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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (8 page)

BOOK: Pantano de sangre
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—Mi amigo y yo estuvimos aquí de safari hace unos doce años, y como casualmente nos encontrábamos en Zambia, de camino al campamento de caza de Mgandi, se nos ha ocurrido pasar por este lugar.

Sonrió con frialdad. Rathe miró por la ventana, más o menos hacia el aparcamiento improvisado.

—¿Mgandi, dice?

Pendergast asintió con la cabeza.

Rathe gruñó y tendió la mano.

—Perdonen. Pero tal como están las cosas, entre las incursiones rebeldes y todo lo demás, te vuelves un poco asustadizo.

—Lo entiendo.

Señaló dos sillas de madera muy gastadas, delante de la mesa.

—Siéntense, por favor. ¿Les apetece tomar algo?

—A mí no me iría mal una cerveza —dijo inmediatamente D'Agosta.

—Faltaría más. Un momentito.

Rathe se fue, pero regresó enseguida con dos botellas de cerveza Mosi. D'Agosta cogió la suya con un murmullo de agradecimiento; el primer trago le supo a gloria.

—¿Es usted el director del campamento? —preguntó Pendergast, mientras Rathe se sentaba al otro lado de la mesa.

Rathe sacudió la cabeza.

—No, soy el administrador. Ustedes buscan a Fortnum. Todavía no ha vuelto con el grupo de la mañana.

—Fortnum. Aja. —Pendergast echó un vistazo por encima al despacho—. Supongo que desde la última vez habrá habido varios cambios de personal. Se ve todo bastante distinto.

Rathe sonrió forzadamente.

—Tenemos que seguir el ritmo de la competencia. Hoy en día, los clientes no se conforman con el paisaje. También exigen comodidad.

—Por supuesto. De todos modos es una lástima, ¿verdad, Vincent? Teníamos la esperanza de ver a algunos conocidos.

D'Agosta asintió. Le habían hecho falta cinco tragos para quitarse el polvo de la garganta.

Pendergast fingió pensar un momento.

—¿Y Alistair Woking? ¿Todavía es jefe de policía del distrito?

Rathe volvió a sacudir la cabeza.

—Murió hace bastante tiempo. Déjeme pensar... Hará casi diez años.

—¿ Ah, sí? ¿Qué le pasó?

—Un accidente de caza —contestó el administrador—. Estaban realizando una caza selectiva de elefantes, y Woking fue a observar. Le dispararon en la espalda por error. Un maldito accidente.

—Qué desgracia —dijo Pendergast—. ¿Y dice que la concesión del campamento la tiene ahora un tal Fortnum? Cuando estuvimos aquí de safari, era Wisley, Gordon Wisley.

—Ese todavía anda por ahí —dijo Rathe—. Se jubiló hace dos años. Dicen que vive como un rey; por lo visto cobra de la concesión de caza que tiene cerca de las cataratas Victoria. Está todo el día rodeado de chicos.

Pendergast se volvió hacia D'Agosta.

—Vincent, ¿te acuerdas de cómo se llamaba el que nos llevaba las escopetas?

D'Agosta, sin faltar a la verdad, respondió que no.

—Espere, creo que ya me acuerdo. Wilson Nyala. ¿Hay alguna posibilidad de saludarle, señor Rathe?

—Wilson murió en primavera. De fiebre del dengue. —Rathe frunció el ceño—. Un momento. ¿Ha dicho que les llevaba las escopetas?

—Lástima. —Pendergast cambió de postura en la silla—. ¿Y nuestro rastreador? Jason Mfuni.

—No me suena. Claro que es gente que va y viene constantemente... Pero ¿ha dicho algo de llevar las escopetas? Aquí en Nsefu solo organizamos safaris fotográficos.

—Ya le digo que fue un safari memorable.

Al oír cómo Pendergast decía «memorable», D'Agosta no pudo evitar un escalofrío.

Rathe no contestó. Seguía ceñudo.

—Gracias por su hospitalidad. —Pendergast se levantó, al igual que D'Agosta—. ¿Dice que la concesión de Wisley está cerca de las cataratas Victoria? ¿Tiene algún nombre?

—Ulani Stream.

Rathe también se levantó. Parecía receloso, como al principio.

—¿Le importa que echemos un vistazo?

—Si lo desean —contestó—. Pero no molesten a los huéspedes.

Pendergast se paró a la entrada del pabellón administrativo para mirar hacia ambos lados, como si se orientase. Después, sin decir nada, se metió por un camino muy trillado que se alejaba del campamento. D'Agosta se apresuró a alcanzarle.

Caía un sol de justicia, y el zumbido de los insectos no dejaba de aumentar. A un lado del sendero había una tupida formación de arbustos y árboles; al otro estaba el río Luangwa. D'Agosta notó que la camisa de algodón se le pegaba a la espalda y a los hombros; no estaba acostumbrado.

—¿Adonde vamos? —preguntó, sin aliento.

—Por las hierbas altas. Donde...

Pendergast no terminó la frase.

D'Agosta tragó saliva.

—De acuerdo. Usted primero.

De pronto, Pendergast se paró y se volvió. En sus facciones había aparecido una expresión que D'Agosta no había visto nunca: una mirada de pesar, tristeza y un cansancio casi insondable. Carraspeó y dijo en voz baja:

—Lo siento mucho, Vincent, pero esto tengo que hacerlo solo.

D'Agosta respiró hondo, aliviado.

—Lo entiendo.

Pendergast dio media vuelta y fijó un momento en él sus ojos claros. Después se giró y se alejó con paso rígido y resuelto; se internó en la maleza y desapareció casi de inmediato en la trama de sombras bajo los árboles.

11

Todos parecían al corriente de dónde se encontraba la «granja» de Wisley. Estaba al final de una pista de tierra bien cuidada, en una suave colina en los bosques del noroeste de las cataratas Victoria. De hecho, cuando Pendergast detuvo el decrépito vehículo justo antes de la última curva del camino, D'Agosta creyó oír la catarata: un fragor grave, lejano, más una sensación que un sonido.

Echó un vistazo a Pendergast. Llevaban varias horas de viaje desde el campamento Nsefu, y en todo ese tiempo el agente debía de haber pronunciado tan solo media docena de palabras. D'Agosta tenía ganas de preguntarle si había averiguado algo, y qué, durante su investigación por las hierbas altas, pero saltaba a la vista que no era el momento. Cuando estuviera dispuesto a decir algo al respecto, lo haría.

Pendergast llevó el vehículo al otro lado de la curva. De repente, apareció la casa: una vieja mansión colonial, preciosa, pintada de blanco, con cuatro gruesas columnas y un porche que la rodeaba por los cuatro costados. Sus estrictas líneas quedaban suavizadas por arriates cuidados con primor: azaleas, bojes y buganvillas. Daba la impresión de que la parcela —de unas dos hectáreas, o algo más— había sido recortada limpiamente de su entorno selvático. Un césped de color esmeralda bajaba en suave cuesta hacia Pendergast y D'Agosta, puntuado por al menos media docena de macizos de flores, llenos de rosas de todos los tonos imaginables. Excepto por el brillo casi fosforescente de las flores, aquella finca tan pulcra no habría desentonado en Greenwich o Scarsdale. A D'Agosta le pareció ver gente en el porche, aunque no la divisaba bien desde tan lejos.

—Parece que el viejo Wisley ha sabido cuidarse —murmuró.

Pendergast asintió con la cabeza, enfocando sus ojos claros hacia la casa.

—Ese tipo, Rathe, ha dicho algo acerca de unos chicos —añadió D'Agosta—. ¿Y su mujer? ¿Cree que está divorciado?

Pendergast mostró una sonrisa gélida.

—Sospecho que comprobaremos que Rathe se refería a algo muy distinto.

Condujo lentamente por la pista y al llegar frente a la casa se paró en una explanada y apagó el motor. D'Agosta miró hacia el porche. Había un hombre grueso, de unos sesenta años, sentado en un enorme sillón de mimbre, con los pies apoyados en un taburete de madera. El traje blanco de lino que llevaba hacía que su rostro carnoso pareciera aún más sonrosado. Un fino círculo pelirrojo coronaba su cabeza, como la tonsura de un monje. Bebió algo de un vaso alto con cubitos y lo dejó sobre una mesa, junto a una jarra medio vacía del mismo líquido. Sus movimientos tenían la misma fofa amplitud que la de los borrachos. Le flanqueaban dos africanos de mediana edad y aspecto demacrado, con faldas de madras descoloridas. Uno de ellos llevaba un trapo de camarero sobre el antebrazo, y el otro, un abanico con mango largo que mecía muy despacio por encima del sillón de mimbre.

—¿Es Wisley? —preguntó D'Agosta.

Pendergast asintió despacio.

—No ha envejecido bien.

—Y los otros dos... ¿son sus «chicos»?

Pendergast volvió a asentir con la cabeza.

—Parece que aquí aún no ha llegado el siglo XXI. Ni siquiera el XX.

Acto seguido, con lentitud y mucha parsimonia, bajó del coche, se volvió hacia la casa y se irguió en toda su estatura.

Arriba, en el porche, Wisley parpadeó una, dos veces. Mientras les miraba, abrió la boca para decir algo, pero su cara se crispó cuando observó atentamente al agente del FBI; pasó de la inexpresividad al reconocimiento horrorizado. De pronto, con una palabrota, hizo un esfuerzo y se levantó del sillón. Al ponerse de pie tiró la jarra y el vaso. Después cogió una escopeta de matar elefantes que estaba apoyada en la baranda de madera, abrió una puerta mosquitera y entró tambaleándose en la casa.

—Es imposible parecer más culpable —dijo D'Agosta—. No me... ¡Mierda!

Los dos criados se habían escondido debajo de la baranda. Sonó un disparo en el porche. Después saltó tierra justo delante de Pendergast y D'Agosta.

Se arrojaron tras del coche.

—Pero ¿qué coño hace? —exclamó D'Agosta, pugnando por sacar su Glock.

—Quédese agachado y no se mueva.

Pendergast se levantó de un salto y echó a correr.

—¡Eh!

Otra detonación. Una bala hizo ¡clang! al incrustarse en el lado del jeep y levantó una nube de tapicería reventada. D'Agosta se asomó para mirar la casa por un lado del neumático, pistola en mano. ¿Dónde demonios había ido Pendergast?

Volvió a esconderse, y se estremeció al oír que una tercera bala rebotaba en la carrocería de acero del jeep. ¡Pero bueno!

¡No podía quedarse allí sentado como la diana de una barraca de tiro! Esperó a que le pasara por encima la cuarta bala para levantar la cabeza sobre el guardabarros y apuntar al tirador que estaba agachado detrás de la baranda. Justo cuando iba a apretar el gatillo, vio salir a Pendergast de entre las matas, al pie del porche. El agente saltó la baranda a una velocidad extraordinaria, tumbó al tirador africano mediante un salvaje golpe cruzado en el cuello y apuntó al otro criado con su pistola del 45. El hombre levantó lentamente las manos.

—Ya puede subir, Vincent —dijo Pendergast mientras recogía la escopeta, junto al cuerpo que gemía.

Encontraron a Wisley en el sótano, donde se guardaban la fruta y las conservas. Cuando se acercaron recibieron un disparo de su escopeta de cazar elefantes, pero Wisley no apuntó bien —por el alcohol y el miedo—, y el culatazo le dejó despatarrado en el suelo. Antes de que pudiera volver a disparar, Pendergast se le echó encima, pisó la escopeta y lo redujo con dos puñetazos raudos y brutales en la cara. El segundo puñetazo le partió la nariz, de la que salió un chorro de sangre muy roja que manchó su camisa blanca almidonada. Pendergast se metió una mano en el bolsillo del pecho, sacó un pañuelo y se lo tendió. Después cogió a Wisley por la parte superior del brazo, le empujó por la escalera de la despensa hasta la puerta del porche, y allí le dejó caer otra vez en el sillón de mimbre.

Los dos criados seguían en el mismo sitio, medio atontados. D'Agosta les hizo señas con la pistola.

—Vayan por ese camino y quédense a cien metros —dijo—, a la vista y con las manos en alto.

Pendergast metió su Les Baer en el cinturón y se plantó ante Wisley.

—Gracias por esta cálida bienvenida —dijo.

Wisley se apretó el pañuelo contra la nariz.

—Debo de haberle confundido con otro.

Habló con un acento que a D'Agosta le pareció australiano.

—Al contrario. Le felicito por su memoria prodigiosa. Creo que tiene algo que decirme.

—Yo no tengo nada que decirle —contestó Wisley. Pendergast se cruzó de brazos.

—Solo se lo preguntaré una vez: ¿quién organizó el asesinato de mi mujer?

—No sé de qué me habla—masculló.

El labio de Pendergast tembló mientras observaba a Wisley.

—Déjeme explicarle una cosa, señor Wisley —dijo al cabo de un momento—. Le aseguro, sin el más ínfimo margen de error, que me contará lo que quiero saber. El grado de humillación y de molestias que soporte antes de contármelo depende únicamente de usted.

—Váyase a la mierda.

Pendergast contempló el cuerpo cubierto de sudor y sangre despatarrado en el sillón de mimbre. Después se inclinó y le obligó a levantarse.

—Vincent —dijo por encima del hombro—, acompañe al señor Wisley a nuestro vehículo.

Clavando la pistola en la mullida espalda de Wisley, D'Agosta le empujó hasta el jeep y le hizo subir al asiento del copiloto. Después, él subió a la parte trasera, tras limpiar de trocitos el asiento. Pendergast arrancó y condujo por el camino, dejando atrás el césped esmeralda, las flores en technicolor y a los dos criados, que estaban quietos como estatuas, hasta adentrarse en la selva.

—¿Adonde me lleva? —quiso saber Wisley cuando la casa se perdió de vista al otro lado de la curva.

—No lo sé —contestó Pendergast.

—¿Cómo que no lo sabe?

El tono de Wisley ya no era tan firme.

—Nos vamos de safari.

Condujo sin prisa durante un cuarto de hora. Las hierbas altas dejaron paso a la sabana, y luego a un río ancho de color chocolate que parecía demasiado perezoso hasta para fluir. D'Agosta vio cómo en la orilla jugaban dos hipopótamos; como una nube blanca, una enorme bandada de pájaros que parecían cigüeñas, con las patas finas y amarillas, y una enorme envergadura, levantaron el vuelo desde el agua. El sol había empezado a bajar hacia el horizonte, y ya no hacía el calor asfixiante de mediodía.

Pendergast levantó el pie del acelerador y dejó que el jeep se parase entre las hierbas del borde de la pista.

—Parece un buen sitio —dijo.

D'Agosta miró a su alrededor, desconcertado. El paisaje no parecía muy distinto del de los últimos siete u ocho kilómetros. De repente se quedó de piedra. Más allá del río, a unos cuatrocientos metros, acababa de ver a una manada de leones que roía un esqueleto. Al principio no los había distinguido porque su pelaje marrón claro se confundía con el terreno.

Wisley estaba tieso en el asiento de delante, mirando fijamente. El los había visto enseguida.

—Baje del coche, señor Wisley, por favor —dijo suavemente Pendergast.

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