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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (18 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—¿Lo conoces? —preguntó, al fin, mientras señalaba con la cabeza hacia el hombre al que él ahora daba la espalda.

Ángel asintió, de nuevo con ternura en los ojos, que volvían a brillar con la misma intensidad que había percibido después de besarlo.

—Me está esperando —susurró y la atrajo hacia él, para apoyar después los labios en su frente.

Luz no supo qué decirle, aunque, seguramente, tampoco hubiera sido capaz de hablar al volver a sentirlo tan cerca que pensó que podrían fundirse en un solo ser.

—Es importante —continuó él, moviendo los labios contra su piel, casi quemándola con su aliento—. Porque te aseguro que ahora mismo no me separaría de ti prácticamente por nada de este mundo.

Ángel hablaba despacio y con voz profunda y suave, mientras intercalaba entre sus palabras suaves besos sobre su rostro, y ella pensó que absolutamente nada podía ser mejor que la sensación de sus labios acariciando su piel de aquella manera.

—Pero tengo que ocuparme de esto —siguió susurrando contra su piel, cada vez más cerca de sus labios—. Lo siento.

Ella atrapó con su boca la disculpa que Ángel pronunció sobre sus labios, y al instante ya lo hubo perdonado por dejarla de aquella manera. El beso entre ambos fue esta vez más violento y firme, como si ninguno de ellos quisiera dejar escapar al otro. Realmente, ella no quería dejarlo escapar, y, de nuevo, le pareció que Ángel la privaba de sus labios demasiado pronto. Esta vez no pudo reprimir la queja que escapó de su garganta, antes de abrir los ojos y encontrarse con aquella media sonrisa, ya familiar y que, pensaba, podría pararle el corazón. Aunque era ligeramente diferente en esta ocasión, llena de satisfacción. Intentó acompasar su respiración al tiempo que descubría de nuevo aquella luz, más intensa aún, en los ojos verdes que la contemplaban.

—Tengo que irme.

Las palabras de Ángel sonaron como un lamento y creyó sentir por un instante el esfuerzo que aquel hombre estaba haciendo al separarse de ella.

—Está bien —concedió, sin ser capaz de intentar mantenerlo a su lado como realmente deseaba.

—Te veré mañana.

Asintió antes de separarse de él, que aún la abrazaba, con los labios ahora en su pelo, y se obligó a alejarse y a abrir la puerta del hotel, sin ser capaz aún de dejar de mirarlo.

—Buenas noches —se despidió, fijándose de nuevo en el desconocido—. Ten cuidado.

Ángel asintió, pero, de inmediato, se dio la vuelta para encararse a aquel extraño, que estaba encendiendo un nuevo pitillo. Luz se sintió repentinamente indignada de que aquel hombre hubiera permanecido allí, de pie, observándolos descaradamente, sin respetar su intimidad mientras se besaban, aunque lo cierto era que entonces ella se había olvidado por completo de su presencia. Observó a Ángel cruzar la calle, caminando con aquella despreocupada elegancia felina, y se asombró al pensar que aquel desconocido, en realidad, no parecía ni la mitad de peligroso que el hombre al que acababa de besar.

Capítulo VI

C
UANDO Luz se separó de él, Ángel notó como todos los nuevos sentimientos que habían crecido en su interior, inundándolo y confundiéndolo, se desvanecían para dejar paso a una rabia e ira terribles y antiguas, prácticamente iguales a las que substituyeron al dolor tras su caída. Sintió el poder crecer en su interior, recordándole quién era, asombrándolo con su propia fuerza, y tuvo que darle la espalda a Luz antes de lo que hubiera deseado para que ella no pudiera ver la amenaza que asomaba ya en su mirada, y que crispaba su rostro en tensión, delatando su verdadera naturaleza en su semblante.

Fijó sus ojos en Asmodeo, que miraba airado hacia él, y cruzó la calle dejando que con cada paso todo su poder se concentrara en su mirada. Cuando estuvo junto al Príncipe del Infierno, encendió un cigarrillo y esperó a que Luz entrara en el hotel antes de hablar, pero el diablo se le adelantó.

—¿A qué demonios juegas, Lucifer? —La voz de Asmodeo reflejaba toda la rabia y frustración por el desenlace del combate contra Legión, junto a una antigua repugnancia, que identificó al instante—. ¿Qué eres ahora, un grigori?

—Aquí no —dijo, agarrando al ángel caído por el cuello de la camiseta y empujándolo para que caminara.

El cuerpo de Asmodeo estaba en tensión y trató de resistirse a sus envites, pero acabó cediendo, dejándose arrastrar hasta un callejón, y, en mitad de éste, se volvió, para enfrentarse a él, mostrando en la mirada todo el poder que Ángel ya sabía que tenía.

—¿Qué quieres, diablo, unirte a Legión en su revuelta?

La voz de Ángel fue terrible pero Asmodeo no se amedrentó. En su lugar, forzó su poder para transformar aquel antiguo cuerpo, casi humano, recuerdo de su naturaleza divina, en el cuerpo del ser condenado que ahora era. Mientras Ángel lo empujaba contra una pared, las sombras envolvieron a Asmodeo Sus músculos se tensaron antinaturalmente, el suave marrón de sus ojos se transformó en un brillante rojo, partido en dos por alargadas pupilas, y dos enormes alas negras surgieron con violencia de su espalda, empujándolo como un resorte, y alejando a Ángel de él con un fiero golpe.

—Dímelo tú, Príncipe de Este Mundo —dijo Asmodeo, con voz gutural y profunda, casi como un gruñido—. ¿A quién debo mi lealtad?

—Asmodeo… —advirtió.

—Podrías haber acabado con Legión de un solo golpe, Lucifer. —El ángel caído hablaba despacio, a la vez que extendía sus alas, acabadas en garras en su parte superior. Nada quedaba de divino en aquel ser condenado, y tampoco nada parecía ya humano en él—. Pero en cambio te quedaste ahí, inmóvil, mirando junto a una humana —continuó Asmodeo—. ¿Para qué, Lucifer? ¿Para protegerla?

Ángel escuchaba las palabras del diablo mientras sentía como perdía el control sobre su ira, pero no quería cambiar su forma, por todos los demonios que aquel recordatorio de su condena era lo último que quería experimentar. Trató de controlar sus emociones, centrándose en su poder, mientras mantenía la vista fija en el ángel condenado que extendía ante él al máximo las alas de fina membrana de piel elástica y negra como el carbón.

—Dime, Lucifer —continuó gruñendo Asmodeo, acercándose ahora a él, lentamente, con las alas aún extendidas— ¿Acaso es esto en lo que se ha convertido el Portador de la Luz, el primero entre los ángeles, al que seguimos hasta la condena eterna, por el que luchamos en dos guerras, al que servimos en Este Mundo? ¿Es ahora el Tentador un ser débil? ¿Es este que tengo ante mí el que pretende ser el Señor de Este Mundo?

—AS-MO-DE-O —gritó Ángel, liberando en un estallido toda su ira y dejando que su cuerpo explotara, transformándose en la abominación que ahora era, burla del príncipe de los ángeles que un día fue, al tiempo que blandía su espada contra el ser que tenía delante, y lo obligaba retroceder—. No te atrevas a provocarme, condenado. No oses pronunciar mi nombre sin esperar que caiga sobre ti el peor de los tormentos. Y no dudes de mi poder, diablo, o haré que lo recuerdes durante toda tu eterna condena, ensombreciendo el recuerdo de tu caída.

Sintió el miedo de la bestia que tenía ante él, pero no pudo detenerse ni contener su ira. En cambio, lo saboreó, deleitándose con su intensidad y tumbando a su contrincante en el suelo con una explosión de poder. Puso un pie sobre el pecho de Asmodeo, que se retorcía de dolor ante la embestida de su furia. Quiso mantenerlo allí por un tiempo, recordarle cuál era el orden en
su
reino, pero, al bajar la mirada, y ver sobre el pecho de su adversario aquel pie, convertido en una grotesca forma similar a una garra, el odio de toda una eternidad lo envolvió, cegando la poca razón que conservaba. Levantó su espada y apareció en el aire una hoja de luz cegadora.

—¡NO!

Sólo una parte de él oyó el grito desesperado de Asmodeo, pero ya era demasiado tarde para que su espíritu condenado reaccionara ante cualquier súplica. Sus músculos se tensaron, dispuestos a asestar el golpe final al ángel caído que estaba tendido a sus pies, cuando una mano tomó con fuerza su muñeca, impidiendo que matara a la bestia. Quiso maldecir y aniquilar al ser que lo había detenido sólo el instante antes de tomar consciencia de lo que estaba ocurriendo, y abrir la mano para dejar caer la espada. La brillante hoja de luz desapareció, de igual modo que un instante atrás se había formado en el aire, y la empuñadura de plata rebotó contra el suelo ruidosamente. Se volvió para fijar su mirada en Belial que, desde su espalda, aún sostenía con fuerza su muñeca.

—Mi señor —el ángel caído soltó su mano, inclinando ante él la cabeza.

Ángel respondió a su gesto y se giró hacia Asmodeo, que estaba ahora arrodillado ante él, con la frente en el suelo, entre las manos tendidas. Sintió la firmeza y determinación del ángel caído y se deleitó saboreando los restos del miedo que, un instante atrás, lo había hecho temblar bajo su pie.

—Levántate, Asmodeo —dijo, al tiempo que recuperaba su forma casi humana.

Cerró los ojos, mientras su cuerpo recuperara su antigua imagen, cercana a la apariencia del que una vez había sido el más bello de todos los ángeles, pero que, en realidad, no era más que un reflejo lejano de una naturaleza que ya no le pertenecía, más próxima a la humanidad que a la condición sagrada que había perdido.

—¡Rafael! —llamó, y su voz fue una orden.

El arcángel había presenciado la escena y podía sentir su miedo e inquietud, mezclándose con los de Asmodeo, junto a la creciente oposición a la idea que ya había leído en su mente.

—Tranquilo, no voy a pedirte que incumplas tus órdenes —añadió, con la voz aún ronca por los restos de la ira acumulada en su interior, antes de darle al arcángel la excusa que necesitaba para que le diera vía libre, al menos, durante una noche—. Pero estoy convencido de que Gabriel agradecerá que la informes de lo que has visto aquí.

Al mismo tiempo que percibió el alivio de Rafael, notó como el arcángel se alejaba y él mismo se sintió más tranquilo. Si de algo estaba convencido era de que el ser sagrado no quería presenciar la cacería de demonios que iba a llevar a cabo esa misma noche. Aunque, en realidad, pensó mientras echaba a andar seguido de cerca por sus generales, tal vez fuera él quién no quisiera que Rafael fuera testigo involuntario de la matanza.

Luz se dejó caer sobre la cama, confundida, queriendo encontrar un sentido a los sentimientos que crecían dentro de ella y sentirse culpable por ellos. En aquel momento, ya sin Ángel a su lado, no comprendía qué le había pasado, qué había despertado él en su interior, en su alma, aunque se sintiera absurda por aquella idea que, en cierto modo, era ya una certeza. Deseaba recuperar el dolor perdido por la muerte de David y reprenderse por aquella tarde con Ángel, por el fuego que él había despertado en ella. Pero no conseguía encontrar el viejo dolor, que, inexplicablemente, había desaparecido, y se culpó por ello, a la vez que luchaba contra aquella nueva sensación que la inundaba, haciendo que se sintiera extasiada, feliz. Quiso llorar, pero las lágrimas no acudieron a sus ojos. Deseó con todo su ser culparse por aquella nueva y agradable sensación, que la llenaba de una manera que jamás hubiera podido imaginar, pero fue incapaz de ello y, sin poder evitarlo, todos los sentimientos que trataba de contener se desbocaron. Recordó la tarde con Ángel, sus palabras, sus gestos, aquella mirada que parecía capaz de hipnotizarla y esa sonrisa, apenas esbozada, que le hacía perder el sentido, olvidándose de su propia existencia, y, finalmente, el tacto de sus labios, a los que se había entregado por completo, como nunca antes lo había hecho.

La luz del amanecer colándose por las cortinas entreabiertas de la ventana de la habitación la sacó de su ensueño. Aunque apenas había dormido se sentía llena de energía y, por un instante, pensó que con la luz del día se habían alejado todos los miedos que pudiera haber sentido durante la noche. Estaba convencida de que algo había cambiado en su interior, una nueva sensación que había crecido en ella, llenándola, pero decidió firmemente no tratar de buscarle un significado. Por una vez quería disfrutar de lo que fuera que le estuviera ocurriendo, sin tratar de encontrar una explicación o un sentido. Se levantó de la cama, como si despertara de un sueño extraordinariamente reparador, dispuesta a encarar el día que tenía por delante, con ánimo renovado para enfrentarse a su trabajo. Tenía ganas de comprobar sus teorías sobre los túneles que podían comunicar la cripta de la Casa de las Muertes con la antigua Cueva del Diablo, pero antes quería echar una nueva ojeada al manuscrito. Quería verificar que nada de aquel documento le había pasado por alto, y también revisar los objetos a los que todavía no había tenido tiempo de prestar la atención adecuada.

Se dio una larga ducha antes de bajar a la cafetería a desayunar y no se permitió desilusionarse al no encontrar a Ángel allí. Recordó las palabras con las que él se había despedido y quiso no pensar en que realmente no habían quedado de ninguna manera para aquel día, pero no lo consiguió. No fue hasta que llegó a la universidad cuando, por fin, se deshizo de todas sus dudas e inseguridades y pudo centrarse en el trabajo. Era temprano y aún nadie había llegado, eso le daba tiempo para entretenerse observando los objetos que aún no había podido analizar, aunque hubiera repasado las notas de Alfonso y Marcos sobre ellos.

La colección estaba sobre la misma mesa en la que la había visto la primera vez que entró en el departamento, pero las piezas le parecieron ligeramente distintas. Si bien aquel primer día el cofre había centrado toda su atención, en ese momento se preguntaba cómo había podido ignorar la originalidad del resto de objetos. Dos cálices, uno de oro y otro de plata, ambos bellamente decorados, eran los objetos que más destacaban del extraño conjunto. Los repasó con atención sin encontrar detalle alguno que desvelara un uso distinto del que sus colegas habían supuesto. Al igual que las dagas de plata, ambos cálices tenían una función claramente ritual, del mismo modo que el sencillo crucifijo de marfil situado a su lado, y un atril de madera delicadamente tallado. No pensaba lo mismo de los otros dos objetos, que junto a unas ropas de época, completaban la colección extraída de la cripta de la Casa de las Muertes. Eran dos objetos metálicos, posiblemente realizados con algún tipo de aleación de plata, que sus colegas habían clasificado como báculos, también de uso ritual. No obstante, había algo en esas dos piezas que le llamaba la atención. A pesar de que sus compañeros bien podrían estar en lo cierto, su instinto le decía que los dos objetos metálicos escondían algo más que podrían haber pasado por alto. Los examinó con cuidado, repasando cada detalle, y descubrió que estaban decorados con sendos grabados, ocultos por capas de suciedad, y que parecían haber pasado desapercibidos.

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