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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (14 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—Pareces conocer muy bien la ciudad.

—He tenido tiempo suficiente para ello —contestó el hombre despreocupadamente mientras seguía escrutando el mapa sobre la mesa, buscando algo que parecía no poder localizar.

—¿Hace mucho que vives aquí? —preguntó, mientras observaba aquellas manos grandes y hábiles recorrer las calles dibujadas en el plano.

—Lo hice durante un largo tiempo —explicó, fijando de nuevo en ella su mirada—. Ahora sólo estoy de vuelta.

Luz asintió.

—Aquí —dijo él, señalando finalmente sobre el mapa con un leve golpe—. Empieza por esta plaza y sigue las calles dibujando una circunferencia —indicó, mientras marcaba con el índice el recorrido—. Es la parte más bella de la ciudad, y todos los edificios interesantes están muy bien señalizados. Además, estoy seguro de que alguien como tú localizará con facilidad esas pequeñas joyas que no suelen aparecer en guías como esa.

Él señaló el pequeño libro con tapas amarillas que estaba ahora abandonado sobre una silla al lado de Luz, y se quedó mirándola tan fijamente que ella no pudo evitar estremecerse. No sabía cuánto tiempo hacía que un hombre no la miraba de aquella manera. Aunque en realidad, pensó, jamás nadie la había mirado así, como si pudiera ver algo más allá de la simple apariencia.

—Quizás podrías acompañarme —dijo, y se sorprendió al escucharse a sí misma pronunciar aquellas palabras. Jamás había hecho nada como aquello y no entendía cómo se le había ocurrido invitar a aquel desconocido.

—Me encantaría, pero no puedo.

A pesar de todos los reproches que se había hecho a sí misma en unos pocos segundos, no pudo luchar contra la decepción que la embargó al escuchar la negativa, y quiso recriminarse por ello.

—Tengo varios asuntos importantes de los que ocuparme esta mañana —continuó diciendo antes de girarse un instante para mirar por la ventana a la calle. Luz siguió la dirección de su mirada aunque no vio a nadie en el exterior que pareciera estar esperándolo—. Pero sería un placer reunirme contigo para almorzar, y después, si quieres, enseñarte algunos rincones de la ciudad.

—Por supuesto —respondió, demasiado deprisa y sin ser del todo consciente de que acaba de aceptar una cita con un completo desconocido, y él pareció divertido por su entusiasmo.

—Está bien. Hay un pequeño restaurante donde se come realmente bien —dijo él, mientras miraba de nuevo en el mapa y señalaba un punto—. Está aquí ¿Qué te parece si nos vemos a las tres?

—Perfecto —respondió con la vista fija en el lugar que él había señalado, esperando recordarlo.

—Hasta entonces, pues. —Se despidió, sin apartar de ella la mirada, mostrando de nuevo aquella media sonrisa, apenas perceptible, que se reflejaba especialmente en sus ojos—. Por cierto, me llamo Ángel.

Luz no pudo evitar sonreír, algo avergonzada, ante la evidencia de que eran dos desconocidos que acaban de quedar para almorzar. Era una completa locura, pero se sentía feliz, como una adolescente que se enfrenta a su primera cita, y no estaba dispuesta a privarse de aquel placer.

—Yo soy Luz —dijo, y tendió la mano para estrechársela, pero él, en lugar de eso, tomó su mano con delicadeza y se la llevó a los labios.

—Es un placer, Luz —susurró prácticamente sobre su mano y le dedicó una sonrisa que hizo que las anteriores no parecieran más que simples muecas—. Nos vemos a las tres.

Observó a Ángel salir de la cafetería, mientras trataba de recuperar el aliento, y se debatía entre el entusiasmo ante aquel sorprendente encuentro y la vocecilla interior que le gritaba que bajo ningún concepto acudiera a su cita con aquel desconocido. No sin dificultad, consiguió retomar el control de sí misma, plegó con delicadeza el plano que seguía extendido sobre la mesa, a la vez que hacía callar aquella molesta voz que quería privarla de aquel día de turismo, que, inesperadamente, se había vuelto más interesante de lo que nunca hubiera imaginado. De cualquier modo, ya lo había decidido cuando comenzó a devorar el suculento desayuno que seguía intacto sobre la mesa. Recorrería el camino que Ángel le había indicado en el mapa y a las tres se reuniría con él. Ese podía convertirse en un día mucho más interesante todavía de lo que había esperado.

Capítulo V

A
L salir del hotel, Ángel necesitó toda su concentración para calmarse y, aún así, no fue suficiente. Realmente, quería pasar el día con Luz. Deseaba pasar todo el maldito día con Luz. Y ella se lo había pedido. Pero había tenido que rechazarla y tratar de arreglar el desastre con una invitación a almorzar, que sólo le dejaba medio día disponible con ella. Mientras cruzaba la calle maldijo entre dientes a todos los ángeles y demonios que poblaban el universo. Toda su ira se concentraba en su mirada, al tiempo que se repetía que no debía perder el control. Aunque, por todos los demonios, no había nada que deseara más en aquel momento que estar junto a Luz, a pesar de que eso no implicara estar más cerca del manuscrito.

—¿Se puede saber a qué demonios estáis jugando? —preguntó, y su voz fue un trueno en mitad del silencio de una ciudad que aún estaba despertando.

Asmodeo empujaba a Rafael contra la pared de un callejón y mantenía su espada en la garganta del arcángel. Un gruñido gutural salía de entre sus dientes, haciendo que el ángel caído pareciera aún más peligroso, si eso era posible en aquella situación. Rafael estaba desarmado, con las manos alzadas en señal de rendición, pero con una clara amenaza en su mirada, fija en los ojos de su contrincante. Ninguno de los dos contestó a la pregunta de Ángel, pero, inmediatamente, dirigieron hacia él su atención, sin moverse ni un solo milímetro en sus posiciones.

—Acabáis de fastidiarme la mañana —dijo entre dientes, mientras se acercaba a los dos ángeles, aún inmóviles—. No me deis más motivos para cabrearme.

—Lo encontré en la puerta del hotel —respondió, al fin, Asmodeo.

—Y por eso quieres rebanarle el cuello…

—Te estaba siguiendo —explicó el ángel caído, sin apartar aún la mirada de Rafael ni cambiar su posición.

—No te atrevas a interrumpirme, Asmodeo —Ángel habló en un susurro, pero su voz fue aterradora, reflejando todos los matices del tormento que había sufrido durante años—. No pongas a prueba mi paciencia.

Asmodeo bajó inmediatamente la cabeza ante la amenaza. Conocía perfectamente el precio de desafiarlo, y él sabía que no tenía intención de hacerlo, pero, aún así, mantuvo la espada fija en el cuello de Rafael, provocando pequeñas laceraciones en la piel del arcángel, que desprendían un olor dulzón, parecido a cualquier cosa menos a carne quemada.

—Aparta de una vez la maldita espada de su cuello —ordenó, más calmado pero dejando que la amenaza se filtrara en su voz—. No soporto el olor a santidad.

Ángel creyó ver una sonrisa en el rostro de Rafael y puso todo su empeño en ignorarla. Lo último que necesitaba era matar a un maldito arcángel en mitad de la calle y a plena luz del día. De hecho, lo último que quería era estar allí en aquel momento. Bufó, y tomó el cigarrillo que Asmodeo, con la mirada aún llena de ira, le ofrecía, adelantándose a su petición. Dio una larga calada, extendió la mano y, con un gesto, le pidió al ángel caído que le entregara su paquete de tabaco y el encendedor.

—Lárgate ahora, diablo —ordenó—. Ya me ocupo yo de esto.

Asmodeo se esfumó tan rápido como pudo, y él se encontró solo ante Rafael, que sonreía, insolente, mientras las heridas de su cuello sanaban, desprendiendo un intenso brillo dorado. Dio otra calada al pitillo y soltó el humo en un largo suspiró, tratando de calmarse.

—Espero que tengas una buena razón para jugarte las alas —dijo, mientras observaba al arcángel, indolente y confiado, apreciando su parecido con Miguel, Gabriel y Uriel, pero, sobre todo, con él mismo—. Tiene que ser realmente buena, Rafael. Acabo de joderme un día fantástico para salvarte la vida —se llevó otra vez el cigarrillo a la boca y lo tiró al suelo, con rabia, después de absorber el humo—. Sí, tiene que ser una razón muy buena.

—Siento desilusionarte, hermano. Y también siento que se te haya torcido el día, pero de eso deberías culpar a Asmodeo, no a mí.

Ángel se acercó más a Rafael, deseando ser él quien en aquel momento sostuviera una espada contra su cuello.

—Yo me limito a cumplir órdenes, nada más —explicó, finalmente, el arcángel.

—No sabía que Gabriel valoraba ahora tan poco tu servicio como para asignarte misiones suicidas. Definitivamente, estarías mejor conmigo que allí arriba tocando la lira por los siglos de los siglos —dijo, con burla, apartándose del ser sagrado.

—La lira te obsesiona, Heylel —bromeó el arcángel, sonriendo—. Aunque debo reconocer que a veces creo que tienes razón. Sobre todo, cuando te echo de menos.

Decidió ignorar el arcaico nombre y las últimas palabras de Rafael, y se limitó a negar con la cabeza. De los nueve arcángeles que permanecieron en el Paraíso, sabía que él era el único que alguna vez había sentido la tentación de seguirlo. Pero, igualmente, sabía que era el que menos posibilidades tenía de soportar aquella condena y, de hacerlo, quién no soportaría tenerlo rondando cerca eternamente sería él mismo. Si todos sus hermanos tenían la capacidad de hacerle perder los nervios, Rafael era, sin lugar a dudas, el que más había desarrollado aquella peculiar habilidad.

—¿Por qué no me dices qué quieres en lugar de seguir diciendo tonterías que podrían costarte caro allí arriba?

El arcángel se encogió de hombros.

—No me jodas, Rafael. —Ángel sintió que estaba a punto de perder la calma de nuevo y se obligó a relajarse—. Si has venido hasta aquí, será por algo…

—Tienes razón. Por un lado tenía que seguirte. Es mi misión —aclaró, dedicándole a Ángel una amplia sonrisa, mientras él lo miraba con incredulidad—. Por otro, quería advertirte de ello.

—A ver si lo entiendo. —Ángel movía la cabeza, de un lado a otro, despacio, como si ese gesto pudiera ayudarlo a comprender, a la vez que trataba de serenar su espíritu—. Has decidido, tú solito, que era mejor idea plantarte aquí delante con tu, por lo que veo, recién recuperado cuerpo, y sin espada, para hacerme saber que, a partir de ahora, me vas a seguir, en lugar de hacerlo discretamente como, supongo, te habían ordenado. —La rabia y la incredulidad se mezclaban a la par en su voz mientras fijaba la mirada en los ojos del arcángel, que seguía sonriéndole—. Todo eso, por supuesto, sin contárselo a Miguel, o a Gabriel, o a cualquier otro maldito arcángel. Y sin pensar que cualquier demonio, ángel caído, espíritu cabreado, o yo mismo, podríamos haber separado con un solo gesto esa linda cabeza que paseas del resto de tu cuerpo.

—Más o menos —admitió Rafael, entre risas—. Sólo que sé perfectamente que tú no vas a atravesarme con tu espada, a no ser que te de un buen motivo para hacerlo, y no necesito la mía para deshacerme de cualquier demonio, ángel caído o espíritu inquieto que se tercie.

—Por supuesto, Rafael. Ya he visto que bien te has manejado con Asmodeo. —El sarcasmo en sus palabras se incrementó con el gesto lento de sus manos señalando de arriba abajo al ser que tenía delante.

—Vamos, Heylel, con el tiempo que has tardado en venir Asmodeo hubiera podido mandarme de vuelta al cielo unas cien veces, si hubiera querido. ¿Qué era tan importante como para entretenerte tanto?

—¡Quieres dejar de llamarme por ese maldito nombre! —Todo el horror que había en su interior se filtró en su voz airada, que bien podría haber hecho perder el sentido a cualquier humano que anduviera cerca—. ¡No es mío! ¡Ya no me pertenece! Ni el nombre, ni la maldita luz de la Creación.

Rafael negó con la cabeza, mientras seguía sonriendo a Ángel, que lo miraba con siglos de ira acumulada en sus ojos, aunque el arcángel no había podido evitar estremecerse al escuchar su voz.

—Siempre te pertenecerá —dijo al fin, cuando comprobó que Ángel se había tranquilizado—. Con condena eterna o sin ella. Lo de que perdieras las alas, en cambio, eso sí que es una verdadera lástima.

Ángel no pudo evitar sonreír al sentir, como si fueran propios, los sentimientos encontrados del arcángel mientras pronunciaba aquellas palabras, que, en boca de cualquier otro, lo hubieran hecho enloquecer de ira. La añoranza, el dolor y la alegría del reencuentro se mezclaban en igual medida en el espíritu de Rafael y, por un fugaz instante, él sintió lo mismo que su hermano.

—Es posible —contestó con brusquedad—. Pero con alas o sin ellas, incluso sin nombre y sin luz que ilumine el jodido universo, sigo siendo quien soy…

—El primero de los nuestros, el más bello entre nosotros… —Rafael terminó por él, dándole a su voz un matiz entre la burla y la grandeza—. Sólo con tu vanidad ya había un motivo más que suficiente para que acabaras aquí abajo.

—¿Desde cuándo a la verdad la llamas vanidad? —preguntó, forzando su voz para que reflejara una ira que en realidad ya no sentía.

—Que sea cierto no implica que no exista el pecado.

—Súmalo a mi lista —dijo, y mostró una terrible sonrisa a la vez que sentía como una pena antigua crecía en el interior de Rafael, recordándole cuál era en realidad la posición de ambos en ese momento—. Deberías largarte antes de que me arrepienta de haberte salvado el cuello.

—No puedo irme, tengo que seguirte.

Ángel resopló, resignado, y asintió. No le resultaba fácil deshacerse de Rafael, pero lo último que le convenía era alimentar la simpatía que ese maldito arcángel sentía hacia él.

—Sé que tienes que seguirme —dijo, dejando que su voz mostrara todos los matices de su tormento— pero también sé que puedes hacerlo sin ser un maldito incordio. Haz lo que tengas que hacer, pero procura no darme motivos para ser yo quién sostenga la espada contra tu cuello la próxima vez. Yo no soy Asmodeo.

Rafael dudó un instante antes de hablar, variando la expresión de su rostro.

—No, no lo eres —admitió, moviéndose inquieto—. Pero tampoco eres el mismo que la última vez que nos vimos. Antes no me has contestado. ¿Qué era tan importante en el hotel que has tardado tanto en venir hasta aquí?

—Estás haciendo justo lo contrario de lo que te he dicho. —Ángel fijó su mirada llena de ira en Rafael, consciente de que el arcángel había estado escrutando sus pensamientos durante todo el tiempo. Maldijo la costumbre de aquel ser sagrado de meterse en las mentes ajenas y, por primera vez en mucho tiempo, pensó que algunas normas no estaban hechas para romperse—. Ahora mismo me estás dando un motivo más que bueno para mandarte de vuelta junto a tu Padre…

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