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Authors: Beatriz Gimeno

Tags: #Relatos, #Erótico

Sex (18 page)

BOOK: Sex
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Me pega, me pega, y continúa besándome y pegándome hasta que por fin baja su mano a mi coño y comienza a acariciarlo por debajo de las bragas mientras sigue sujetando mis manos con su mano y su boca sigue hurgando en mi boca. Apenas tiene que tocarlo, no hace falta nada más que un leve contacto de sus dedos para que comience a correrme y, en el momento en que comienza mi orgasmo, mete dos dedos en mi vagina y me provoca un orgasmo largo, potente, profundo, que me nace en el vientre, en el centro de mi ombligo, y se extiende a todo el cuerpo por la superficie de la piel. Cuando yo aún estoy corriéndome, ella comienza a correrse también; en ese momento vuelve a abofetearme y, aunque incluso a mí ahora me resulte difícil de creer, entonces vuelvo a empezar. Hace ya un rato que me ha dejado de importar la posibilidad de que alguien nos vea y por eso ahora grito, porque escuchar mi propio grito de placer me ayuda a prolongarlo. Es más que un grito, es un rugido, es una petición para que no pare. El placer es inmenso, tan inmenso que nunca olvidaré este día.

Cuando acabamos, se levanta como si nada y todo vuelve a ser normal, excepto yo. Nos subimos de nuevo al coche y vamos a comer. Pero yo no vuelvo a ser la de antes. No puedo comer y apenas puedo pronunciar palabra durante la comida por más que ella intenta entablar una conversación, pues sus bofetadas siguen sonando y me siguen quemando la piel aun cuando estemos sentadas en un restaurante. El placer no se aparta de mi piel, el globo ha vuelto a hincharse en mi interior, sólo con mirarla mientras me habla. Toda yo me he convertido en sexo: la superficie de la piel, los nervios, mis músculos… Estoy sentada y noto como mi clitoris late al recordarlo; no puedo pensar en otra cosa durante la comida ni nada puede ahora rozar un solo átomo de mi piel sin sentir un placer intenso. Después de comer volvemos a casa en silencio.

EN EL RESTAURANTE

Me vio por primera vez en una hamburguesería, aunque yo no la vi a ella. Estaba sentada detrás de mí con su novia y yo estaba con la mía. Hablábamos de sexo, de sexo entre mujeres así que, según me cuenta, ella se cambió de posición para poder verme y escucharme mejor. Me contó que ya no pudo quitar los ojos de mí, porque le parecí muy guapa y porque le gustaba lo que estaba contando y cómo lo estaba contando. Me dijo que le gustó mucho mi pelo, que es una mata de «rastas» rubias, que le gustó mi sonrisa, y que mi boca estaba pidiendo que la follaran. Eso me contó. También me dijo que en aquel momento sintió mucho que ambas estuviésemos acompañadas, porque si hubiéramos estado solas ella seguramente me hubiera hecho alguna proposición en ese mismo momento. Es de la opinión de que no hay que perder el tiempo pensando en si las cosas deben hacerse o no. Siempre dice que las cosas deben hacerse si no hay daño objetivo. Pero en este caso, yo estaba con otra, con mi mujer, y por eso ella se dedicó más bien a su hamburguesa. Su novia no se molestó porque se cambiara de posición para mirarme mejor; al fin y al cabo, mirar es inofensivo.

Pero el destino quiso que dos horas después nos encontráramos de nuevo en la reunión de lesbianas a la que yo iba por primera vez aquella tarde. Yo seguía con mi pareja, claro, y ella con la suya. No obstante, me sonrió para darme la bienvenida al grupo y después se pasó toda la tarde muy pendiente de mí. Durante la reunión yo dije algunas cosas y, según me contó luego, eso provocó que ella se derritiera en su asiento. Me dijo que la mezcla de mi atractivo físico y de mi inteligencia me hizo irresistible a sus ojos. Todo eso me lo contó después y me da un poco de pudor contarlo aquí, pero es lo que dijo.

Lo cierto es que, cuando acabó la reunión, se acercó a mí para charlar. Según me contó, después de las reuniones, antes de ir a cenar, siempre se quedaban un rato antes en el local para dar la bienvenida a las nuevas. Ella lo hizo y también aprovechamos para hablar un poco de todo: literatura, política, amigas comunes o conocidas… Todas sus opiniones me parecieron muy acertadas y, para colmo, su escritor preferido era Proust. Yo ya no necesité nada más. Hablamos mirándonos a los ojos, mirándonos la boca y otras partes del cuerpo. Estaba claro lo que iba a pasar, porque también coincidimos al comentar que ninguna de las dos soportamos la monogamia, que nos parece una cárcel. Ella me dijo, en concreto, que lo considera un invento perverso y absurdo que hace desgraciada a la gente. Me contó que llevaba con su novia quince años y que no concebía no poder follar con nadie más. Por mi parte, le conté que la fidelidad me pareció natural los cinco primeros años de vida en pareja en los que, realmente, el cuerpo no me pedía otra cosa. Pero que pasados esos años, la fidelidad simplemente me pareció una misión imposible de cumplir. Y sin embargo, sigo enamorada de mi mujer, me río con ella, me lo paso bien, me gusta cómo es, lo que dice, lo que piensa y espero y deseo envejecer con ella pero… ¿acostarme sólo con ella hasta el final de mis días? No, imposible. Renunciar a ella… ¿Por qué, si la quiero? Ella estuvo de acuerdo en eso.

Cuando llegó el momento de que el grupo se marchara a cenar, ella nos invitó, a mi novia y a mí, a acompañarlas y, al decírmelo, me tocó la mano. Yo le cogí los dedos para decirle que sí, que por supuesto que iríamos. En ese momento miré a mi novia, ella también la miró y nos dimos cuenta de que su gesto era más bien amenazador, así que corrí hacia ella y la cogí por la cintura para ir agarradas hasta el restaurante. Al llegar allí nos distribuimos, procurando no sentarnos con nuestras parejas, y ella intentó sentarse a mi lado y lo consiguió. Me pareció bien, pues yo también había hecho lo posible para sentarme con ella. Estaba sorprendida, porque la verdad es que todo iba demasiado rápido y además era peligroso, con nuestras dos novias sentadas a la misma mesa. Yo suelo ir deprisa, pero ella parecía ir tan deprisa como yo, o más todavía. Pensaba que de allí saldría un intercambio de correos para escribirnos, para quedar un día… casi nunca hago planes.

Durante la cena seguimos hablando de las mismas cosas y, según me contó, yo le parecí aún más interesante que al principio. Y ante mi sorpresa, en un momento dado, entre el primer plato y el segundo, su mano se movió por debajo del mantel sobre uno de mis muslos. Sentí que toda la sangre que tenía, delatándome, se agolpaba en mi cara, pero aparentemente nadie se había dado cuenta de nada. Entonces ella me miró y se levantó. Vi que se iba hacia el baño. Esperé unos segundos y me levanté tras ella. Avancé por el pasillo que conducía a los servicios y el corazón golpeaba con fuerza, en esa mezcla de excitación sexual y peligro que tanto me gusta. Empujé la puerta del baño y se me echó encima poniéndome contra la pared, abriéndome la boca con su lengua y presionando mis tetas por encima de la ropa. Yo me moví hasta que conseguí cerrar con pestillo y me apoyé en el lavabo, mientras ella me desabrochaba el pantalón y metía su mano por debajo de la tela. Fue muy rápido. Yo estaba tan mojada como cabía esperar y eso hizo muy fácil que me penetrara con dos dedos mientras me empujaba contra el lavabo y me levantaba con su cuerpo. Estaba tan mojada que sus dedos en realidad se escurrían en mi interior y ella los movía con rapidez y pericia mientras su pulgar apretaba mi clítoris con fuerza. Su boca se movía también por encima de mi boca, por mi cuello, y su lengua recorría todo lo que la ropa dejaba libre.

El olor a sexo lo llenaba todo y yo me corrí pensando en que me iba a comer su coño en cuanto acabara; en que quería comérmelo, en que la iba a sentar en el lavabo y que apenas tendría que agacharme porque quedaría a la altura de mi cara. Pensar en eso hizo que me corriera enseguida y cuando lo notó, ella tapó mi boca con la suya. Me corrí con su boca en mi boca.

Y en cuanto me recuperé intenté desabrocharle el pantalón. No quería perder tiempo y me arrodillé ante su coño, puse mi boca por encima de la tela y gimió. Temí que se corriera demasiado rápido: tenía verdaderas ganas de comérmelo. Le bajé las bragas, puse mis manos en sus nalgas y la empuje hacia mi boca. Metí la lengua tratando de poner un freno a mi impaciencia, haciéndolo con cuidado porque a veces soy demasiado brusca y hago daño, pero en cuanto mi lengua recorrió sus labios ella se agitó y se echó hacia atrás, tratando también de no hacer ruido. No me dio tiempo a mucho.

Entonces alguien intentó abrir la puerta y tuvimos que vestirnos rápidamente. Salimos como si tal cosa y volvimos a la mesa por separado. Primero me senté yo y al poco entró ella y se sentó. Seguimos charlando en el punto en que lo habíamos dejado. Al final nos despedimos, cogiéndonos de la mano por debajo de la mesa y asegurando que nos veríamos en la cita siguiente, dos semanas después. Yo me volví a casa con mi novia. Íbamos de la mano y haciendo planes para las vacaciones, pues parecía de buen humor. Cuando nos íbamos a acostar, me dijo:

—Lávate bien la cara antes de meterte en la cama, cariño, que hueles a coño.

NOCHEVIEJA

Parejas, parejas, en esta fiesta de Nochevieja no hay más que parejas. Yo soy la única desparejada junto a una tal Arantxa, con la que Clara pretende liarme. Las parejas me aburren a morir. Me aburren las parejas que van juntas a todas partes y que en las reuniones sociales se comportan como parejas; que se sientan juntas, que cuchichean al oído como si no lo tuvieran ya todo dicho; que se hablan en clave de pareja, que sólo les falta ir juntas al baño. Para mí todo eso es un horror. Cuando he tenido pareja y hemos ido juntas a algún sitio, he evitado en lo posible comportarme como si ella fuera mi otra mitad. Nunca soy la mitad de nada: soy una persona completa que nunca abdica de sí misma. Y esa Arantxa que no llega.

Cuando me llamó Clara para invitarme a la fiesta de fin de año y me dijo que esperaba que me ocupara un poco de Arantxa, una amiga suya, recién separada que estaba muy deprimida, le dije que si se había vuelto loca; que desde cuándo le parecía a ella que yo podía pasarme una noche cuidando a una soltera deprimida. Pero Clara me conoce hace mucho; hace años nos acostamos durante un tiempo, sabe cómo soy y sabe que la quiero, que me gusta y que me cuesta negarle nada. Le dije que sí, que iría; entre otras cosas porque también yo puedo convertirme en una lesbiana deprimida si me paso otra Nochevieja sola en mi casa. Después, durante toda la semana, a punto estuve de volverme atrás, porque pensé que era lo que me faltaba, que mis amigas comiencen a usarme para entretener a sus amigas solteras o, peor aún, que traten de emparejarme con ellas. No necesito una pareja fija y toda esa complicidad que se supone natural en las parejas a mí me asquea.

Cenamos. Arantxa llama por teléfono y cuenta que se ha retrasado porque le ha surgido un imprevisto de última hora y yo me pregunto qué imprevisto le puede surgir a una a las diez de la noche de un fin de año. Llego a la conclusión de que nadie que trabaje hasta esa hora en este día merece la pena.

Clara pone música y todas bailamos un poco. Yo bailo también, pero enseguida lo dejo, pues sé que tengo que controlarme. He bailado con Carmen, cuyas tetas se adivinan perfectamente tras un generoso escote que deja al descubierto un atractivo y llamativo canalillo. Dejo de mirarla cuando noto que su pareja está poniendo cara de pocos amigos. Hasta ahora, lo único bueno de tener pareja es que acostarse con otras está prohibido, lo que lo hace mucho más interesante. Lo mejor del sexo es saltarse las reglas y la pareja es un poderoso corsé para marcar los límites por encima de los que hay que saltar.

Clara me saca de allí tirándome de una manga, me lleva a la cocina y me pide que la ayude con los canapés.

—Estás fatal. Pero Arantxa te va a gustar.

—Estoy perfectamente —protesto—, quizá un poco aburrida de tanta respetabilidad. ¿Es que nadie es infiel? ¿Desde cuándo somos todas como nuestras abuelas?

—Estás fatal —insiste Clara.

Clara se va a abrir la puerta y me dice que Arantxa ya ha llegado. Entonces llevo los canapés al salón. Arantxa debe ser una chica regordeta, de pelo corto, anodina, sin ningún atractivo evidente, que está sentada en un sillón en el fondo del salón. Clara debe estar loca si verdaderamente piensa que yo voy a ocuparme de una chica tan poco interesante. Arantxa debe saber que yo soy yo, esa que le han dicho que está soltera, porque no deja de mirarme desde lejos, pero tanta atención deja de gustarme y este asunto me hace sentir muy incómoda, algo que no me ocurre a menudo. De repente me siento furiosa con Clara, por invitarme con el objetivo de que me encargue —aún no sé de qué manera— de esta chica que no deja de mirarme, pero… ¿Qué le ha contado Clara de mí?

Vuelvo a la cocina.

—¿Quién es esa Arantxa? ¿Por qué quieres colgármela?

—Es una amiga que conocí cuando hice el master en Estados Unidos. Ya sé que parece poca cosa, pero dale una oportunidad: puede gustarte.

—No me gusta nada —y vuelvo al salón donde las parejas siguen tan juntas como las dejé.

Bebemos mucho. En las fiestas se bebe mucho. Bebemos casi hasta emborracharnos. Arantxa, que no ha dejado de mirarme, se ha colocado a mi lado. No ha hablado gran cosa en toda la noche, por lo que además de su nulo atractivo físico su atractivo intelectual brilla por su ausencia.

—Clara, ¿sacas otra botella de ron?

—Yo te la traigo —dice Arantxa. Y me la trae, de manera que tengo que fijarme con un poco más de atención en ella. No está tan mal después de todo.

Bebo y bebo. Ahora quiero hielo.

—Yo te lo traigo —dice de nuevo Arantxa.

¿Es su manera de hacerse notar?

Me gusta provocar; puede parecer infantil, pero es divertido. Y me gusta convertir el sexo en un juego permanente que se pueda jugar también fuera de casa. Soy un poco exhibicionista y pocas cosas me gustan más que erotizar a una mujer en público para tirármela después. Clara me mira y sonríe, y yo entiendo o creo entender —todo lo que puedo entender con la cabeza nublada por el alcohol—. Ahora Arantxa anda ayudando a poner la mesa y yo estoy en medio de una nube. En un momento dado, me mira y yo doy unos golpecitos en el brazo del sofá para que se siente a mi lado, y observo cómo sonríe y viene hacia mí. Pierdo la vergüenza con rapidez debido al alcohol y, además, seamos francas: nunca he tenido mucha vergüenza. La agarro por la barbilla para meter mi lengua en su boca mientras toda ella se estremece de manera ostensible. Después la levanto y le doy una especie de azote en el culo para que siga con sus cosas. Se ha puesto colorada, pero todo parece más fácil ahora.

BOOK: Sex
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