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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (10 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Cabalgaron un día más hasta Goripia, una pequeña localidad costera que no debía tributo a nadie. La razón de ser de la ciudad era la elaboración de salsa de pescado para el mercado de Atenas y poca cosa más, y el olor los alcanzó cuando aún faltaban diez estadios para llegar. En el puerto, cubas de tripas de pescado soltaban un hedor tan intenso que los gemelos tuvieron arcadas y respiraron por la boca.

—¡Poseidón! —renegó Melita—. ¡No me quito el sabor de la lengua!

Sátiro se alegró al ver más animada a su hermana. El viaje había sido demasiado silencioso.

Filocles estuvo en vilo desde el mismo instante en que entraron en la ciudad, pero en el puerto no había más naves que las barcas de pesca de los lugareños, y tras indagar precavidamente en unas cuantas tabernas, fue recobrando la serenidad.

—Aquí no ha venido nadie —dijo—. A lo mejor Eumeles ha desistido.

Coeno jadeaba como si se estuviera ahogando. Filocles volvió a montar y sostuvo a su amigo.

—Necesita baños fríos y un médico —dijo.

En otras circunstancias, un grupo de caballeros habría buscado la casa más rica para hacerse invitar. Normalmente, los hijos de doña Srayanka no habrían tenido problema alguno para encontrar alojamiento. Pero Filocles todavía no quería mostrar sus cartas. Los condujo a la mejor taberna de los muelles y pagó unos pocos óbolos por unas camas en un establo de madera que había detrás de los secaderos. La paja estaba limpia y el olor de los animales resultaba un alivio comparado con el intenso hedor del pescado podrido.

Coeno se acostó en cuanto desmontó del caballo.

—Es un hombre muy fuerte —dijo Terón.

—No obstante él se considera un aristócrata pomposo —respondió Filocles. Tenía una toalla de lino limpia y mojada, y enjugó el rostro del megaro—. Está muy mal, Terón.

Terón apoyó la cabeza en el pecho de Coeno y escuchó, y luego le tomó el pulso en las muñecas.

—Tenemos que cambiarle el vendaje —dijo—. Dudo que un médico pueda hacer mucho más que nosotros —dijo a Filocles. Ocho días de lluvia y silencio les habían llevado a poner en común sus respectivos conocimientos, y ya se tenían calados.

Coeno ni siquiera se despertó mientras los dos hombres y los gemelos lo giraban, lo incorporaban y le quitaban las vendas. El corte que tenía en las costillas altas presentaba mejor aspecto, con nueva carne rosada a lo largo del borde rojo oscuro de la costra.

En cuanto a la herida que tenía más abajo, creían que no le había alcanzado el intestino, pero estaba infectada en toda su longitud, con la piel inflamada por encima y por debajo de la herida y dos largos zarcillos de tejido escarlata como las patas de un calamar. Los extremos de la herida supuraban.

Terón agachó la cabeza, olió la herida y negó con la cabeza.

—¿Mojado y seco, mojado y seco, durante ocho días? Es un milagro que siga vivo. La flecha de Apolo le está haciendo más daño que la herida en sí; la infección es más profunda que cuando tomamos el transbordador. Envía a los niños a hacer un sacrificio al Arquero Dorado, y tú y yo hagamos lo que tenemos que hacer.

Pese a ser el hijo de una reina, Sátiro sabía cuándo le quitaban de en medio para que los adultos pudieran hacer cosas de adultos. Hizo una reverencia y tomó de la mano a su hermana.

—Buscaremos un templo —dijo.

Salieron del establo bajo el primer sol que veían desde la refriega en el río. Cogidos de la mano, caminaron por la playa de guijarros que había dado pie a la existencia de la ciudad. De no haber sido por el olor a pescado, habría sido un lugar agradable. Tal como era, hacía pensar en el Tártaro.

—El olor lo matará —dijo Melita—. Lo he leído; es un miasma y le obturará los pulmones.

—Vayamos a hacer el sacrificio —respondió Sátiro.

Ella asintió, con la cabeza bien alta para disimular las lágrimas.

—¿Crees en los dioses, hermano? —preguntó al cabo.

Sátiro la miró y le estrechó la mano.

—Lita, ya sé que las cosas van mal, pero los dioses…

Melita le tiró de la mano.

—¿Por qué iban a ser tan pueriles los dioses? —preguntó—. Sátiro, ¿y si mamá está muerta? ¿Has pensado en ello? Si ha muerto… todo se ha acabado. Todo. Nuestra vida entera.

Sátiro se sentó en una trampa de pesca. Tiró de Melita para que se sentara a su lado. Luego apoyó la cabeza entre las manos.

—Pienso en ello constantemente; no paro de darle vueltas.

Melita asintió.

—Creo que mamá está muerta. —Miró hacia el mar—. Hay algo que me falta, algo que ha desaparecido…

Perdió la batalla contra las lágrimas y se dejó caer sobre el hombro de su hermano. Sátiro lloró con ella, abrazándola. Sollozaron durante un rato, hasta que las lágrimas dejaron de tener sentido, y entonces ambos pararon al unísono, como obedeciendo a una indicación.

—Coeno sigue vivo —dijo Sátiro.

—El amigo de nuestro padre —agregó Melita.

Se levantaron a la vez. Cogidos de la mano, con los ojos enrojecidos, subieron por la playa de guijarros hacia la ciudad.

A sus espaldas, una vela triangular hendía el horizonte.

Encontraron el templo de Heracles a dos estadios de la ciudad, en lo alto de una loma que dominaba la bahía y donde al parecer no llegaba el olor a pescado. Era el único templo de la ciudad, y la sacerdotisa era una anciana casi ciega, aunque tenía una docena de sirvientas y un par de esclavos de aspecto saludable. Los recibió en el pórtico del templo, sentada en un pesado trono de madera. Sus sirvientas se congregaron en torno a ella, ocupando la escalinata.

Sátiro pensó que parecía simpática, aunque también le infundía miedo. Melita fue la primera en armarse de valor para hablarle.

—Tenemos que hacer un sacrificio para un amigo que está enfermo —dijo Melita. Los gemelos seguían cogidos de la mano, e hicieron una reverencia a la vez.

—Acercaos, niños —dijo la anciana, levantando la cabeza para mirarlos a través de sus cataratas—. Sois unos jovencitos muy guapos. Educados. Pero sucios. Ambos estáis sucios. ¡A vuestra edad! —agregó con desdén.

Sátiro inclinó la cabeza.

—¿Sucios,
despoina
?

La sacerdotisa cogió la mano derecha de Sátiro, quien notó cómo le clavaba las uñas en la palma. Se la acercó a la nariz.

—Puedo oler la sangre a pesar de la salsa de pescado, niño. Tú has matado. Y no te has limpiado. Y tu hermana también ha matado.

Volvió a levantar la cabeza, y del brasero del templo que tenía a sus espaldas ascendió una fabulosa voluta de humo que parecía salirle de la cabeza como una señal del dios.

Sátiro hizo el gesto de la cabeza propio del sátiro para conjurar la desgracia.

—¿Cómo puedo limpiarme? —preguntó.

La sacerdotisa le tiró de la mano.

—Eres un caballero, me he dado cuenta enseguida. ¿De dónde eres?

El niño no quiso oponer resistencia al tirón. La miró a los ojos, pero debido a las cataratas resultaba difícil interpretar su mirada. Sintió que le invadía el temor.

—Somos… somos de Tanais —dijo.

—Ah —respondió ella, complacida—. ¿Y cómo es que dos niños vienen a verme empapados en sangre?

—Unos hombres intentaron matarnos —intervino Melita—. Bandidos. Les disparamos con los arcos.

—Uno era una chica —puntualizó Sátiro, sacándose aquella espina de lo más hondo de su ser—. Le disparé para que dejara de sufrir. Tenía una flecha en el vientre y suplicaba…

Sollozó. Seguía viendo el pelo sudado de la chica.

La sacerdotisa asintió.

—Segar vidas es un asunto muy feo —dijo—. Horrible, tratándose de niños. —Se volvió hacia las sirvientas—. Bañad a la niña para el ritual. Luego bañad al niño. —A Sátiro le dijo—: Cuando estéis limpios, podréis sacrificar un cabrito negro cada uno, y yo pronunciaré la oración, salvo si se os queda pegada la suciedad. —Miró sin ver hacia la bahía—. ¿Dónde está vuestro amigo? —preguntó.

—¿Amigo? —preguntó a su vez Sátiro, que todavía pensaba en la chica a la que había matado. Se preguntó si alguna vez dejaría de ver su rostro.

—Tenéis un amigo que está enfermo, ¿no? —preguntó la sacerdotisa. Su voz era áspera como el ruido que produce una mujer al rallar queso—. Este templo también sirve a Artemisa y a Apolo. ¿No lo sabíais?

—No —contestó Melita. Entonces vio la estatua de su diosa patrona entre los griegos, una joven con un arco. Hizo una profunda reverencia a la sacerdotisa—. Sí, tenemos un amigo enfermo en la ciudad.

La sacerdotisa asintió.

—Los hombres del trirreme vienen a por vosotros. Aquí estaréis a salvo, y lo más importante es que os purifiquemos. Enviaré a un esclavo en busca de vuestros amigos. Tienen que venir aquí.

Sátiro se volvió y por primera vez vio el trirreme que entraba a vela en el puerto.

Coeno subió a la loma en camilla mientras el trirreme efectuaba la laboriosa maniobra de dar media vuelta a remo y retroceder hasta varar la popa en la playa. Iba lleno de hombres; Sátiro veía guiños del sol sobre los bronces de cubierta. Filocles dejó los caballos en el robledal que había detrás del templo.

—Te juegas la vida por una sacerdotisa anciana —rezongó.

Sátiro miró el mármol del suelo.

—Tú no mentiste a la gente de la taberna.

Filocles asintió.

—Tampoco les dije la verdad. Dieron por sentado que éramos pequeños comerciantes que veníamos de costa arriba y dejé que lo creyeran. —Se encogió de hombros—. No importa. Al navarco de ese maldito trirreme le bastarán veinte preguntas para saber de nosotros.

Terón tiró una pesada saca de lana dentro del recinto del templo.

—¿Estamos pidiendo asilo o huimos?

Apareció la anciana sacerdotisa, sostenida por el más corpulento de sus dos esclavos.

—Los niños se están bañando para estar limpios a los ojos de los dioses —dijo—, y a ti que rompes juramentos también te haría bien. —Acto seguido señaló a Coeno con un dedo que parecía una garra—. Llevadlo al santuario. No le delataremos, esos perros de Panticapea no darán con él. El resto debéis marcharos en cuanto os hayáis purificado. Él no haría más que demoraros.

Filocles hizo una reverencia.

—Como tú digas, sacerdotisa. ¿Por qué nos ayudas?

La sacerdotisa meneó la cabeza con fastidio.

—Sé distinguir el bien del mal. ¿Tú no?

—En tal caso sabrás por qué rompí mi juramento —dijo Filocles.

—¿Yo? —preguntó la sacerdotisa—. Son los dioses quienes lo saben. Yo soy una vieja loca a quien le encanta ver hacer buenas obras a hombres valientes. ¿Por qué rompiste tu juramento?

—Para salvar a estos niños —dijo Filocles.

—¿Es el único juramento que has roto? —preguntó, y Filocles se estremeció. La sacerdotisa dio media vuelta—. La niña está bañada y limpia —anunció—. Andando, chico.

Sátiro siguió a la anciana al interior del santuario, que era más suntuoso que cualquier edificio de Tanais. Las paredes estaban decoradas con escenas de vivos colores que representaban el triunfo de Heracles, el nacimiento, los juicios de Leto y otros episodios que no tuvo tiempo de asimilar. Había una estatua de Apolo encarnando a un joven arquero, de brillante bronce anaranjado, con los ojos y el pelo de oro, disparando una flecha dorada con su arco de bronce. En el centro del santuario había una piscina. El agua se movía y burbujeaba. Sobre la piscina se alzaba una imponente estatua de Heracles, desnudo salvo por una piel de león, en la primera posición del pancracio. La visión de la estatua hizo que a Sátiro se le erizara el vello de la nuca, y percibió un olor a piel mojada, un embriagador olor amargo como de gato. O de pellejo de león.

Una sirvienta le cogió el quitón, abrió los broches y arrojó la prenda al fuego que ardía en el altar. Dejó los broches —no eran los mejores que tenía, pero aun así eran de plata maciza— en un cuenco que había encima del altar, y el fuego del ara llameó y humeó.

—El dios acepta tu ofrenda y tu estado —dijo la sacerdotisa—. Al agua.

Sátiro pensó que su hermana acababa de hacer eso mismo. Se preguntó por qué no la había visto.

Unas manos fuertes lo agarraron y cayó al agua, en la que de pronto se encontró sumergido. La piscina estaba más caliente que la sangre y burbujeaba violentamente, y la efervescencia le envolvía los miembros y le subía entre las piernas hasta el pecho. Salió a la superficie y tomó aire con los ojos cerrados, y alguien le puso una mano en la cabeza.

—Reza —le ordenaron, y la mano lo sumergió en la piscina.

Oía la voz contando encima de él. Las burbujas seguían subiendo en torno a él, estaba al borde del pánico, el vello se le erizaba en el agua y sentía como si le restregaran la piel y no respiraba, de modo que unos destellos de colores aparecieron ante sus ojos, mientras la mano seguía empujándole la cabeza. La piscina era demasiado pequeña para estirar los brazos. Estaba atrapado.

—¡Reza! —exigió la voz.

«Señor del sol, arquero dorado», comenzó. ¿Por qué estaba rezando? ¡Quería vivir, no ahogarse!

Coeno.

«Arquero dorado, retira tu astil del costado de mi amigo Coeno —rezó—. Y perdóname por haber matado a aquella chica. Sólo lo hice porque… ella suplicaba… ¡No soportaba su sufrimiento!»

Pero ¿y si también ella hubiese podido curarse?

«¡Cazador de leones, héroe, hazme valiente!»

Rezó con fervor, y una imagen de la estatua dorada del dios en la postura del pancracio le llenó la mente.

La mano de la cabeza lo soltó y salió disparado de la piscina, luego los esclavos del templo lo tendieron sobre el mármol y comenzaron a frotarlo vigorosamente con una toalla.

—¿Has oído al dios? —preguntó la anciana.

—No —contestó Sátiro. «O tal vez sí.»

La mujer asintió.

—Da lo mismo. Tu hermana sí. —Le puso algo debajo de la nariz, algo que despedía un intenso aroma. Como de metal caliente—. Estás purificado. ¿Sabes cómo se sacrifica un animal?

Sátiro, que llevaba haciendo sacrificios para su familia desde los seis años, tuvo tentaciones de responderle como un chiquillo, pero se mordió la lengua.

—Sí —se limitó a contestar.

Un esclavo lo condujo a la parte trasera del santuario, donde había un altar en lo alto de una escalera de madera que bajaba al bosque de robles. Su hermana se estaba secando el cabello.

Una sirvienta —una joven sacerdotisa, pensó— le alcanzó una daga, una estrecha hoja de piedra con el mango envuelto en alambre de oro.

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