA PLAYA.

—¡Tío Alther! —gritó Jenna de felicidad. Bajó con dificultad a la orilla y se acercó a Alther, que estaba de pie en la playa contemplando, meditabundo, la caña de pescar que sostenía.

—¡Princesa! —saludó encantado Alther, y le dio un abrazo fantasmal que Jenna siempre percibía como si la atravesase una cálida brisa de estío.

—¡Vaya, vaya! —Exclamó Alther—. Solía venir aquí a pescar cuando era un chaval y también he traído la caña de pescar. Esperaba encontraros a todos aquí.

Jenna se puso a reír; no podía creer que el tío Alther hubiera sido chaval alguna vez.

—¿Vas a venir con nosotros, tío Alther? —le preguntó.

—Lo siento, princesa. No puedo. Ya conoces las reglas de la fantasmez:
Un fantasma solo puede pisar una vez más allí donde, vivo, fue a caminar.

»Y, por desgracia, de joven nunca fui más allá de esta playa. Tenía demasiados buenos peces, ¿sabes? Pero... —prosiguió Alther cambiando de tema— ¿es una cesta de la merienda eso que veo en el fondo del barco?

Bajo un empapado rollo de cabos estaba la cesta de la merienda que Sally Mullin les había preparado. Silas la cogió.

—¡Oh, mi espalda! —se lamentó—. ¿Qué ha metido en ella? Levantó la tapa—. ¡Ah, eso lo explica todo! —suspiró—. Lo ha llenado de pastel de cebada. Pero ha hecho de buen lastre.

—Papá —protestó Jenna—. No seas malo. Además, a nosotros nos gusta el pastel de cebada, ¿verdad, Nicko?

Nicko hizo una mueca, pero el Muchacho 412 parecía esperanzado. Comida. Estaba tan hambriento que ni siquiera recordaba la última vez que había comido. ¡Ah, sí, un cuenco de gachas frías y grumosas justo antes de que pasaran lista a las seis de la mañana! Parecía haber pasado toda una vida.

Silas levantó las demás cosas bastante espachurradas que había bajo el pastel de cebada: una caja de yesca y astillas secas para encender el fuego, una lata de agua, un poco de chocolate, azúcar y leche. Se puso a hacer un fueguecito y colgó la lata de agua encima con objeto de hervirla, mientras todos se congregaban alrededor de las parpadeantes llamas para calen¬tarse las manos frías, al tiempo que comían las gruesas porciones de pastel.

Incluso Marcia ignoró la famosa tendencia del pastel de Cebada a pegarse en los dientes y comió casi una porción entera. El Muchacho 412 engulló su parte y se acabó todos los pedacitos que dejaron los demás. Luego se tumbó en la arena húmeda y se preguntó si alguna vez podría volver a moverse, se sentía como si alguien le hubiera echado cemento encima.

Jenna metió la mano en el bolsillo y sacó a Petroc Trelawney. Estaba sentado muy quieto y callado en su mano; Jenna lo acarició amorosamente y Petroc sacó sus cuatro patas regordetas y las movió en vano en el aire; estaba tumbado boca arriba como un escarabajo varado.

—¡Yepa!, me equivoqué de lado —se rió Jenna. Lo puso del lado bueno y Petroc Trelawney abrió los ojos y parpadeó despacio.

Jenna se puso una miga de pastel de cebada en el pulgar y se la ofreció a la piedra mascota.

Petroc Trelawney volvió a parpadear; miró el pastel de cebada y luego mordisqueó delicadamente la miga de pastel. Jenna estaba emocionada.

—¡Se lo está comiendo! —exclamó.

—Sí —afirmó Nicko—, pastel de piedra para una piedra mascota. Perfecto.

Pero ni siquiera Petroc Trelawney pudo con más de una gran miga de pastel de cebada. Miró a su alrededor durante unos minutos; luego cerró los ojos y se volvió a dormir en la calidez de la mano de Jenna.

Pronto, el agua de la lata que pendía sobre el fuego rompió a hervir, Silas mezcló los cuadrados de chocolate oscuro en ella y añadió leche. Lo mezcló tal y como le gustaba a él y, cuando estaba a punto de volver a hervir, echó el azúcar y lo movió.

—Es el mejor chocolate caliente que he probado en mi vida —dictaminó Nicko. Nadie discrepó y la lata, que fue circulando, se acabó demasiado pronto.

Mientras todo el mundo comía, Alther había estado practicando, con preocupación, su técnica de lanzar la caña y cuando vio que habían acabado, se dirigió flotando hasta el fuego. Parecía serio.

—Ha pasado algo desde que os fuisteis —anunció con serenidad.

Silas notó un peso sacudiéndole la base del estómago y no era el pastel de cebada: era el miedo.

—¿Qué ha pasado, Alther? —preguntó Silas terriblemente seguro de que iba a oír que habían capturado a Sarah y a los niños.

Alther sabía lo que Silas estaba pensando.

—No es eso, Silas —le tranquilizó—. Sarah y los chicos están bien, pero lo ocurrido es muy malo. DomDaniel ha regresado al Castillo.

—¿Qué? —exclamó Marcia—. No puede regresar. Yo soy la maga extraordinaria... Yo tengo el amuleto. Y he dejado la torre llena de magos; hay suficiente Magia en esa torre como para mantener a la vieja gloria enterrado en las Malas Tierras, que es adonde pertenece. ¿Estás seguro de que ha vuelto, Alther? ¿No será ninguna broma que el custodio supremo, esa pequeña rata repugnante, está gastando mientras estoy fuera?

—No es ninguna broma, Marcia —afirmó Alther—. Lo he visto con mis propios ojos. En cuanto el Muriel bordeó la roca del cuervo, él se materializó en el patio de la Torre del Mago. Todo el lugar crepitaba con la magia negra. Olía terriblemente. A los magos les entró pánico, y echaron a correr por todas partes, como una colonia de hormigas cuando amenazas su hormiguero.

—¡Qué vergonzoso! ¿En qué estarían pensando? No sé, la calidad del mago ordinario medio es espantosa hoy día —comentó Marcia dirigiendo una mirada hacia Silas—. ¿Y dónde estaba Endor? Se suponía que ella tenía que ser mi suplente... ¿No me digas que a Endor también le entró pánico?

—No. No le entró. Salió y se enfrentó a él. Puso unos barrotes en las puertas de la torre.

—Oh, gracias al cielo. La torre está a salvo —suspiró Marcia con alivio.

—No, Marcia, no lo está. DomDaniel derribó a Endor con un rayocentella. Está muerta. —Alther hizo un nudo particularmente complicado en su hilo de pescar—. Lo siento.

—Muerta... —murmuró Marcia.

—Entonces, DomDaniel echó a los magos.

—¿A todos? ¿Adonde?

—Todos ellos salieron disparados hacia las Malas Tierras... No pudieron hacer nada. Espero que los tenga en una de sus madrigueras.

—¡Oh, Alther!

—Entonces el custodio supremo, ese horrible hombrecito, llegó con su séquito haciendo reverencias y genuflexiones y prácticamente babeando encima de su amo. Lo siguiente que sé es que escoltó a DomDaniel a la Torre del Mago y subió a... ejem... bueno, subió a tus aposentos.

—¿Mis aposentos? ¿DomDaniel en mis aposentos?

—Bueno, te alegrará saber que no estaba en el mejor estado cuando llegó arriba, pues tuvo que subir caminando hasta allí. Ya no quedaba suficiente Magia para hacer funcionar la escalera, ni ninguna otra cosa de la torre, para el caso.

Marcia sacudió la cabeza con incredulidad.

—Nunca pensé que DomDaniel pudiera hacer esto. Nunca.

—No, yo tampoco —dijo Alther.

—Yo creí —dijo Marcia— que mientras nosotros los magos pudiéramos resistir hasta que la princesa fuera lo bastante mayor como para ceñir la corona, todo iría bien. Luego podríamos librarnos de esos custodios, del ejército joven y de toda la repugnante Oscuridad que infesta el Castillo y hace tan desgraciadas las vidas de la gente.

—Yo también —coincidió Alther—. Pero seguí a DomDaniel escaleras arriba. Estaba parloteando con el custodio supremo acerca de que no podía creerse su suerte: no solo habías abandonado el Castillo, sino que te habías llevado contigo el único obstáculo para su regreso.

—¿Obstáculo?

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