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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (9 page)

BOOK: Pantano de sangre
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Wisley no se movió.

D'Agosta le puso la pistola en la base del cráneo.

—Muévase.

Wisley, rígido, salió despacio del coche.

D'Agosta se apeó del asiento trasero. Se resistía, no ya a salir, sino a parar el coche tan cerca de media docena de leones. A esas fieras había que mirarlas en la seguridad del zoo del Bronx, al menos con dos capas de malla de acero alta y resistente de por medio.

—Parece una presa de hace bastante tiempo, ¿no cree?

—Dijo Pendergast, señalando la manada con la pistola—. Supongo que tendrán hambre.

—Los leones no comen seres humanos —dijo Wisley, apretándose el pañuelo contra la nariz—. Es muy poco frecuente.

Sin embargo, ya no tenía el tono fanfarrón de antes.

—No es necesario que se lo coman—dijo Pendergast—. Eso solo sería la guinda del pastel, por decirlo de alguna manera. Pero si creen que quiere quitarles la presa, atacarán. En fin, usted lo sabe todo acerca de los leones, ¿verdad?

Wisley no dijo nada. Miraba a los animales.

Pendergast tendió la mano y le quitó el pañuelo. Inmediatamente manó sangre nueva, que cayó por la cara de Wisley.

—En todo caso, esto debería despertarles cierto interés.

Wisley le lanzó una mirada angustiada.

—Camine hacia ellos, por favor —dijo Pendergast.

—Está loco —replicó Wisley, levantando la voz.

—No. Yo soy quien tiene la pistola. —Pendergast apuntó a Wisley con ella—. Camine.

Al principio, Wisley no se movió. Después, muy despacio, puso un pie delante del otro y empezó a aproximarse a los leones. Pendergast le seguía de cerca, con la pistola a punto. D'Agosta iba unos pasos por detrás; coincidía bastante con Wisley: aquello era demencial. La manada observaba atentamente cómo se acercaban.

Después de cuarenta metros a paso de caracol, Wisley volvió a pararse.

—Siga, señor Wisley —ordenó Pendergast.

—No puedo.

—Si no lo hace, dispararé.

La boca de Wisley se movía sin parar.

—Con esa pistola, difícilmente detendrá a un león, y menos a toda una manada.

—Soy consciente de ello.

—Si me matan, también le matarán a usted.

—De eso también soy consciente. —Pendergast se volvió—. Vincent, quédese atrás, si es tan amable. —Hurgó en su bolsillo, sacó las llaves del jeep y se las lanzó a D'Agosta—. Si las cosas se tuercen, manténgase a una distancia prudencial.

—Pero ¿acaso es usted imbécil? —dijo Wisley con voz estridente—. ¿No me ha oído? ¡También morirá!

—Señor Wisley, pórtese bien y siga caminando. La verdad es que aborrezco repetirme.

A pesar de todo, Wisley no se movió.

—Le advierto que no volveré a pedírselo. Dentro de cinco segundos le dispararé en el codo izquierdo. Aún podrá caminar, y seguro que el disparo hará que los leones se muevan.

Wisley dio otro paso y volvió a pararse. Después dio un paso más. Uno de los leones, un macho corpulento con una gran melena rojiza, se levantó perezosamente y miró hacia ellos, pasándose la lengua por el morro ensangrentado. D'Agosta, que se había quedado atrás, sintió un vuelco en el estómago.

—¡Está bien! —dijo Wisley—. ¡Está bien, se lo diré!

—Soy todo oídos —dijo Pendergast.

Wisley temblaba espasmódicamente.

—¡Volvamos al coche!

—Yo estoy muy bien aquí. Será mejor que hable deprisa.

—Fue una... fue una trampa.

—Los detalles, por favor.

—Los detalles no los sé. El contacto era Woking.

Ahora también se habían levantado las dos leonas.

—Por favor, por favor... —suplicó Wisley, con voz quebrada—. Por todos los santos, ¿no podríamos hablar dentro del jeep?

Pareció que Pendergast se lo pensara. Finalmente asintió con la cabeza.

Regresaron al vehículo, a un paso bastante más veloz que al alejarse. Cuando subieron, D'Agosta dio las llaves a Pendergast, y se fijó en que el león macho caminaba hacia ellos. Pendergast arrancó. Los pasos del león se alargaron. Por fin el motor respondió. Pendergast metió la marcha y dio media vuelta justo cuando el león llegaba a su altura, rugiendo y arañando un lado del coche. D'Agosta miró por encima del hombro, con el corazón en la garganta. El tamaño del león fue reduciéndose hasta desaparecer.

Condujeron diez minutos en silencio. Después, Pendergast volvió a frenar, bajó e indicó a Wisley que hiciera lo mismo. Seguidos por D'Agosta, se alejaron un poco del coche.

Pendergast hizo señas a Wisley con su Les Baer.

—De rodillas.

Wisley obedeció.

Pendergast le tendió el pañuelo manchado de sangre.

—Y ahora, cuénteme el resto. Wisley aún temblaba.

—Es que... no sé mucho más. Eran dos hombres, uno americano y el otro europeo. Quizá alemán. Me... me suministraron el león devorador de hombres. Supuestamente amaestrado. Dinero no les faltaba.

—¿Cómo supo su nacionalidad?

—Les oí. Detrás de la tienda comedor, estaban hablando con Woking. La noche antes de que muriera el turista.

—¿Qué aspecto tenían?

—Era de noche. No les vi.

Pendergast hizo una pausa.

—¿Qué hizo exactamente Woking?

—Se encargó de la muerte del turista. Sabía dónde estaba esperando el león, y lo llevó hacia allí. Le dijo que había un jabalí verrugoso, que podría tomar una buena foto. —Wisley tragó saliva—. Or... organizó que Nyala cargara la escopeta de su mujer con cartuchos de fogueo.

—Entonces, ¿Nyala también era cómplice?

Wisley asintió con la cabeza.

—¿Y Mfuni, el rastreador?

—Todos eran cómplices.

—Los hombres a los que se ha referido... Dice que dinero no les faltaba. ¿Cómo lo sabe?

—Pagaban muy bien. Woking se llevó cincuenta mil por ejecutar el plan. Yo... yo me llevé veinte mil por ceder el campamento y hacer la vista gorda.

—¿El león estaba adiestrado?

—Alguien dijo que sí.

—¿Cómo?

—No sé cómo. Solo sé que estaba adiestrado para matar cuando se lo ordenaban, aunque si alguien creía que era fiable es que está loco.

—¿Está seguro de que solo eran dos hombres?

—Yo solo oí dos voces.

El rostro de Pendergast se crispó. D'Agosta presenció una vez más cómo el agente del FBI se dominaba recurriendo a su fuerza de voluntad.

—¿Algo más?

—No. Nada. Ya está, se lo juro. No volvimos a hablar sobre ello.

—Muy bien.

De pronto, con una velocidad aterradora, Pendergast cogió a Wisley por los pelos y le puso la pistola en la sien.

—¡No! —gritó D'Agosta, frenándole con una mano en el brazo.

Pendergast se volvió y le miró. La intensidad en los ojos del agente estuvo a punto de echar a D'Agosta hacia atrás, con la fuerza de un puñetazo.

—No es buena idea matar a los informadores —dijo D 'Agosta, modulando su tono con cuidado para que pareciera lo más natural posible—. Puede que aún no haya acabado de hablar. Puede que en vez de nosotros le maten los gin-tonics, y así nos ahorren la molestia. No se preocupe, este gordo de mierda no se irá a ninguna parte.

Pendergast titubeó, sin apartar la pistola de la sien de Wisley. Después fue soltando lentamente la fina tonsura pelirroja. El ex director del campamento cayó al suelo; D'Agosta observó con repugnancia que se había meado encima.

Sin decir nada, Pendergast volvió a subir al jeep. D'Agosta se sentó a su lado. Regresaron a la carretera, rumbo a Lusaka, sin mirar atrás.

D'Agosta tardó media hora en hablar.

—Bien —dijo—, ¿y ahora qué?

—El pasado —contestó Pendergast, sin apartar la vista de la carretera—. Ahora el pasado.

12

Savannah, Georgia

Whitfield Square dormitaba plácidamente bajo la última luz de una tarde de lunes. Se encendieron las farolas, dando un relieve velado a las palmeras y a la barba de viejo que colgaba de las ramas nudosas de los robles. Después del calor del África Central, más propio de una caldera, para D'Agosta casi era un alivio el aire húmedo de Georgia.

Siguió a Pendergast por un césped muy cuidado. En el centro de la plaza había una gran cúpula rodeada de flores. Bajo la bóveda de pechinas, unos novios y sus invitados seguían obedientemente las instrucciones de un fotógrafo. En el resto de la plaza, la gente paseaba, conversaba o leía en bancos pintados de negro. Todo aquello parecía un poco irreal. D'Agosta sacudió la cabeza. Ir a toda prisa de Nueva York a Zambia, y de Zambia a aquel centro de las buenas maneras sureñas, le había dejado aturdido.

Pendergast dejó de caminar y apuntó al otro lado de la calle Habersham, señalando una casa victoriana grande, recargada, blanca, inmaculada y muy similar a las que la rodeaban. Mientras se acercaban dijo:

—No lo olvide, Vincent. El aún no lo sabe.

—De acuerdo.

Cruzaron la calle y subieron la escalera de madera. Pendergast llamó al timbre. Al cabo de unos diez segundos, se encendió la luz del techo y un hombre que rondaba la cincuentena abrió la puerta. D'Agosta le miró con curiosidad. Era alto, excepcionalmente bien parecido, con pómulos marcados, ojos oscuros y un pelo castaño muy poblado. Era tan moreno como pálido Pendergast. Llevaba doblada una revista en una mano. D'Agosta echó un vistazo a la página por la que estaba abierta: en el pie ponía
Journal of American Neurosurgery
.

El sol, que se estaba poniendo detrás de las casas del otro lado de la plaza, daba justo en los ojos penetrantes del hombre y le cegaba.

—¿Sí? —preguntó—. ¿En qué puedo servirles?

—Judson Esterhazy —dijo Pendergast, con la mano tendida.

Esterhazy dio un respingo y sus facciones reflejaron sorpresa y alegría.

—¿Aloysius? —dijo—. ¡Dios mío! Adelante.

Les llevó por un recibidor y un pasillo estrecho y lleno de libros, hasta un estudio muy acogedor. Aunque no usaba a menudo la palabra «acogedor», D'Agosta no encontró otra manera de describir aquel espacio. Una luz cálida y amarilla creaba un suave brillo en los antiguos muebles de caoba: un
cbiffonnier
, un escritorio de tapa deslizante, una vitrina de armas y más estanterías con libros. El suelo estaba cubierto de alfombras persas de la mejor calidad. En una pared había dos diplomas grandes: uno de medicina y otro de un doctorado. Los sofás y sillones, muy mullidos, parecían sumamente cómodos. Todas las superficies horizontales estaban decoradas con antigüedades de diversos países: esculturas africanas, jades de Asia... Había dos ventanas que daban a la plaza, tapadas con visillos delicados. Era una habitación llena de objetos, pero que conseguía no parecer saturada; el estudio de un hombre de buen gusto, culto y viajado.

Pendergast entonces hizo las presentaciones entre D'Agosta y Esterhazy, que no logró ocultar su sorpresa al enterarse de que era policía; aun así, sonrió y le dio un caluroso apretón de manos.

—Es un placer inesperado —dijo—. ¿Os apetece algo? ¿Té, cerveza, bourbon...?

—Para mí un bourbon, Judson, por favor —dijo Pendergast.

—¿Cómo lo quieres?

—Solo.

Esterhazy se volvió hacia D'Agosta.

—¿Y usted, teniente?

—Me encantaría una cerveza, gracias.

—Por supuesto.

Esterhazy se acercó al mueble bar del rincón y, sin dejar de sonreír, sirvió un bourbon con destreza. Después se disculpó y fue a buscar la cerveza a la cocina.

—¡Dios mío, Aloysius! —exclamó al volver—. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Nueve años?

—Diez.

Mientras los dos amigos charlaban, D'Agosta bebió a sorbos su cerveza y miró a su alrededor detenidamente. Pendergast ya le había puesto en antecedentes: Esterhazy era un neurocirujano e investigador en medicina que, tras llegar a lo más alto en su profesión, dedicaba gran parte de su tiempo a obras de beneficencia, tanto en hospitales de la zona cuanto para Médicos con Alas, la organización benéfica que llevaba a médicos en avión a las zonas del Tercer Mundo castigadas por alguna catástrofe, y en las que su hermana había trabajado. Era un deportista consumado y, a decir de Pendergast, todavía mejor tirador que su hermana. Mirando los múltiples trofeos de caza expuestos en las paredes, D'Agosta llegó a la conclusión de que no exageraba. Un médico que a su vez era un cazador empedernido: interesante combinación.

—Bien —dijo Esterhazy con su voz grave y sonora—, ¿qué te trae a la costa de Carolina? ¿Estás trabajando en algún caso?

Por favor, no escatimes ningún detalle sórdido.

Se rió.

Pendergast bebió un sorbo de bourbon y tuvo un breve momento de vacilación.

—Lo siento, Judson, pero creo que no hay una manera fácil de decirlo. He venido por Helen.

La risa de Esterhazy se apagó en su garganta. Sus facciones patricias expresaron confusión.

—¿Helen? ¿Qué pasa con Helen?

Pendergast bebió un trago más largo.

—Me he enterado de que su muerte no fue accidental.

Durante un minuto, Esterhazy le miró sin moverse ni pestañear.

—¿Qué pretendes decir?

—Te estoy diciendo que a tu hermana la asesinaron.

Esterhazy se levantó despacio, con cara de estupefacción, y dándoles la espalda —con la lentitud de un sueño— se acercó a una estantería de la pared del fondo. Tras coger un objeto, aparentemente al azar, lo giró en las manos y lo dejó otra vez en su sitio. Después de un buen rato, fue al mueble bar, cogió un vaso y se sirvió con gestos torpes un trago de alta graduación. A continuación se sentó enfrente de ellos.

—Conociéndote, Aloysius, supongo que no es necesario que te pregunte si estás seguro —dijo en voz muy baja.

—No, no hace falta.

La actitud de Esterhazy cambió radicalmente. Palideció; abría y cerraba las manos.

—¿Qué vas... qué vamos a hacer?

—Lo que haré, con ayuda de Vincent, será encontrar al responsable o responsables últimos. Y nos encargaremos de que se haga justicia.

Esterhazy miró a Pendergast a los ojos.

—Quiero estar allí. Quiero estar allí cuando quienquiera que sea quien mató a mi hermana pequeña pague por ello.

Pendergast no contestó.

La rabia de Esterhazy, la fuerza de sus emociones, casi asustaron a D'Agosta.

—¿Cómo lo has averiguado? —preguntó recostándose en el sillón, con los ojos inquietos y brillantes.

Pendergast hizo una sucinta exposición de lo ocurrido en los últimos días. Esterhazy le escuchó atentamente, a pesar de la conmoción. Al final se levantó y se sirvió otra copa.

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