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Authors: Esther y Jerry Hicks

Tags: #Autoayuda, Cuento

El libro de Sara (2 page)

BOOK: El libro de Sara
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—No, señor —musitó Sara, hundiéndose en su asiento.

—¿Qué has dicho, Sara? —preguntó el maestro con aspereza.

—He dicho que no, señor, que no sé la respuesta a esa pregunta —contestó Sara levantando más la voz.

Pero el señor Jorgensen no había terminado aún con ella.

—¿Sabes la pregunta, Sara?

La niña se sonrojó abochornada. No tenía la más remota idea de cuál era la pregunta. Había estado absorta en sus pensamientos, en su propio mundo.

—¿Me permites que te de un consejo, Sara?

Sara no levantó la vista, porque sabía que, tanto si se lo permitía como si no, el señor Jorgensen soltaría lo que quería decirle.

—Te aconsejo, señorita, que dediques más tiempo a pensar en las cosas importantes que comentamos en clase en lugar de distraerte mirando por la ventana y pensando en tonterías. Procura asimilar las lecciones con esa cabeza de chorlito que tienes.

Más risotadas.

«¿Cuándo se acabará la clase?».

En aquel momento sonó, por fin, el timbre. Sara echó a andar lentamente hacia su casa, observando cómo sus botas rojas se hundían en la nieve. Se alegraba de que nevara. Se alegraba de estar tranquila y a solas.

Se alegraba de tener la oportunidad de enfrascarse en la privacidad de sus pensamientos durante la caminata de tres kilómetros a casa.

Observó que el lecho del río debajo del puente de la calle Mayor estaba casi completamente cubierto de hielo y pensó en bajar a comprobar el grosor del hielo, pero decidió dejado para otro día. Contempló el agua que fluía debajo de la capa de hielo y sonrió al pensar en los numerosos rostros que mostraba el río a lo largo del año. Lo más divertido del trayecto a casa era atravesar el puente tendido sobre el río. Siempre ocurría algo interesante en ese lugar.

Después de cruzar el puente, Sara alzó la vista por primera vez desde que había salido del patio de la escuela y sintió cierta tristeza al pensar que sólo faltaban dos manzanas para que su apacible caminata a casa concluyera. Aminoró el paso para saborear la paz que había recuperado, tras lo cual se volvió y caminó unos metros hacia atrás, contemplando de nuevo el puente.

—¡Paciencia! —dijo Sara suspirando suavemente al enfilar el camino de grava de su casa. Se detuvo en los escalones de entrada para desprender un trozo grande de hielo con la bota y lo lanzó de un puntapié sobre un montón de nieve. Luego se quitó las botas mojadas y entró en casa.

Sara cerró la puerta sigilosamente y colgó su grueso y empapado abrigo en el perchero, procurando hacer el menor ruido posible. No se parecía en nada a los otros miembros de su familia, que al entrar gritaban a voz en cuello: «¡Ya estoy aquí!». «Me gustaría ser una ermitaña —pensó al atravesar la salita de estar para dirigirse a la cocina— una ermitaña tranquila y feliz, que Piensa, que habla o no dice nada, que elige ella misma todo lo que quiere hacer cada día de su vida. ¡Sí!».

Capítulo tres

De lo único que Sara era consciente, mientras yacía de espaldas en el suelo cubierto de barro, frente a su taquilla, era de que el codo le dolía mucho. Caerse siempre produce una conmoción. Ocurre en un abrir y cerrar de ojos. Te diriges apresuradamente a ocupar tu pupitre en la clase antes de que suene el timbre, cuando de pronto das un traspiés y te encuentras tumbada boca arriba en el suelo, inmóvil, sorprendida y con todo el cuerpo molido. Y lo peor que puede pasarte es caerte en la escuela, delante de todos.

Al alzar los ojos Sara vio un mar de rostros que la observaban con expresión divertida, sonriendo despectivamente, riendo disimuladamente o carcajeándose de ella. ¡Como si a ellos no les hubiera ocurrido nunca nada parecido! Después de darse cuenta de que no existía nada tan divertido como un hueso roto o una herida sangrando, o una víctima retorciéndose de dolor, la multitud se dispersó y los morbosos compañeros de Sara regresaron a sus respectivas aulas.

Un brazo enfundado en un jersey azul se inclinó sobre ella y una mano le tomó la suya para ayudarla a incorporarse al tiempo que la voz de una niña le preguntaba:

—¿Estás bien? ¿Quieres levantarte?

«No, pensó Sara, quiero esfumarme», pero como eso era imposible y la multitud de curiosos ya se había dispersado, sonrió tímidamente mientras Ellen la ayudaba a ponerse de pie. Sara nunca había hablado con Ellen, aunque la había visto por los pasillos de la escuela. Ellen iba dos cursos más adelantada que Sara y hacía sólo un año que estudiaba en su escuela. En realidad, Sara apenas sabía nada sobre Ellen, pero era normal. Los niños mayores no se trataban con los más pequeños. Existía una ley no escrita al respecto. Pero Ellen sonreía siempre, y aunque tenía pocos amigos y casi siempre andaba sola, parecía feliz. Quizás era por eso que Sara se había fijado en ella. Sara también era una niña solitaria. Prefería andar sola.

—Cuando llueve estos suelos se ponen muy resbaladizos —comentó Ellen—. Lo raro es que no se caiga más gente aquí.

Todavía un poco aturdida, y tan avergonzada que apenas podía articular palabra, Sara no prestó atención a las palabras que pronunciaba Ellen, pero el tono de su voz le hizo sentirse mejor. A Sara le chocó comprobar que se sentía tan impresionada por otra persona. Era raro que prefiriera las palabras pronunciadas por otra persona a la paz que le producía sumirse en sus propios pensamientos. Sí, era una sensación muy extraña.

—Gracias —murmuró Sara mientras trataba de quitarse el barro que tenía adherido a la falda.

—Cuando se seque tendrá mejor aspecto —comentó Ellen.

A Sara volvió a impresionarle no lo que dijo Ellen, unas palabras normales y corrientes, sino la forma en que las había dicho. La voz sosegada y clara de Ellen alivió un poco la sensación de tragedia y trauma que padecía Sara, eliminando su enorme bochorno y dándole renovada energía.

—En realidad no importa —respondió Sara. Más vale que nos apresuremos si no queremos llegar tarde.

Cuando ocupó su pupitre —con el codo dolorido, con la ropa manchada, los cordones de los zapatos desatados y el pelo lacio y castaño cayéndole desordenado sobre los ojos— se sintió mejor de lo que jamás se había sentido en clase. No era lógico, pero era así.

Aquel día, la caminata de regreso a casa después de clase fue distinta. En lugar de enfrascarse en sus apacibles pensamientos, sin apenas fijarse en nada salvo el estrecho sendero que discurría ante ella en la nieve, Sara se sentía pletórica de energía y animada.

Como le apetecía cantar, se puso a cantar. Avanzaba alegremente por el camino tarareando una conocida canción y observando a las gentes del pequeño pueblo ocupándose de sus quehaceres. Al pasar frente al único restaurante del pueblo, a Sara se le ocurrió detenerse para merendar después de clase. A menudo le bastaba con comerse un donut cubierto de chocolate, un cucurucho de helado o una pequeña porción de patatas fritas para distraerse unos momentos y dejar de pensar en la larga y monótona jornada que había pasado en la escuela…

«Todavía me queda toda la paga semanal» pensó Sara, deteniéndose en la acera frente al pequeño café, dudando si entrar. Por fin decidió no hacerlo, recordando las palabras que su madre le repetía con frecuencia: «Si meriendas se te quitarán las ganas de cenar».

Sara no comprendía esas palabras, porque siempre tenía ganas de comer cuando le ofrecían algo que estaba rico. Sólo cuando la comida no tenía un aspecto apetecible, o, peor aún, cuando no olía bien, encontraba algún pretexto para rechazarla o comer sólo un par de bocados. «Yo creo que son los otros los que me quitan las ganas de comer», pensó Sara, sonriendo mientras reemprendía el camino hacia su casa. De todos modos hoy no necesitaba nada, porque todo iba como la seda en el mundo de Sara.

Capítulo cuatro

Sara se detuvo en el puente de la calle Mayor, para comprobar si el hielo que cubría el río tenía el suficiente grosor para atravesado a pie. Vio unas pocas aves posadas sobre el hielo y las huellas de un perro grande en la nieve que lo cubría, pero observó que la capa de hielo aún no era lo bastante gruesa para soportar su peso, cargada como iba con su pesado abrigo, sus botas y su voluminosa cartera llena de libros.

«Más vale que espere un poco», pensó mientras contemplaba el río helado a sus pies. Asomada sobre el hielo, apoyada en la herrumbrosa barandilla que creía que había sido instalada allí para su uso y disfrute, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo, Sara decidió quedarse un rato admirando el espléndido río. Depositó la cartera a sus pies y se apoyó contra la herrumbrosa barandilla de metal, su lugar favorito. Descansando apoyada en la barandilla, disfrutando del paisaje, Sara sonrió al recordar el día en que el camión cargado de heno del señor Jackson transformó una parte de la vieja barandilla en un magnífico observatorio, cuando el señor Jackson pisó bruscamente el freno en la carretera húmeda y helada para evitar atropellar a Harvey, el perro salchicha de la señora Peterson. Todos los habitantes de la población comentaron durante meses el episodio, recalcando la suerte que había tenido el señor Jackson de que su camión no se precipitara en el río. A Sara le chocaba la manía que tenía la gente de exagerar las cosas y hacer que parecieran mas serias de lo que eran en realidad. Si el camión del señor Jackson se hubiera precipitado al río, la situación habría sido muy distinta. Estaría justificado el follón que se había armado. O bien si el señor Jackson se hubiera caído al río y se hubiera ahogado, habrían tenido motivos de hablar sobre el asuntó. Pero el señor Jackson no se había caído al río. Por lo que sabía Sara, no había ocurrido nada grave. El camión no había sufrido daños. El señor Jackson tampoco se había lastimado. Harvey se había llevado un buen susto y su dueña no lo dejó salir de casa durante varios días, pero no le había pasado nada. «A la gente le gusta preocuparse porque sí», pensó Sara. Pero le entusiasmó descubrir el nuevo observatorio sobre el río.

Debido al impacto, los grandes y recios postes de acero habían quedado combados, formando una especie de plataforma sobre el agua. Era tan perfecta, que parecía construida expresamente para satisfacer y alegrar a Sara. Apoyada en la barandilla, contemplando el río aguas abajo, Sara observó el gigantesco tronco que flotaba en la superficie, lo cual también le hizo sonreír. Otro «accidente» que le venía de perilla.

Una fuerte ventolera había dañado uno de los grandes árboles que crecían en una de las orillas del río. De modo que el agricultor dueño del terreno había reunido a unos voluntarios de la población y habían podado todas las ramas del árbol, antes de talarlo. Sara no entendía por qué se había organizado aquel revuelo. A fin de cuentas, se trataba tan sólo de un inmenso y vetusto árbol.

Su padre no la había dejado aproximarse lo suficiente para oír lo que decían los hombres, pero Sara había oído comentar a uno de ellos que les preocupaba que el tendido eléctrico estuviera cerca del árbol. Pero en esos momentos las grandes sierras mecánicas habían empezado a funcionar y el ruido había impedido a Sara oír el resto de la conversación, de modo que había seguido observando a cierta distancia el gran acontecimiento, junto con la mayoría de habitantes del pueblo.

De pronto las sierras mecánicas enmudecieron y Sara oyó gritar a alguien: «¡Dios mío! ¡NO!». La niña recordó que se había tapado los oídos y había cerrado los ojos. Cuando el gigantesco árbol cayó, tuvo la sensación de que un terremoto había sacudido el pueblo, pero al abrir los ojos emitió una exclamación de gozo al contemplar el perfecto puente creado por el tronco que comunicaba los pequeños senderos situados a ambos lados del río.

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