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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (12 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—Nada más —repitió ella, imitando su tono, y él asintió, con una leve sonrisa—. ¿Y esto? —añadió la joven, abarcando toda la habitación con el movimiento de un brazo.

—No me gustan las normas, ya lo sabes.

—Lo sé. Pero no respondes a mi pregunta.

—Respóndeme tú a esto —dijo, señalando hacia Luz— ¿Esto es justo? ¿Esto es amor? —Ángel se incorporó, despacio, disfrutando de aquel cuerpo ya casi olvidado, y notando las contracciones y estiramientos de cada músculo. La incipiente sonrisa había desaparecido por completo de su rostro, que mostraba ahora una sombra de amenaza—. ¿En serio? —insistió, mientras caminaba hacia Gabriel, con los ojos verdes llenos de ira fijos en su rostro, y señalando con una mano a Luz, que seguía durmiendo profundamente en la cama.

—Esto no es tu problema —respondió ella, finalmente, sin inmutarse.

—¿No? ¿Y de quién es? ¿Tuyo? —preguntó, y su voz había perdido ya cualquier rastro de amabilidad llenándose en cambio de un matiz siniestro—. ¿Suyo? —añadió, separando cada letra mientras señalaba hacia arriba con un dedo—. No me hagas reír.

—Libre albedrío —dijo Gabriel, imitando el tono de voz que él antes había usado.

—Venga ya, Gabriel, no me jodas.

—Ella eligió —sentenció el arcángel.

—No, no lo creo —dijo Ángel, que estaba ahora frente a Gabriel, inmóvil, mirándola fijamente a los ojos—. No creo que ella eligiera ser abandonada por sus padres. No creo que eligiera la soledad y la traición de sus amigos. No creo que eligiera la muerte de su marido. —Hizo una pausa, escrutando el rostro del arcángel, que seguía sin variar su expresión—. No creo que eligiera el dolor que llevaba dentro. No creo que eligiera la absoluta falta de consuelo.

—Eligió no creer —interrumpió ella.

—Por supuesto —dijo Ángel, alargando las sílabas y exagerando una repentina comprensión—. A eso se reduce todo, como no. Ha infringido la más importante de las malditas reglas —gritó, con la vista fija en Gabriel, muy cerca ahora de ella—. Y ha sido condenada.

—Te equivocas otra vez. —La voz de Gabriel fue calmada, lenta, a pesar de la incomodidad que él sabía que sentía por tenerlo tan cerca—. Simplemente ha obtenido las consecuencias de su decisión. Ella no ha sido condenada. —El arcángel respiró profundamente antes de continuar—. Tú fuiste condenado, Lucifer.

Algo en lo más profundo del espíritu de Ángel se removió y, por primera vez en mucho tiempo, un sentimiento surgió en su interior, llenándolo completamente. Sintió añoranza del cielo. Añoranza de su Padre. Supo, de inmediato, que Gabriel lo había notado, porque un destello de asombro asomó en su mirada durante el tiempo justo para que él pudiera verlo.

—Sabes perfectamente que ese nombre no me pertenece —dijo, esforzándose en contener la nueva emoción, tratando con todas sus fuerzas que no se reflejara en su rostro o en su voz—. Me fue arrebatado, con todo lo demás. Tú lo has dicho, fui condenado.

—Pero ella no —insistió el arcángel, y el eco de una antigua pena se filtró en su voz—. Déjala en paz.

—Díselo a Uriel. Deberías atar más corto a tus perros, pregonera. —Toda la añoranza que había sentido se había convertido en ira, su propia ira, se percató, al recordar como Luz había sido lanzada, junto a él, a un abismo que ningún humano debería ver jamás—. Ella provocó esto. Y casi provoca su propia muerte. La próxima vez no tendré paciencia.

Vio la sorpresa reflejada en el rostro del arcángel, al mismo tiempo que sintió como su ira aumentaba, llenando en aquel momento toda la habitación, como no lo había hecho desde mucho tiempo atrás. Se regocijó ante la reacción del ser sagrado, no sólo por sus palabras, era evidente que Uriel no le había contado nada de su encuentro, sino también por haber recuperado un poder que hacía mucho que había perdido.

—De hecho, Gabriel, ahora mismo podría acabar contigo —dijo, animado por su recobrada fuerza. No sabía de dónde había salido o qué la había provocado después de tanto tiempo, pero no le importaba ni lo más mínimo—. Deberías darme una buena razón para no hacerlo.

—Podría decirte que en realidad no quieres hacerlo. —Gabriel parecía más tranquila de lo que él sabía que se sentía y saboreó su inquietud—. Pero lo cierto es que no lo harás porque se lo prometiste a Miguel.

—Yo no prometí nada —protestó y su voz sonó tan profunda y terrible que podría haber hecho estremecer a cualquier alma cercana que la hubiera oído, y maldijo al arcángel, que sonreía ante él, por haberse ocupado de que eso no ocurriera, sumiendo a toda una ciudad en un sueño tan profundo como el que él le había provocado a Luz.

—Si es así, diremos que porque le debes a él una pequeña revancha —dijo, sonriendo con ironía.

—Entonces, qué demonios quieres, Gabriel —preguntó, dejando que la ira desapareciera, pero reteniendo su recuperado poder, disfrutándolo.

—Que dejes tranquila a la humana.

—¿La dejarán tranquila los tuyos? —La pregunta de Ángel sonó como una amenaza, pero Gabriel no contestó, y él lo hizo en su lugar—. Por supuesto que no.

—¿Qué quieres de ella, Lucifer?

Sintió otra oleada de ira al escuchar de nuevo su arcano nombre en boca de Gabriel, pero esta vez consiguió contenerla y acumularla en el interior de su condenado ser. Se recordó cómo se había sentido cuando aún estaba tumbado junto a Luz, con su recuperada corporeidad, en lugar de estar a pocos centímetros del arcángel, intercambiando amenazas que no llevaban a nada. Se retiró unos pasos de ella y, después de dedicarle un despreocupado gesto de desprecio, se tumbó otra vez en la cama, al lado de Luz, disfrutando de nuevo de la situación, intensificada en esta ocasión por su recuperado poder. Gabriel repitió la pregunta interrumpiendo, de nuevo, el momento.

—Mi maldito manuscrito —contestó él, al fin—. El mismo que no he podido conseguir antes por la genial idea que tuviste de plantarle ese estúpido sello sagrado encima, encerrarlo en un cofre, también sellado, y todo ello en una maldita cripta, ¡oh, qué original!, igualmente sellada. —Su tono sarcástico destilaba odio y rencor, y ocultaba el dolor casi tan bien como recordaba, y se dejó llevar por su propio discurso. La soberbia era por algo el pecado del que más disfrutaba—. ¡Ah, sí! Se me olvidaba, también tuviste el detalle de vincular a mi ya de por sí maldito y torturado espíritu, aunque por lo visto no lo suficiente para tu gusto, esos jodidos sellos que apenas me han permitido existir durante los últimos quinientos años. Y, permíteme que te lo diga, Gabriel, encanto, aquí abajo quinientos años es mucho tiempo. Muchísimo tiempo. La puta hostia de tiempo. ¿Entiendes, eso? —La rabia había invadido por completo su voz y respiró, tranquilizándose, antes de continuar—. Así que, sí, ahora que no hay cripta sellada, ni cofre sellado, me gustaría poder recuperar lo que es mío. —Respiró profundamente de nuevo, calmando su ser—. ¿Eres capaz de entender eso?

—Lo que no soy capaz de entender, Lucifer —contestó Gabriel que había esperado, con gesto de exagerada resignación, a que él terminara con su discurso—. Lo que, la verdad, no comprendo de ninguna manera, es por qué motivo te empeñas en torturar a la humanidad con tus ideas.

Ángel suspiró y se acomodó en la cama. Estaba gozando con aquella discusión y no podía creer que se hubiera olvidado de lo mucho que se divertía incordiando a Gabriel.

—¿Torturar? No, pregonera. Yo no torturo a nadie. Me temo que es Él quién lo hace.

El rostro de Gabriel se torció en una mueca de disgusto y él no pudo evitar sonreír.

—De momento —continuó Ángel—, que yo recuerde, no he mandado diluvio alguno sobre la maldita Creación. Ni se me ha ocurrido ordenar matar a los primogénitos de nadie. —Disfrutó al ver como aquel recuerdo hacía que el espíritu de Gabriel se retorciera de dolor, casi tanto como lo hacía el suyo con el recuerdo de su maldita caída—. Tengo razón ¿verdad? Podría seguir, pero no quiero hacerte pasar un mal rato. Al fin y al cabo, no creo que tengas la culpa de seguir en el bando equivocado. Simplemente aún no has comprendido que Él ama a su Creación, pero ama aún más tener el poder absoluto sobre ella. Querida, si alguno de los dos ama realmente al hombre, permíteme que te abra los ojos, ése, sin lugar a dudas, soy yo.

—Sé que amas al hombre, Lucifer. —La evidente compasión en la voz de Gabriel casi le provocó una arcada y una oleada de ira lo inundó cuando el arcángel fijó por un instante su mirada en Luz, que seguía durmiendo plácidamente en la cama—. Pero no sabes lo que le conviene. Te crees poseedor de una verdad inexistente y obras del modo equivocado. ¿Acaso no te has detenido a observar cómo está el mundo últimamente?

Ángel no contestó.

—¿No te has parado a ver los efectos de tu obra en los últimos, digamos, mil años? —preguntó Gabriel.

Negó con la cabeza, sonriendo con exagerada condescendencia. Era evidente que el ser humano había perdido completamente el dominio sobre sí mismo y que se estaba cargando la Creación, pero era igualmente obvio que eso no era culpa suya, en todo caso, era más bien lo contrario. Gabriel le sonrió como respuesta a sus pensamientos y deseó arrancarle la sonrisa de la cara de un golpe. Ella desplegó las alas, que hasta entonces había mantenido ocultas, y la ira se multiplicó en el interior de Ángel, que, con un solo movimiento, se levantó de la cama y se puso frente a ella, hablándole a escasos milímetros de la cara.

—Nada de esto es mi culpa, Gabriel.

—¿Seguro?

La convicción en la voz del arcángel provocó que una oleada de furia saliera del cuerpo de Ángel haciendo vibrar las paredes del hotel y de los edificios colindantes. Sintió sobrecogerse el espíritu de Gabriel, pero ella no varió su postura ni la expresión de su rostro.

—Deberías hablar con los tuyos a ver si opinan lo mismo que tú —continuó el arcángel con aplomo—. Estoy segura de que hace mucho que no te ocupas de tu propia corte de demonios y renegados.

Ángel gruño y acortó aún más la distancia que lo separaba del arcángel, disfrutando al sentir como crecía su incomodidad.

—¿Qué vas a hacer, Príncipe de Este Mundo?

Consiguió ignorar la burla en la voz de Gabriel, y se limitó a apoyar una mano en la pared en la que ella estaba apoyada mientras mantenía la mirada fija en sus ojos.

—Quedarte aquí, por supuesto, y seguir con tu descabellado plan. No lo he dudado ni un instante. —Gabriel respondió a su propia pregunta—. Supongo que Miguel tenía razón. Esta visita ha sido de cortesía, hermano, la próxima no será tan agradable.

—Vete a tocar la trompeta, pregonera —contestó entre dientes, mientras la luz que desprendía el cuerpo de Gabriel se intensificaba a la vez que su figura se diluía en ella.

—Recupera tu espada, Lucifer. —La voz de Gabriel retumbó de nuevo en la habitación al tiempo que la luz dorada en la que se había convertido vibraba, destellante—. La necesitarás, si piensas seguir con esta locura.

Ángel permaneció apoyado en la pared en la que había estado recostada Gabriel, y dejó caer el rostro, derrotado, permitiendo ahora que aquella antigua emoción recuperada, y que instantes antes había transformado en ira, lo invadiera por completo. Sintió el viejo dolor, la angustia y la añoranza. Pero también sintió como una leve punzada de algo parecido a la esperanza crecía en su interior, y una media sonrisa asomó de nuevo en su rostro en el instante en que el resplandor del arcángel se diluía.

—¡Gabriel! —llamó y la ya atenuada luz dorada vibró como respuesta—. Consígueme algo de ropa —añadió, dejando salir una fuerte carcajada.

La luz dorada de Gabriel desapareció por completo dejando a oscuras la habitación y Ángel esperó hasta que sus ojos se acostumbraron de nuevo a la penumbra antes de volver a la cama, junto a Luz. No sabía qué unía a aquella mujer a su ser, pero estaba claro que su buen humor se debía a ella. Y, posiblemente, también el que de nuevo fuera capaz de sentir, después de tanto tiempo de vacío en su interior, supliendo sus propias sensaciones por otras ajenas, hasta el punto de haberse convertido en poco más que un ser errante. No sabía qué efecto causaba Luz en él, pero lo averiguaría, y mientras tanto disfrutaría de la sensación. Y de la compañía. Se quedó mirándola fijamente mientras dormía con tranquilidad, y se perdió de nuevo en su alma hasta que la salida del sol lo devolvió a la realidad. Las cortinas de la habitación del hotel no permitían que los primeros rayos de luz entraran en el dormitorio, pero sabía que exactamente en aquel momento el astro rey comenzaba a iluminar la ciudad. Sonrió ante la casi olvidada sensación de sentir un nuevo amanecer en aquel cuerpo. Respiró profundamente, mientras se desperezaba, disfrutando del placer que le proporcionaba la corporeidad, y concluyó que, en realidad, los inconvenientes eran poca cosa en comparación con las innumerables ventajas de aquel estado.

Luz aún dormía plácidamente a su lado, y, si había calculado bien, aún le quedaban algunas horas de sueño por delante. Se permitió quedarse tumbado en la cama durante un rato, relajado, viéndola dormir, y pensando en lo diferente que era observarla ahora, estirado junto a ella, en su cama, en lugar de como un ente incorpóreo que fisgonea en un universo que le es ajeno. Se habría quedado allí, mirándola, pero no quiso arriesgarse a que ella se despertara antes de lo que había previsto. Con un rápido movimiento, se levantó y sonrió cuando vio un montón de ropa cuidadosamente plegada a los pies de la enorme cama de hotel. Maldijo a Gabriel y sus bromas mientras se vestía y comprobaba que las prendas que le había dejado eran completa e impolutamente blancas. Se prometió a sí mismo que sólo las usaría el tiempo necesario hasta que encontrara cualquier otra cosa que ponerse. Y abandonó la habitación de Luz, no sin antes echar una última mirada a la mujer, que dormía plácidamente y con una bonita sonrisa en el rostro.

Era domingo y la ciudad descansaba aún cuando salió a la calle y tomó una profunda bocanada de aire. Le gustaba su recién recuperado cuerpo, se sentía bien, y había olvidado por qué demonios se había privado a sí mismo de ese pequeño placer durante tanto tiempo. Caminó unos metros pensando en dónde podía conseguir ropa decente, hasta que reconoció una figura familiar al final de la calle. Suspiró, resignado, antes de recorrer la distancia que lo separaba de la conocida silueta.

—¿Se puede saber dónde diablos te has metido? Llevo buscándote más de trescientos años, Lucifer.

Bufó, haciendo un esfuerzo para controlar su ira porque todos los malditos ángeles, caídos o no, parecieran haber escogido aquel día para recordarle cuál era el nombre del que había sido privado.

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