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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (13 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—Cuida tus palabras, Belial. Es posible que lleves tres siglos buscándome, pero no deberías olvidarte de quién soy —dijo con toda la calma de la que fue capaz—. Ven, invítame a un cigarrillo. —Señaló con un gesto el paquete de tabaco que el diablo guardaba en el bolsillo de su camisa, antes de empezar a caminar.

Belial inclinó la cabeza levemente, en señal de respeto, y le ofreció su paquete de tabaco y un mechero.

—Anoche sentí el estallido de tu poder y vine tan rápido como pude. La verdad es que ya no sabía dónde buscar, ni qué pensar.

—Tienes poder para hacerte cargo de todo en mi ausencia y mucho más —dijo Ángel, encendiendo un pitillo y poniendo una mano sobre el fuerte hombro del enorme diablo.

—Al menos podrías haberte puesto en contacto conmigo —replicó Belial, caminado junto a él—. Llegué a creer que…

—¿Qué? —Ángel lo cortó, riendo, nuevamente animado—. ¿Qué me había evaporado y fundido con la atmósfera?

El ángel caído rió con él, sin ganas.

—Las cosas se han complicado últimamente. Y por cierto, ¿qué demonios llevas puesto?

—Mejor no preguntes —respondió, negando con la cabeza, aún de buen humor, absorbiendo el humo del tabaco—. Vamos, ayúdame a encontrar algo mejor. Y, dime, qué es eso que se ha complicado hasta tal punto que mantiene inquieto a uno de los Reyes del Infierno.

—Es Legión. —Belial no pudo ocultar el orgullo en su voz después de oír de boca de Ángel el rango que en su día le habían asignado los humanos—. Cuando los rumores sobre tu ausencia quedaron patentes empezó a hacer de las suyas…

—Eso no es precisamente una novedad.

Ángel se detuvo para mirar el interior de una tienda de ropa a través del escaparate enrejado.

—No lo sería, de no ser porque empezó a usar tu nombre en cada una de sus travesuras —sentenció Belial.

Miró al diablo con dureza, mientras se maldecía a sí mismo por haberse permitido una tan larga ausencia entre los suyos. Que él no pudiera usar su propio nombre era algo que le había costado un par de milenios asimilar, que los demás lo llamaran por alguno de sus arcaicos nombres era algo que aún le costaba tolerar, pero que otros usaran su nombre en su lugar era lo último que estaba dispuesto a consentir.

—¿Cómo lo has permitido? —La amenaza en su voz podría haber hecho temblar a Belial, que, en cambió, permaneció impasible ante él.

—No lo he hecho, en realidad —contestó, irguiéndose—. Pero tampoco lo he podido evitar.

—Está bien —concedió mientras se entretenía en forzar la entrada de la tienda que le había llamado la atención—. Haz saber a todos que estoy de vuelta —ordenó mientras seguía jugando con la cerradura de la verja hasta que ésta cedió y pudo empezar a trabajar con la de la puerta de cristal que aún lo separaba de su objetivo—. En cuanto acabe con este asunto me ocuparé de Legión.

La puerta finalmente cedió, dejándole el paso libre, y se detuvo antes de entrar en la tienda.

—Y, Belial —llamó al ángel caído que se alejaba ya de él—, tráeme mi espada.

Ángel observó a Belial sonreír complacido por su petición antes de entrar por fin en la tienda, rebuscar entre la ropa y lanzar al suelo el cigarrillo para adueñarse de todas las prendas que podían serle útiles. Cuando salió de nuevo al exterior, cargado de ropa, notó a su lado una presencia conocida.

—Asmodeo, necesito tus brazos, no tu compañía —dijo al aire y esperó, apoyado contra una pared.

Un instante después, un joven alto y rubio salió de la tienda, vestido con un pantalón vaquero y una camiseta negra lo suficientemente ceñida como para que no quedara duda de la musculatura que escondía. Saludó a Ángel con un movimiento de cabeza y, resignado, tendió sus brazos para sostener las prendas que éste le entregaba.

—Tengo tu espada —dijo, mientras miraba con mala cara el montón de ropa que Ángel le acaba de entregar.

—Bien, pero primero vamos a desayunar.

Asmodeo suspiró y echó a andar detrás de él, dispuesto a cumplir con los caprichos de su superior y a tolerar su cambiante humor, y él no pudo evitar sentirse satisfecho de su reacción.

Dejaron el enorme montón de ropa en la mejor habitación del establecimiento, que, instantes antes, Ángel había reservado por tiempo indefinido, tras convencer a la recepcionista de que no quería cobrarle ni un euro por ella. Después se sentaron en una mesa de la cafetería del hotel.

—Veo que estás en forma —dijo Asmodeo, rompiendo el largo silencio.

—Eso parece.

—Supongo que a mí tampoco me contarás dónde te has escondido todo este tiempo.

Ángel suspiró pesadamente y encendió un cigarrillo de Asmodeo, evitando una pregunta que de momento no tenía intención de responder. Lo último que quería era confesar a los diablos, se creyeran reyes, príncipes o generales del Infierno, que se había pasado los últimos trescientos años vagando y maldiciendo su suerte. Y lo último que necesitaba era que alguno de los ángeles caídos que aún lo culpaban de haber sido privados de la Gracia de su Padre y clamaban venganza, o los demonios, ávidos de poder, hijos del mundo que supuestamente él gobernaba, sospecharan de su debilidad.

—Está bien —aceptó Asmodeo, encendiendo a su vez un pitillo—. No me lo cuentes si no quieres, pero no puedes ignorar el hecho de que han cambiado algunas cosas durante tu ausencia.

Ángel le dedicó una terrible sonrisa a Asmodeo mientras con un gesto lo animaba a continuar.

—Aunque no lo sepas —empezó a decir el diablo, pero inmediatamente rectificó ante la mirada amenazadora de Ángel— o aunque no te interese, tienes el mundo bajo control. Los hijos de este mundo han hecho un buen trabajo, en especial los últimos cien años. Aunque, por supuesto, ahora quieren su recompensa. Es un pequeño precio…

—Maldita sea, no quiero el control del mundo, Asmodeo —lo interrumpió, a la vez que golpeaba con fuerza la mesa, llamando la atención de algunos camareros y clientes de alrededor.

—Sé lo que no quieres —dijo el diablo dando una larga calada a su cigarrillo, soltando lentamente el humo después—. Pero también sé, igual que tú, que no tienes opción —concluyó, sosteniéndole la mirada—. O tú o las bestias, Lucifer.

No quiso contestarle y el camarero, que había estado dudando hasta aquel momento, aprovechó el silencio para acercarse a ellos y dejar sobre la mesa los cafés que habían pedido.

—Alguien debe gobernarnos. —Asmodeo continuó hablando cuando el camarero se hubo apartado lo suficiente—. Y ése es tu puesto, Príncipe de Este Mundo.

El ángel caído hizo una leve reverencia con la cabeza, imperceptible a los ojos de cualquiera excepto a los suyos, que mantenía fijos en él.

—No veo que tú, Belial y los demás lo hayáis hecho tan mal durante los últimos tres siglos, Príncipe del Infierno —dijo, recordándole al ángel caído el título que los humanos le habían otorgado y centró su atención en la taza de café que tenía delante. Eran esos pequeños placeres, o vicios, los que había echado de menos durante todo ese tiempo.

—No me jodas, Lucifer —le reprochó el diablo, que se recostó sobre el respaldo de la silla—. Lo nuestro son las guerras, las batallas o los desastres naturales, si tanto quieres, pero no el gobierno. No tenemos ni la paciencia ni las ganas para bregar con esa pandilla de condenados.

—¿Y yo sí? —preguntó, mirándolo de nuevo y dejando escapar una leve risa sarcástica.

—Supongo que no —concedió Asmodeo—. Pero tú tienes la sabiduría necesaria para hacerlo.

Lo último que le apetecía era hablar de demonios, ángeles rabiosos o almas en pena condenadas al Infierno de una eternidad privada de la Gracia de Dios. Asmodeo se dio cuenta de ello, sacó su espada, y la puso sobre la mesa. A los ojos de cualquiera aquel objeto no era más que una sencilla barra de metal decorada con un delicado grabado, pero, en las manos adecuadas era el arma más mortífera que pudiera existir. Esas manos eran las de Ángel, a quien antes del principio de los tiempos el Creador se la había confiado, y cuyos ojos brillaron al reconocerla.

—¿Y qué es lo que estamos haciendo aquí exactamente? —preguntó el diablo al reconocer la expresión en el rostro de Ángel.

—Ajustar cuentas —respondió él, distraído, al tiempo que tomaba su espada y dejaba ver una terrible sonrisa, antes de indicarle al diablo con un gesto de la mano que lo dejara solo. Luz estaba a punto de bajar de su habitación y no quería dejar pasar la oportunidad de hablar con ella.

Cuando se despertó, Luz se encontró de muy buen humor. Pensó que aquella noche debía de haber soñado algo extrañamente agradable, aunque era incapaz de recordar nada. Aún así el mero hecho de no haber tenido pesadillas ya suponía una reconfortante novedad. Llamó a Alfonso por teléfono para contarle que se encontraba mucho mejor y planear algo para pasar el domingo, tal vez podrían dar una vuelta por la ciudad y visitar algún museo, pero su amigo le explicó que tenía que salir de Salamanca para cumplir con unos compromisos familiares, y que no regresaría hasta la noche. Eran las nueve de la mañana y se encontró con todo un domingo libre por delante, algo que sólo unos días atrás le hubiera supuesto una terrible molestia, y hubiera intentado llenar las horas vacías con mil y una tareas inútiles antes de desistir y rendirse ante una botella de vino. Pero aquella mañana se sentía insólitamente dispuesta a disfrutar de la jornada libre, y que Alfonso no pudiera acompañarla no le pareció en absoluto un inconveniente que le impidiera visitar la ciudad.

Decidió tomarse una larga ducha antes de bajar a desayunar y hacerse con algunas guías turísticas. Estaba emocionada ante la idea de descubrir por sí misma Salamanca, no con los ojos de una antropóloga que busca el sentido de lo que contempla, sino con los de una turista más que se deja sorprender por los detalles que le ofrece el lugar que visita. Revolvió sus ropas en busca de alguna prenda lo suficientemente cómoda para el día que estaba planeando en su mente, y se maldijo, por enésima vez, por su afición a los colores oscuros. En pleno verano, y en aquella ciudad, vestir completamente de negro para hacer turismo no era una buena idea, aunque no tenía muchas más opciones. Se resignó y se puso lo más cómodo que encontró. Tampoco tenía un calzado adecuado, pero ese era sólo un pequeño fallo más en su ya totalmente fracasada indumentaria de turista. Se miró en el espejo y, contra todo pronóstico, se descubrió aprobando su vestimenta, aunque fuera más similar a la de una roquera pasada de moda que a la de una mujer dispuesta a explorar una ciudad un domingo de verano. Pero, sin lugar a dudas, la ropa le sentaba bien y se felicitó por ello. Por un instante, se sorprendió por su estado de ánimo, hacía mucho tiempo que no se sentía satisfecha con el reflejo que le devolvían los espejos. Pero, rápidamente, decidió aparcar aquel pensamiento y se dispuso, inusualmente animada, a enfrentar su día.

Encontró la cafetería del hotel prácticamente vacía. Algunos camareros charlaban ociosos junto a la barra y una única mesa estaba ocupada por un hombre que tomaba café. Dudó un instante antes de decidir sentarse justo en el centro del local. Pidió un desayuno completo, desplegó sobre la mesa un mapa turístico de la ciudad y, dispuesta a señalar los lugares que quería visitar, abrió una guía que había conseguido en la recepción del hotel junto a algunos folletos. El camarero llegó con su desayuno y colocó, como pudo, los platos y vasos sobre la pequeña mesa circular, ocupada casi por completo por el mapa. Luz se afanó en replegarlo para poder comer mientras trabajaba, y la guía que estaba consultando se precipitó al suelo, junto con los folletos informativos, amenazando a su vez con derramar el café con leche, que pudo salvar de milagro a cambio de dejar que el plano terminara también en el suelo.

—No pareces en absoluto una turista desorientada —dijo una voz profunda a su espalda, sobresaltándola—. Salvo porque esto te delata.

Casi dio un salto de la silla cuando se giró y vio al hombre joven, alto y completamente vestido de negro, que le ofrecía amablemente el libro y los papeles que se le acababan de caer. No le había oído acercarse y tardó un instante en recomponerse, y algún tiempo más en asimilar lo que estaba viendo. Decir que ese hombre era atractivo era quedarse realmente corto. A pesar de su más de metro ochenta y robusta complexión, tenía una postura inusualmente elegante y despreocupada que, junto con sus movimientos ágiles y elásticos, podría haber dejado en ridículo a cualquier felino en un instante. El pelo oscuro, largo y cuidadosamente despeinado, le daba un aspecto peligroso que corroboraban las facciones de su rostro, a la vez suaves y angulosas. Aunque todo ello perdía inmediatamente su importancia ante el protagonismo de una intensa mirada de ojos verdes, que bien podrían haber encerrado un océano en su interior. Luz tomó aire antes de poder hablar.

—Pues hoy soy una simple turista —dijo, finalmente, y su voz sonó con más entereza de la que esperaba mientras tomaba la guía y los papeles que aquel hombre le ofrecía.

—¿Sólo hoy? —preguntó él, con una media sonrisa a penas insinuada, que la dejó de nuevo sin habla durante un instante que a ella le pareció eterno.

—Eso me temo —contestó con un hilo de voz—. Y espero que sea tiempo suficiente para poder visitar todos los lugares que quiero.

—Un día es muy poco tiempo para dedicar a una ciudad como esta. Aquí hay mucho que ver, y esas guías pueden llegar a complicar más la jornada que ser realmente útiles.

Luz lo miró confundida, pero fue incapaz de hablar cuando se dejó atrapar por aquellos ojos verdes que se fijaban intensamente en los suyos.

—¿A dónde tenías pensado ir? Tal vez podría indicarte algunos lugares interesantes —ofreció él, señalando el mapa.

—En realidad no lo sé —confesó, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contestar con naturalidad, perdida como estaba en la mirada de aquel hombre—. Esta mañana un día completo me parecía una eternidad para visitar la ciudad, pero ahora…

—Bueno, quizás deberías empezar por las catedrales. ¿Te interesa la arquitectura religiosa? —dijo él, desplegando sobre la mesa el mapa que casi había provocado el desastre, y acomodándolo perfectamente, dejando espacio para su desayuno—. Si es así, el conjunto de la catedral es hermoso y te gustará. También hay un buen puñado de iglesias interesantes y, por supuesto, la universidad —continuó él, mientras Luz lo observaba, perpleja—. Aunque yo, personalmente, prefiero las pequeñas curiosidades y los lugares que guardan historias y leyendas en su interior —concluyó en tono de confidencia, acercándose levemente a ella.

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