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Authors: Esther y Jerry Hicks

Tags: #Autoayuda, Cuento

El libro de Sara (4 page)

BOOK: El libro de Sara
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—Debo de estar loca —murmuró para sí mientras se adentraba en el bosquecillo dejando sus huellas profundamente impresas en la nieve. Busco a un estúpido búho que probablemente ni siquiera existe. Bueno, si no lo encuentro enseguida, me marcho. No quiero que Jason sepa que he venido ni que siento interés por esa ave.

Sara se detuvo y aguzó el oído. El silencio era tan denso que hasta oía su propia respiración. No vio a ningún animal. Ni un ave ni una ardilla. Nada. De no ser por las huellas que Jason, ella y el perro habían dejado allí el día anterior, Sara habría pensado que era la única criatura viva en el planeta. Era un maravilloso día de invierno. El sol había lucido con fuerza durante toda la tarde y la húmeda capa superior de la nieve relucía al tiempo que se fundía lentamente. Todo resplandecía. Por lo general, un día así hacía que Sara se sintiera animada. No había nada mejor que pasear sola, absorta en sus pensamientos, en un día tan hermoso como éste. Pero estaba enfadada. Había confiado en dar fácilmente con Salomón. La perspectiva de ir al bosquecillo y encontrar a esa misteriosa ave había despertado su interés, pero en esos momentos, al encontrarse sola ahí, sumergida hasta las rodillas en la nieve, Sara se sintió ridícula.

—¿Pero dónde se habrá metido ese búho? ¡Qué más da! ¡Me voy a casa!

Decepcionada, Sara se detuvo en medio del bosquecillo sintiéndose rabiosa, agobiada y un tanto confundida. De pronto, cuando empezó a retroceder sobre sus pasos para salir del bosquecillo por el mismo lugar por el que había entrado, se paró en seco pensando en que quizá llegaría antes a su casa si atravesaba el prado y enfilaba por el atajo, como solía hacer durante los meses estivales. «Seguro que el río ya se habrá congelado. Quizá pueda atravesarlo por un lugar donde se estrecha», pensó pasando por debajo de la rudimentaria alambrada.

A Sara le chocó comprobar lo desorientada que se sentía en invierno en ese lugar. Había cruzado ese prado centenares de veces. Era el prado al que su tío llevaba a pacer a su caballo durante los meses estivales. Pero todo tenía un aspecto muy distinto, pues los puntos de referencia que utilizaba Sara estaban sepultados debajo de la nieve.

En ese lugar, el río estaba completamente helado y cubierto por una capa de nieve de varios centímetros de espesor. Sara se detuvo, tratando de recordar dónde se hallaba el punto más estrecho del río. De pronto sintió que el hielo cedía bajo ella y antes de que pudiera reaccionar, cayó de espaldas sobre la precaria capa de hielo y la gélida agua del río empapó rápidamente sus ropas. Sara recordó el maravilloso viaje que había realizado hacía un tiempo, flotando boca arriba en el río, y durante unos instantes sintió pánico al imaginar que pudiera repetirse la experiencia, pero en esta ocasión las heladas aguas la transportarían río abajo, hacia una muerte segura.

—¿Has olvidado que no puedes ahogarte? —preguntó una amable voz procedente de un lugar situado sobre la cabeza de Sara.

—¿Quién eres? —inquirió Sara mirando a su alrededor, escudriñando los desnudos árboles y achicando los ojos para protegerse del resplandor del sol que se reflejaba sobre el nevado terreno circundante—. Quienquiera que seas, ¿por qué no me ayudas a salir de aquí? —pensó postrada sobre el hielo que empezaba a resquebrajarse, temiendo que el menor movimiento hiciera que éste cediera bajo su peso.

—El hielo te sostendrá. Colócate boca abajo; incorpórate sobre las rodillas y arrástrate hasta aquí —dijo su misterioso amigo.

Sin alzar la vista, Sara se colocó boca abajo y se incorporó lentamente de rodillas. Luego, con cautela, empezó a arrastrarse hacia el lugar del que provenía la voz.

Sara no tenía ganas de conversar. No era el momento oportuno. Estaba empapada, aterida de frío y rabiosa consigo misma por haber cometido tamaña estupidez. Lo único que le preocupaba, en esos momentos, era llegar a casa y cambiarse de ropa antes de que alguien de su familia regresara y la encontrara con la ropa chorreando.

—Tengo que irme —dijo Sara.

Entrecerrando los ojos para protegerse del sol miró hacia el punto donde creía haber oído la voz. Luego empezó a retroceder sobre sus pasos, tiritando y furiosa por haber tomado la estúpida decisión de atravesar el río. De pronto reparó en algo.

—¡Eh! ¿Cómo sabes que no puedo ahogarme? —Pero nadie respondió a su pregunta—. ¿Dónde te has metido? ¡Eh, tú! ¿Dónde estás? —gritó Sara.

En éstas, el ave más gigantesca que jamás había visito alzó el vuelo desde la copa de un árbol, elevándose por el aire, describió un círculo sobre el bosquecillo y el prado, y desapareció en dirección del sol. Sara se quedó estupefacta, mirando hacia el cielo con los párpados entornados para evitar que la deslumbrara el sol. «¡Salomón!».

Capítulo siete

Sara despertó a la mañana siguiente y, como de costumbre, se arrebujó debajo las mantas, resistiéndose a enfrentarse a un nuevo día. De improviso se acordó de Salomón. «Salomón —pensó— ¿te he visto o te he soñado?».

Pero entonces, al despabilarse, recordó haber regresado al bosquecillo, después de clase, en busca de Salomón, y cómo el hielo cedió bajo su peso. «No, Salomón, no eres un sueño. Jason tenía razón. Eres real». Sara hizo una mueca al recordar a Jason y Billy gritando mientras se adentraban en el bosquecillo en busca de Salomón. De pronto comenzó a embargarle el nerviosismo que experimentaba cada vez que pensaba en Jason inmiscuyéndose en su vida, agobiándola. No le diré nada a Jason, ni a nadie, de que he visto a Salomón. Es mi secreto.

Sara se esforzó durante todo el día en prestar atención a sus maestros. No cesaba de pensar en el resplandeciente bosquecillo y el ave gigantesca y mágica. «¿Es cierto que me habló Salomón —se preguntó— o son imaginaciones mías? Quizás estaba aturdida debido a la caída. Quizás estaba inconsciente y lo soñé. ¿Ocurrió realmente?».

Sara estaba impaciente por regresar de nuevo al bosquecillo, para comprobar si Salomón existía realmente. Cuando por fin sonó el último timbre, Sara se detuvo junto a su taquilla para dejar en ella sus libros y la cartera. Era el segundo día que Sara no transportaba todos sus libros a casa. Había descubierto que el hecho de ir cargada de libros la protegía de sus entrometidos colegas. Los libros constituían una barrera que impedía que sus pelmazos, frívolos y bromistas compañeros se acercaran a ella. Pero Sara no quería que nada entorpeciera hoy su camino. Salió por la puerta principal de la escuela como una exhalación y se dirigió al Sendero de Thacker.

Cuando dejó la calzada y enfiló por el Sendero de Thacker, vio a un gigantesco búho posado sobre un poste de la cerca, a la vista de cualquiera. Daba casi la sensación de que la estaba esperando. A Sara le sorprendió encontrar tan fácilmente a Salomón. Había pasado mucho tiempo buscando a ese escurridizo y misterioso búho y ahora se topaba con él, posado tranquilamente sobre la cerca, como si hubiera estado siempre allí.

Sara no sabía cómo abordar a Salomón. «¿Qué debo hacer? —se preguntó—. Me parece raro acercarme a ese gigantesco búho y decirle: Hola, ¿Cómo estás?».

—Hola, ¿cómo estás? —preguntó el gigantesco búho a Sara.

Sara retrocedió de un salto. Salomón se echó a reír a carcajadas.

—No pretendía asustarte, Sara. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias. Es que no estoy acostumbrada a hablar con búhos.

—Es una lástima, respondió Salomón. Algunos de mis mejores amigos son búhos.

Sara se echó a reír.

—Qué gracioso eres, Salomón.

—Salomón, hummm… —contestó el búho. Es un bonito nombre Salomón. Sí, creo que me gusta.

Sara se sonrojó avergonzada. Había olvidado que nadie les había presentado. Jason le había dicho que el búho se llamaba Salomón. Pero había sido el padre de Billy quien había elegido ese nombre.

—Lo siento —dijo Sara. Debí preguntarte tu nombre.

Bueno, la verdad es que nunca había pensado en ello —respondió el búho—. Pero Salomón es un bonito nombre. Me gusta.

—¿No habías pensado nunca en eso? ¿O sea que no tienes nombre?

—Pues no —contestó el búho.

Sara no daba crédito a lo que oía.

—¿Cómo es posible que no tengas un nombre?

—Verás, Sara, sólo las personas necesitan poner una etiqueta a las cosas. Nosotros ya sabemos quiénes somos, de modo que no damos importancia a las etiquetas. Pero me gusta el nombre de Salomón. Y puesto que estás acostumbrada a llamar a los demás por su nombre, me parece bien que me llames así. Sí, me gusta el nombre de Salomón. De ahora en adelante me llamaré Salomón.

Salomón parecía tan contento con su nuevo nombre que Sara dejó de sentirse turbada. Al margen de su nombre, era muy agradable charlar con ese búho.

—¿Crees que debo hablar a otras personas sobre ti, Salomón?

—Tal vez. Pero a su debido tiempo.

—¿Entonces piensas que de momento debo guardarlo en secreto?

—Es preferible que lo hagas durante un tiempo. Hasta que se te ocurra lo que debes decir.

—Claro. Quedaría un tanto chocante que dijera a los demás: «Tengo un amigo búho que me habla sin mover los labios».

—Permíteme señalar que los búhos no tenemos labios, Sara.

Sara se echó a reír. Qué búho tan divertido.

—Ya sabes a qué me refiero, Salomón. ¿Cómo puedes hablar sin utilizar la boca? ¿Y cómo es que no he oído nunca a nadie de por aquí hablar sobre ti o hablar contigo?

—Nadie de por aquí me ha oído nunca. Lo que oyes no es el sonido de mi voz, Sara. Recibes mis pensamientos.

—No lo entiendo. ¡Puedo oírte!

—Te parece que me oyes, y es cierto, pero no me oyes con los oídos. No como oyes otras cosas. En éstas, se levantó una ráfaga helada y Sara se ajustó la bufanda alrededor del cuello y se encasquetó el gorro de punto hasta las orejas.

—Está a punto de oscurecer, Sara. Seguiremos charlando mañana. Piensa en lo que hemos comentado. Esta noche, cuando sueñes, observarás que puedes ver. Aunque tengas los ojos cerrados, verás tus sueños. De modo que si no necesitas los ojos para ver, tampoco necesitas los oídos para oír.

Y antes de que Sara tuviera tiempo de objetar que los sueños son distintos de la realidad, Salomón dijo: «Adiós, Sara. Qué día tan espléndido, ¿verdad?». Tras estas palabras el búho alzó el vuelo y, agitando sus poderosas alas, se elevó sobre el bosquecillo, la cerca y su diminuta amiga.

«¡Eres gigantesco, Salomón!» —pensó Sara. La niña recordó las palabras de Jason: «¡Es gigantesco, Sara, ven a verlo!». Cuando Sara emprendió el camino a casa a través de la nieve, recordó que Jason prácticamente la había conducido casi a rastras hasta el bosquecillo, andando tan rápidamente, debido a su impaciencia, que a Sara le había costado seguirle. Qué extraño, pensó Sara, Jason tenía mucho interés en que yo viera a este gigantesco búho y ahora, desde hace tres días, no ha vuelto a decir una palabra sobre el tema. Me choca que él y Billy no hayan venido aquí cada día en busca de Salomón. Parece como si se hubieran olvidado de él. Tengo que acordarme de preguntar mañana a Salomón lo que opina sobre esto.

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