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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (11 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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Ángel observó a su alrededor, intentando situarse, y no tardó en reconocer el lugar en el que se encontraba. Estaba en Salamanca, frente a la catedral, y una multitud de personas paseaban a su alrededor, ruidosos y despreocupados. Era verano, no sabía de qué año o de qué siglo, y quiso obligarse a recordar, pero en su cabeza sólo encontró el rostro desencajado de una mujer. No tenía ni idea de qué demonios había pasado, y caminó sin rumbo durante un buen rato, rastreando en su memoria, buscando algún detalle más allá de la agonía de la que acababa de salir. Lentamente, las imágenes de sus recuerdos más antiguos, que aún parecían dolorosamente recientes, fueron perdiendo intensidad y le permitieron hurgar en su memoria más cercana. «Luz». Aquel nombre se repetía una y otra vez en su cabeza. Debía de ser el nombre de la mujer a la que recordaba agonizar, pensó, justo antes de maldecirse a sí mismo cuando al fin los recuerdos regresaron atropelladamente a su mente. Luz había sido arrastrada con él al abismo una vez más. No había ningún sello sagrado que hubiera podido causar aquello, así que había sido por obra y gracia de Uriel. Maldijo al arcángel y sus poderes mientras se dirigía como una exhalación hasta el hotel en el que ella se alojaba. Debía comprobar cómo estaba la mujer. Ella era a la única que creía capaz de romper el sello del manuscrito o, incluso, de desentrañar por sí misma la verdad oculta en él. Sonrió, sin pretenderlo, ante esa idea, y se concentró en llegar hasta ella lo antes posible.

Hubiera suspirado de alivio, si hubiera podido sentirlo, al encontrarla descansando en su habitación. Dormía con ese sueño inquieto que ya había observado en ella, tumbada sobre la cama, que parecía recién hecha. No tenía buen aspecto, pero sin lugar a dudas, después de lo ocurrido, podría haberla encontrado peor. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde su encuentro con Uriel, pero Luz parecía estar recuperándose. Se puso a su lado, sobre la cama, y se dejó llevar por sus pensamientos, mientras observaba como la mujer dormía, preguntándose cuáles debían de ser sus sueños.

Lentamente, sin pretenderlo, se metió primero en su mente, y después en su alma. Era hermosa, aunque eso ya lo sabía. Una punzada de dolor lo sorprendió y la curiosidad se adueñó de él, que se perdió entre los recuerdos de Luz. Ella no había tenido una vida fácil, en absoluto, aunque tampoco se había quejado nunca por ello. Tampoco había culpado a nadie de su suerte. En su interior, tan bello y lleno de amor, no había ni un ápice de fe. Tampoco había esperanza. Aquella mujer era incluso más diferente del resto de los humanos de lo que había llegado a pensar. No creía en nada ni en nadie, más que en ella misma, y aún así había conseguido construirse una peculiar escala de valores que la había llevado hasta donde estaba. Pocas de sus experiencias eran alegres, y los únicos momentos de felicidad los había obtenido poniéndose a prueba.

Ella era fuerte, pero eso también lo sabía. Luz no había dejado escapar ninguna oportunidad para probarse a sí misma, para superarse o para dejarse llevar por la curiosidad. No era de extrañar que fuera tan distinta, no sólo del resto de académicos que la rodeaban constantemente, sino del resto de seres humanos. En ella no había miedo, nunca lo había habido, porque jamás había tenido nada que perder. Había vivido al límite, experimentando con todo lo que había estado al alcance de su mano, y aún así no se había echado a perder como tantos otros hombres y mujeres. Siempre había tenido un objetivo, algo por lo que luchar, y jamás lo había perdido de vista, ni en las situaciones más extremas. Lo único constante en su vida había sido ella misma. Era lo único que valoraba y la empujaba hasta que… Hasta que había encontrado a alguien más por quien luchar con la misma fuerza. Ella había amado a alguien. Ángel ya lo había visto, pero, aún así, no pudo evitar sobrecogerse al indagar en sus recuerdos, porque ese amor no había sanado su alma. Luz había guardado en su interior cada fracaso, cada derrota, cada dolor que en algún momento había sufrido. No, ella no había amado a nadie. Ella se había sentido amada. Una única vez en su vida había sentido que alguien realmente la amaba, y la pérdida de ese amor era la causa del dolor que sentía, y que había desatado todas aquellas emociones antiguas, de las que, en realidad, nunca había llegado a desprenderse.

Se dejó llevar por el alma de Luz, disfrutando de la curiosidad que guardaba en su interior y que parecía ser lo único que la movía. Aquella exagerada inquietud y la falta de miedo formaban una mezcla explosiva que explicaba prácticamente todas y cada una de las experiencias que había vivido. Se recreó en los recuerdos más oscuros, en las veces que su propia naturaleza le había hecho perder el control, que siempre había acabado recuperando. Disfrutó con el recuerdo de la primera calada de marihuana en el cuarto de baño de un convento, con su primera borrachera y la primera noche de sexo desenfrenado con un desconocido. Sintió, casi como propias, la excitación y la euforia que le provocó la primera raya de cocaína, las experiencias con sociedades tribales, la noche de peyote y rituales en América, y el día en que los maoríes habían marcado su piel. Se recreó en ese último recuerdo, saboreando las sensaciones que Luz había sentido: entusiasmo, excitación, alegría, nerviosismo, dolor, y alivio de tener a Alfonso a su lado. Una oleada de ira, que podría haber sido suya, hizo que Ángel rompiera la conexión con el alma Luz, y no pudo evitar maldecirse a sí mismo cuando se dio cuenta de que, de nuevo, se había dejado llevar hasta el punto de fundirse con ella.

Había observado sus sueños y rastreado en sus pensamientos durante no sabía cuánto tiempo hasta que algo había roto la conexión. Se fijó en la penumbra de la habitación de hotel, sólo rota por la tenue luz de una pequeña lámpara de escritorio en el otro extremo del cuarto. Era de noche, aunque hubiera preferido no saberlo y simplemente seguir conectado al alma de la mujer que estaba tumbada junto a él. O que debería de haberlo estado. La cama estaba vacía y la colcha arrugada delataba el sueño inquieto de Luz, pero ella ya no estaba allí, sino de pie, frente a él, mirándolo fijamente. Era imposible, ella no podía verlo. Pero, a pesar de esa certeza, se sorprendió a sí mismo comprobando que realmente seguía siendo tan etéreo como creía.

—Hola, Luz. ¿Cómo estás? —Ángel pronunció en alto y despacio cada una de las palabras sin ocultar su inquietud.

No hubo respuesta. Bien. No podía verlo. Tampoco podía oírlo. Se levantó de la cama, despacio, estirándose, sintiendo cada uno de sus movimientos, y se apartó del lugar en el que Luz mantenía fija su intensa mirada. Nada cambió. Ella permaneció con la vista fija en la cama en la que él había estado recostado hasta aquel instante y que, como debía ser, no delataba ningún rastro de su presencia.

—¿Qué demonios me está pasando?

El grito de Luz lo sorprendió.

—Eso mismo me pregunto yo —contestó él, con burla, como si ella pudiera escucharlo, mientras se recostaba contra la pared, observándola.

—Desde que he llegado a esta ciudad estoy… —Luz dudó y empezó a caminar, nerviosa, de un lado a otro de la habitación—. Estoy desquiciada —concluyó, casi con desesperación.

—Podría decir lo mismo —le recriminó, mirándola, con los brazos cruzados sobre el pecho, curioso y divertido por aquella inesperada reacción.

—Yo no soy así. —Luz siguió hablando mientras caminaba a grandes zancadas—. Aunque me haya absorbido un agujero negro, aunque esté más muerta que viva, aunque ahora se acabara el mundo…

—El mundo no se va acabar, querida —replicó él, por encima de sus palabras, mientras ella seguía hablando y caminando, inmersa en su enfado.

—Pues por mi podría irse el mundo a la mierda ahora mismo. ¿Qué más me da? —Luz detuvo bruscamente su absurda caminata en la habitación, como si de pronto algo la hubiera obligado a dejar de moverse.

—Esto se parece demasiado a una conversación —advirtió él, casi tan atónito como ella, y ya sin rastro de diversión en su voz—. Y tú no puedes oírme.

No hubo respuesta.

—¿Luz? —insistió, sin atreverse a hacer ningún movimiento.

Ella no contestó, pero sus ojos se fijaron en él, queriendo atraparlo en su mirada. Estaba seguro de que no podía verlo. También sabía que no podía oírlo. Pero era igual de evidente que sentía su presencia. No era posible, pero aún así se obligó a caminar hacia ella. Muy lentamente, sin desviar la vista de aquellos ojos negros que eran capaces de hacer que olvidara su propia existencia, se acercó a Luz hasta que estuvo a sólo unos milímetros de ella. Con suavidad, puso una mano en su barbilla queriendo elevar su rostro para contemplar de cerca su mirada, y ella, automáticamente, respondió a su intención, sin resistirse a él, y una lágrima escapó de sus ojos. Por un instante, ambos permanecieron allí, el uno frente al otro, como si fueran parte de un mismo ser, pero, enseguida, ella se derrumbó.

La vio caer al suelo, como si de pronto sus piernas no fueran capaces de sostenerla. Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Luz, en silencio, primero, y sin mudar su expresión. Pero, casi de inmediato, empezó a sollozar, a gemir, casi a gritar, como si no hubiera consuelo para su angustia. Ángel se quedó junto a ella, deseando ser capaz de hacer algo para confortarla, viendo como lloraba desconsoladamente durante más tiempo del que pensaba que alguien podía llorar. No sabía cómo reaccionar, no entendía qué le ocurría a la mujer, y se sentó frente a ella, que se había cubierto el rostro con ambas manos mientras se encogía sobre sí misma. Hubiera querido acariciarla, pero no lo hizo y, de pronto, recordó quién era él. Se convenció de que esa ocasión era tan buena para romper las reglas como cualquier otra, y abrió su espíritu por completo, hasta sentir que el alma de Luz se entremezclaba con su ser. De nuevo, encontró su alma increíblemente hermosa, aunque enseguida desterró esos pensamientos para concentrarse en lo que quería hacer, y extrajo uno a uno los sentimientos que la atormentaban. Ella lloró y dejó, sin saberlo, aunque tampoco podía estar seguro de eso, que él cargara con todo su dolor y sanara cada rincón de su alma. Finalmente, ella se durmió, entre leves sollozos, brotando aún lágrimas de sus ojos, y él se permitió acariciar su pelo, muy suavemente, casi sin tocarla, por miedo a que se despertara. Estaba exhausto. Cuánto tiempo hacía que no sanaba el alma de un humano, se preguntó, y rió, amargamente. «Cuánto tiempo hacía que no me preocupaba por ellos». Sintió en su ser el sufrimiento de Luz y se prometió conservarlo en su interior. La miró dormir y supo al instante que estaba a punto de cometer una estupidez.

—Estoy demasiado cansado para impedirlo —murmuró, mientras, con un último esfuerzo, sumía a Luz en un sueño más profundo, para asegurarse de que no se despertaría hasta la mañana siguiente.

Ante el cuerpo derrotado de Luz, que permanecía en el suelo, encogida sobre sí misma, Ángel dejó que todas las barreras que había puesto cuidadosamente a su alrededor durante siglos desaparecieran, y se materializó, a las tres de la madrugada de un lunes de julio, de algún año de principios del siglo XXI, en la habitación de un hotel de Salamanca.

Durante un instante permaneció sentado frente a Luz, sintiendo la electricidad que recorría su interior, absorto en su propio cuerpo, más cercano a lo divino que a lo humano, pero realmente alejado de ambas naturalezas. Se observó las manos, grandes y fuertes, las abrió y cerró rápidamente, como si quisiera comprobar que eran reales. Se levantó, despacio y con elegancia, orgulloso ante la reciente corporeidad de su ser e ignorando su desnudez. Con un gesto firme, y excesivamente lento, tomó con delicadeza a Luz entre sus brazos para dejarla con suavidad sobre la cama.

—Sueña con los angelitos —susurró y se rió de su propia ocurrencia.

Con cuidado, deshizo el ovillo de pelo en el que ella, en algún momento, había recogido su melena, y se tumbó a su lado, observándola de nuevo mientras dormía, satisfecho consigo mismo.

—Ahora ejerzo de ángel de la guarda —dijo, como si le debiera una explicación, con la voz profunda de aquel cuerpo que ya casi había olvidado—. Y, por lo que veo, tú andas falta de uno.

—Se puede saber qué diablos estás haciendo.

Ángel sonrió ampliamente ante la conocida voz que llenó la habitación de Luz e hizo temblar los cristales del ventanal.

—Tú misma te has respondido, Gabriel —contestó, divertido.

—No bromees conmigo —la voz de Gabriel era ahora más suave, pero igualmente firme.

—No acostumbro a hablar al aire, Gabriel —Ángel pronunció el nombre despacio, acariciando cada letra, deleitándose en la repetición.

No hubo más respuesta que un resplandor dorado, intenso, en mitad de la habitación que, seguramente, delataba para unos ojos que no estuvieran condicionados por barreras físicas la hermosa figura del arcángel.

—Tampoco con luces resplandecientes —añadió, con tono condescendiente.

Se asombró de su propio buen humor, a pesar del terrible cansancio que sentía, pero de inmediato la intensidad que cobró el resplandor que inundaba la habitación interrumpió el hilo de sus pensamientos, y se alegró de haber sumido a Luz en un sueño lo suficientemente profundo. Finalmente, una hermosa joven apareció desnuda en la habitación del hotel, surgiendo de la intensa luz dorada que parecía brotar ahora de su cuerpo. Los rasgos suaves del rostro de Gabriel se veían endurecidos por su mirada, de un intenso marrón oscuro. El pelo, castaño y despeinado, llegaba hasta la altura de los hombros, dándole un aire salvaje. El arcángel se apoyó en la pared, con la vista fija en él, que seguía tumbado en la cama, disfrutando de su corporeidad, con los brazos entrelazados formando un cojín tras su cabeza.

—Resplandeces —dijo, mirando de arriba abajo, con un descarado movimiento de cabeza, el cuerpo desnudo de Gabriel, que no se inmutó ante su gesto.

—¿Y bien? —La voz de Gabriel era ahora suave, acorde con el cuerpo de la joven en la que se había convertido.

—Y bien —repitió él, con sorna.

—¿Qué pretendes?

—Lo mismo de siempre, supongo.

—¿Caos? ¿Destrucción? —Gabriel hablaba despacio, como si recitara las opciones disponibles en un hipotético menú—. ¿Guerra? ¿Miseria? ¿Sufrimiento? ¿Agonía, tal vez?

Él la observó en silencio, con expresión burlona, y ella le hizo un gesto para que continuara él con la lista de opciones.

—Conocimiento, libre albedrío, poder… —respondió, separando cada palabra con increíble solemnidad—. Nada más.

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