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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (50 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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Oyó algo que la llamaba, pero no quería responder, estaba cansada, derrotada, no quería moverse, ni pensar, ni hablar. Le dolía la garganta y sentía que le daba vueltas la cabeza, pero no le importaba, tenía sueño y quería seguir dormida. Pero ese sonido continuaba, como un grito breve y agudo, que no le permitía regresar a su sueño. Un sueño hermoso que apenas recordaba, pero en el que se había sentido bien, había sido feliz. Ignoró con todas sus fuerzas aquella molesta llamada y se concentró en recordar aquel sueño para volver a él, más allá de la consciencia, del dolor, la incomodidad y aquella molesta llamada. No conseguía recordar nada más que la hermosa sensación que la había llenado durante su sueño y se empeñó aún más en ello, deseosa de recuperarlo, queriendo quedarse allí y no despertar jamás. La llamada, repetitiva, monótona, insistente, continuaba, y las imágenes que trataba de evocar parecían alejarse con cada uno de aquellos agudos aullidos. De pronto, una imagen acudió a su mente, unos ojos, hechos de llamas, fijos en ella, pero que de inmediato desaparecieron cuando otra vez aquella llamada resonó en su cabeza. Y regresó la misma imagen, ligeramente diferente, las llamas se habían transformado en dos hermosos iris de un color verde brillante e intenso, que la miraban, despertando en su interior los mismos sentimientos que la habían llenado durante su sueño. Una vez más la llamada reclamó su atención y la imagen hipnótica de aquellos ojos desapareció de su cabeza. Quiso reclamarla, perderse en ella, pero aquel sonido impertinente no cesaba, impidiéndoselo. No era una llamada, era un pitido, muy agudo, molesto, que se repetía manteniendo el mismo ritmo, como si hubiera sido ideado para alejar de su mente las imágenes que anhelaba, concediéndole el tiempo suficiente sólo para recordarlas el instante antes de volver a sonar con intensidad para diluirlas y privarla de ellas.

Quiso hablar, sin conseguirlo, algo en su garganta lo impedía, asfixiándola. Enseguida trató de llevar una mano a su boca para liberarse de aquello que la ahogaba, y algo se lo impidió. Se revolvió, nerviosa, esforzándose en abrir los ojos, para encontrarse con el rostro familiar a la vez que desconocido de un hombre joven que la sujetaba, con los ojos llenos de preocupación.

—Tranquila, Luz, estás en el hospital, te pondrás bien. —El hombre habló despacio, tranquilizándola, y dejó de luchar con él. Reconoció su propio nombre, aunque se sintió confusa al oírlo, pero de ninguna manera recordaba cómo había llegado hasta aquel lugar ni quién era el hombre que la sujetaba—. Tienes que tranquilizarte y descansar, pronto te recuperarás.

Alguien entró en la habitación y llamó su atención, pero tampoco reconoció a la joven vestida de blanco, que se acercó a ella, y habló en voz baja con el hombre que aún la sujetaba, antes de dirigirse a ella.

—No intente hablar, Luz —dijo la mujer, amablemente, mientras manipulaba algo a su alrededor—. La sedaré de nuevo, trate de descansar.

No pudo luchar ni explicarles que no necesitaba descanso, sino respuestas, porque enseguida su visión se volvió borrosa, amortiguando las voces y el incómodo pitido. Cerró los ojos, dejándose llevar por la sensación que la llenaba, acunándola, y de nuevo aquellos ojos verdes, intensos, brillantes, familiares, regresaron a su mente, reconfortándola, devolviéndole las sensaciones que había luchado por recuperar un instante antes, y se perdió en ellas y en aquella hermosa mirada.

Cada vez que se despertaba el mismo hombre estaba a su lado, sosteniendo su mano, tranquilizándola. Al principio los momentos de consciencia eran breves, enseguida una enfermera se ocupaba de administrarle un nuevo calmante, sumiéndola en un sueño largo en el que en cada ocasión aquella mirada regresaba como un lejano y viejo recuerdo, serenándola. Hasta que, finalmente, al volver a despertar, no sintió la presión en el interior de su garganta, y comprendió que el tubo que le había impedido hablar y la asfixiaba cada vez que se despertaba había sido retirado. Quiso hablar con el hombre que estaba junto a ella, pero no pudo pronunciar ni una sola palabra por la terrible irritación en su garganta. En aquella ocasión no la sedaron, y permaneció en silencio, cansada y dolorida, observando al joven del que no sabía ni el nombre, que seguía sosteniendo con cariño su mano, sin decir nada, salvo palabras tranquilizadoras cuando la veía alterada. Algo en su interior se removió al contemplarlo detenidamente y los ojos intensamente verdes de sus sueños se mezclaron con el rostro que observaba, formando una imagen nueva, parecida pero a la vez diferente, que la sobrecogió. Fue incapaz de apartar aquel recuerdo fugaz pero intenso de su mente, y un nombre acudía repetidamente a su cabeza y desaparecía antes de formarse por completo, dejándola vacía y perdida. Reconocía en el hombre que tenía al lado las facciones de los recuerdos confusos de sus sueños e, incluso, el parecido en la forma de los ojos que permanecían en su mente con una especial intensidad, pero también sabía que no se trataba de la misma persona. Las diferencias, aunque sutiles, le parecieron inmensas, y aunque bella, la mirada turquesa de aquel hombre, nada tenía que ver con la intensidad de aquellos ojos verdes de mirada arrogante que recordaba. Tampoco la expresión de su rostro era la misma, ni siquiera el gesto en sus labios, curvados en una tímida sonrisa, que no era ni la sombra de aquel gesto soberbio y atractivo que su mente le mostraba. Finalmente, se quedó dormida contemplando las imágenes de los recuerdos de sus propios sueños.

Cuando despertó de nuevo, con mil preguntas en su cabeza, llena de dudas e interrogantes, por primera vez no encontró a su lado al hombre que hasta aquel momento había estado junto a su cama. Preguntó a las enfermeras, pero ninguna parecía recordar que hubiera tenido compañía alguna durante las dos semanas que había permanecido sedada. Sus recuerdos eran confusos, llenos de lagunas que parecía incapaz de llenar con la información que el personal del hospital y los amigos que la visitaban le daban. Insistió durante días y preguntó en varias ocasiones por aquel hombre, tan parecido al de sus recuerdos y a la vez tan diferente, sin obtener respuesta alguna. Finalmente, dejó de preguntar el día que le dieron el alta y la remitieron a un psiquiatra para tratar la amnesia que le había provocado el accidente de coche que había sufrido.

Ese mismo día, antes de tomar el avión que debía llevarla a su casa, le contaron el desastre ocurrido en el sótano de la universidad. Alfonso y otras dieciséis personas habían sido brutalmente asesinadas cuando trataban de proteger, sin conseguirlo, el material de la investigación en la que participaba y que, como tantas otras cosas, no recordaba en absoluto. El mismo accidente que había borrado su mente, al parecer, había salvado su vida. De no haber viajado en el coche que se estrelló en algún punto de una carretera secundaria que no recordaba, habría estado trabajando en la facultad en el mismo momento en que los asesinos de sus compañeros la asaltaron. Y, al saberlo, no pudo evitar culparse por sentirse aliviada de haber esquivado la suerte que había acabado con la vida de aquellas personas.

Subió al avión, con ganas de regresar a su hogar y olvidarse de aquella pesadilla, y rebuscó en su bolsa algo qué leer para entretenerse, pero sólo encontró un montón de apuntes que, pensó, seguramente había llevado con ella cuando había viajado a Salamanca. Los sacó y ojeó y, de inmediato, un nombre acudió a su mente, junto al mismo rostro de imposibles ojos verdes que la atormentaba y aliviaba por igual. Lucifer.

EPÍLOGO

R
AFAEL sintió la esencia de Lucifer con una intensidad que lo sobrecogió. Era más fuerte y penetrante de lo que había sido desde el inicio de los tiempos, cuando el ángel más bello y perfecto que jamás pudiera existir decidió que prefería su propia libertad y amor a la existencia junto al Creador. Nunca antes el título de Príncipe de Este Mundo, que ostentaba con satisfacción y orgullo, le había pertenecido tanto como en aquel momento. Los humanos, simples e ingenuos, decían que era en los últimos dos siglos cuando realmente el Ángel Caído había gobernado en la tierra, y apenas comprendían que a él debían su propia humanidad. Jamás hubieran sido sino bestias salvajes de no ser por el don que Lucifer les había entregado. No habría habido civilización ni cultura alguna, ni arte ni tecnología, ni desarrollo ni conocimiento. Tampoco habría habido guerra, ni persecución, ni esclavitud, pero, en todo caso, había sido la propia arrogancia de aquellas criaturas la que había guiado sus actos y descuidado el regalo de Lucifer.

Por ellos, por otorgarles lo que había sido a su vez su salvación y castigo, el rasgo que definía su propia humanidad, el primero de todos los ángeles se había condenado, gustoso y dispuesto a disfrutar de su libertad hasta un punto que eran incapaces de comprender. De nuevo, por ellos, cinco siglos atrás, había puesto en juego su espíritu para recordarles lo que durante mil quinientos años parecían haber olvidado, que eran libres en esta vida, que no estaban sometidos en Este Mundo, que el conocimiento era el don que les había entregado y que los redimiría. Y, una vez más, por ellos había sido castigado y fustigado por el sello de Gabriel, hasta el punto de diluirse y olvidarse casi de sí mismo, sumido otra vez en el inmenso dolor que soportaba, y que jamás reconocería.

Aquel ser perfecto y bello, que nunca había dejado de brillar, de iluminar con su esencia, clara u oscura, la Creación que adoraba y odiaba por igual, resplandecía ahora incluso con una mayor intensidad desde que, finalmente, había recordado lo sucedido. Su propia soberbia, arrogancia, orgullo y tozudez habían causado su castigo y a la vez lo habían liberado de él, devolviéndole lo que siempre había sido suyo, lo que posiblemente nunca se le debería de haber arrebatado. Tal vez hubiera sido la arrogancia de Gabriel la que lo había liberado, tampoco importaba, todo era siempre a causa de su pecado, aunque él, inteligencia infinita, limitada sólo por su absoluta soberbia, fuera incapaz de comprender su propia causa.

Rafael se estremeció al notar la esencia de Lucifer mezclarse con la suya, dándole la bienvenida, sin que el contacto con su espíritu sagrado lo dañara, y comprendió cuál era la fuerza real que el encuentro con Luz había despertado en él, anulando el efecto que en su ser pudiera haber quedado del sello de Gabriel, devolviéndole el poder que había poseído desde el inicio mismo de su creación, y que se había visto incluso aumentado por su condena. Un poder que siempre, incluso en los últimos siglos, había estado en él, adormecido, contenido, pero amenazante y terriblemente regio. Respiró hondo y entró en la inmensa basílica ecuatoriana de la Consagración de Jesús, y lo vio, soberbio y hermoso, apoyado con premeditado descaro en el altar, justo en la unión de ambos cruceros de la impresionante catedral neogótica. Su aspecto era el mismo que había sido antes de precipitarse en el abismo, bello y terrible, similar y distinto de la forma que hasta aquel momento había tomado en Este Mundo. Todo en él parecía más delicado, sus facciones se habían suavizado, su cuerpo era más estilizado, y su cabello, igual de largo y lacio que antes, había recuperado el tono dorado que una vez había tenido. Igual que sus ojos, cuyo color verde, algo más claro ahora, era sólo una máscara que ocultaba el iris de fuego que habría delatado su naturaleza. Incluso, se fijó sonriente, ocultas a la vista humana, pero ligeramente perceptibles para él, podían verse sus alas, enormes y bellas, hechas de fuego dorado, extendidas majestuosamente surgiendo de su espalda, tan parecidas a las suyas propias y a las del resto de arcángeles, y, a la vez, tan magníficamente distintas que evidenciaban la verdadera naturaleza de ese ser.

—Bienvenido a la casa de tu Padre, arcángel —dijo Lucifer, abriendo los brazos, formando una cruz con su cuerpo que por un instante pareció fundirse con el templo que ocupaba.

—Ni tú ni yo deberíamos estar aquí ahora, Heylel —replicó, incapaz de dejar de mirarlo.

—Déjate de formalidades. —Lucifer avanzó hacia él, sonriente, terrible, mostrándole con descaro su poder—. No estoy aquí de visita, es una cuestión de placer, Rafael, y comprenderás que ante eso ni tus prejuicios ni las manías de tu Padre tienen nada que hacer. Ven, acompáñame —indicó y rodeó con un brazo sus hombros, atrayéndolo hacia él, dejando que finalmente sus esencias se entremezclaran completamente, provocándole un inmenso dolor al dejarle ver lo que era estar privado de la Gracia.

—No he venido para participar en tus juegos, sino para hablarte de Luz —dijo, y, por un leve instante, sintió como el espíritu de Lucifer se estremecía, antes de que fijara en él su mirada, inmensa y penetrante—. Ella está bien, por si te interesa.

—No he dudado ni un instante de tus dotes de ángel custodio —bromeó Lucifer, sin dejar de caminar, arrastrándolo con él.

—A mí no vas a engañarme, sé que ella te importa.

—Cierto —admitió, aunque ni por un momento nada en su mente o su espíritu indicaran que así fuera—. Nunca antes he tenido una oportunidad como esta de liberarme.

—Heylel, esto no tiene que ver con tu liberación…

—Mira —lo interrumpió, deteniéndose y obligándolo a girarse hacia una de las pequeñas capillas laterales.

Rafael apenas pudo contener un grito cuando vio, atónito, a un sacerdote manoseando a un muchacho, aprisionándolo tras un enorme confesionario, mientras desabrochaba sus pantalones con una mano y jugueteaba con la otra en su entrepierna. Sintió las emociones retorcidas del hombre golpearlo, dañarlo, justo antes de que el miedo del chico atravesara su espíritu. Quiso intervenir, detenerlo, obligarlo a apartarse del joven, pero Lucifer se lo impidió.

—Más vale que vayas acostumbrándote, arcángel —ordenó, fijando en él sus ojos, profundos, terribles, mientras lo sujetaba—. Porque estas emociones que ahora te dañan y te repugnan serán las que te mantengan cuando pierdas las alas. Siéntelo y desengáñate, los sentidos de tu cuerpo no te permiten ver la realidad. Él está disfrutando. Una fantasía que cumplen ambos en la casa de tu Padre. Su miedo es lo mismo que lo excita, que enciende su lujuria, haciéndolo temer y desear al mismo tiempo ser finalmente tomado.

—Tú no eres esto…

—Soy sus deseos, Rafael —lo interrumpió—. Sean cuales sean. Soy la mano que los empuja, la idea que los atormenta, la satisfacción que los llena, la creatividad que utilizan para construir obras magnífica —señaló a su alrededor abarcando el templo con su gesto—, y para llevar a cabo los mayores desastres. Tú mismo lo has dicho muchas veces —concluyó, reclamando su atención con su mirada—, no es mi trabajo juzgarlos. Tampoco el tuyo, arcángel.

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