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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (6 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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El joven intentó sacar otra flecha, pero cuando ya casi la tenía se le cayó. Palpó el
gorytos
en busca de otra. «Una más —pensó—. Dispararé una más y con eso bastará.» Alcanzó el emplumado de otra flecha con los dedos y la separó de las demás. Se inclinó hacia atrás, metió la flecha en el arco y el culatín en la cuerda, y encaró su caballo de batalla contra el enemigo.

Derribó a un segundo enemigo, y un tercero aulló al tiempo que agarraba la flecha que tenía clavada en el bíceps, expresando su ira, miedo y dolor por que un par de niños lograran despellejar a su grupo de ataque. La refriega había empujado a los sármatas camino arriba, casi hasta donde Coeno estaba tendido en la hierba y Filocles aguardaba arrodillado, pero los enemigos les hicieron caso omiso.

Talasa
tropezó y faltó poco para que se cayera. Aflojó el paso bruscamente.

«Soy hombre muerto», pensó Sátiro. Se alzó sobre las rodillas y disparó de la manera que Ataelo el Sakje le había enseñado, aprovechando el punto álgido del ritmo del caballo. Su flecha se hundió profundamente en el vientre de un joven sármata. Sacó otra flecha mientras los atacantes se volvían hacia él. Había comenzado con un caballo mejor, pero
Talasa
era un animal ya viejo, estaba cansada y había llevado una pesada carga durante varios estadios; por más ánimos que tuviera, no podía mantener el paso indefinidamente.

Lita disparó otra vez, pero los sármatas apenas le prestaban atención. Disparó al caballo de un hombre que pasaba cerca de Coeno y el jinete salió despedido por encima de la cabeza del animal, rodó por el suelo e intentó levantarse.

Sátiro disparó a un hombre vestido de rojo con un yelmo dorado, pero la flecha rebotó en la coraza de escamas de bronce.

Filocles se puso de pie para dirigirse hacia el hombre que acababa de caerse de su caballo herido y lo mató dándole una patada brutal en el cuello. La columna vertebral del sármata se partió y el ruido se extendió por el valle. Luego Filocles se agachó y se hizo con la lanza del enemigo muerto.

La acción en el camino y el crujido de los huesos de su compañero atrajeron la atención de los sármatas, que por un instante se olvidaron de Sátiro. Ese momento de vacilación le salvó la vida, y
Talasa
pasó como una exhalación por un hueco del círculo que se estaba cerrando en torno a él. El chico disparó a un hombre tan de cerca que alcanzó a distinguir cada detalle de su mueca de dolor al ser herido, vio las salpicaduras de sudor del pelo del hombre cuando sacudió la cabeza y la creciente fuente de sangre que manó de su garganta allí donde se había clavado la flecha.

«Tiké.» El mejor disparo de su vida. Hizo dar la vuelta a
Talasa
otra vez, consciente de que el corazón podía reventarle en la siguiente zancada, pero mientras la yegua siguiera adelante él conservaría la vida. Enfiló el camino, que, debido al movimiento de la batalla, había quedado relativamente despejado.

Melita disparó otra vez y falló, pero Sátiro vio que los sármatas se apartaban del lugar al que había apuntado su hermana, regalándole unas cuantas zancadas más.

Talasa
cruzó el camino cerca de Filocles. Polvo y sudor mancharon el rostro del espartano, dejándolo como la máscara trágica de un actor. Sátiro se volvió en la silla y disparó hacia atrás, pero falló el tiro pese a que el enemigo que lo seguía se encontraba tan sólo a unos pocos largos de caballo. Sin embargo, con el rabillo del ojo vio que el hombre se agachaba y que Filocles lo derribaba, clavándole la punta de una lanza en la mandíbula como si fuese un arpón, tal y como los labriegos meotes cogían a los salmones grandes.

La intervención de Filocles destrozó a los sármatas. Y no sólo porque estaban sufriendo muchas bajas: fue la manera en que murió la víctima del espartano, con la cabeza casi arrancada del cuerpo. El resto de los atacantes se acobardaron y huyeron al galope, abandonando a sus heridos.

En cuestión de instantes, el zumbido de los insectos y los graznidos de un cuervo fueron los únicos sonidos que se oyeron, superpuestos al jadeo de los hombres y las bestias y al murmullo de un chico sármata herido, con una flecha en el vientre, que llamaba a su madre. Sátiro habría preferido no entender su marcado acento sakje. Le hubiese gustado que el chico, tan sólo unos pocos veranos mayor que él y su hermana, saliera con vida del trance, pero nadie sobrevivía con una flecha en el vientre.

«Esto es obra mía», pensó.

—Tenemos que cruzar el río —anunció Filocles, como si no hubiese sucedido nada.

—Por favor, madre, oh, por favor, oh —gemía el chico tendido en la hierba alta.

«No es un chico.» Sátiro llegó lo bastante cerca de su víctima para constatar que se trataba de una doncella arquera, una joven sármata.

—¡Por favor, oh, madre, oh! —decía la muchacha.

Sátiro apartó la vista, asustado de lo que la chica tendida en la hierba significaba respecto a la vida y la muerte, asustado de sí mismo.
Talasa
se estremeció entre sus muslos. El muchacho levantó los ojos y se encontró con la mirada de Filocles.

—¡Por favor! —suplicó la chica.

—La guerra es gloriosa —sentenció Filocles—. ¿Quieres que la mate yo? Otra muerte apenas sumará en la mancha de mi alma.

Su voz se alzó inexpresiva, como la de un dios o un loco.

Sátiro miró a su hermana. Estaba vomitando en la hierba, con la cabeza gacha.
Bión
fruncía el belfo con equino desagrado.

—Se están reagrupando para un nuevo intento —señaló Terón. Miraba a los sármatas derrotados. Llevaba una espada, un
kopis
griego de hoja curvada.

Sátiro sacó una flecha de su carcaj y cabalgó hasta donde la chica enemiga se balanceaba adelante y atrás con los brazos cruzados encima de la sangre. Tenía el rostro blanco y el cabello cubierto de polvo y sudor. En su vestimenta destacaban unas cuantas placas de oro que revelaban su distinguido origen. Vista de cerca, no parecía mayor que él. «Llévatela pronto, cazadora», pensó.

Se sentía extrañamente distante, observándose a sí mismo prepararse para matar a una chica de su edad indefensa, y las manos apenas le temblaban. Era un blanco fácil.

Disparó.

Su intención fue clavarle la flecha en el cerebro, pero el temblor de las manos o la flexión del astil la desviaron hacia la boca. La chica se estremeció y profirió un grito ahogado antes de empezar a vomitar sangre, igual que los peces.

«Igual que los peces.»

Un espasmo sacudió una vez más el cuerpo de la joven herida y por fin quedó inmóvil. Sátiro observó cómo el alma abandonaba el cuerpo, cómo sus ojos se convertían en los de un cadáver.

Fue como recibir un golpe de Terón en la cabeza. No veía gran cosa. Sentado en el caballo, oyó la carga de los sármatas, oyó gritar su nombre, pero no tenía ningún control sobre sus miembros. De modo que permaneció sentado, contemplando a la chica muerta.

El tiempo era una cosa bien rara, pues el día anterior a aquella misma hora estaba viva y, no obstante, no volvería a estar viva nunca más.

Filocles volvió a llamarlo gritando.

Y de pronto estuvo tendido en la hierba que mecía la brisa, oyendo el zumbido de los insectos y los graznidos de los cuervos.

—¿Me oyes, chico? —preguntó Filocles. Le llenó la boca de vino.

Sátiro resopló, se sacudió y se atragantó con el vino.

Aún estaban en los campos al lado del camino, y él se hallaba tendido en el suelo. Aunque seguía doliéndole la cabeza, no tenía ninguna herida.

—¿Qué ha pasado?

Apareció el rostro de Terón.

—Has matado a la chica. Luego te has desmayado.

Terón tenía el brazo de la espada rojo hasta el codo.

Por segunda vez aquel día, Sátiro intentó ponerse de pie y lo único que consiguió fue vomitar. Se recostó de nuevo y Terón le dio un sorbo del vino de Filocles, mientras el espartano reunía caballos y equipo con Melita.

—¿Puedes montar? —le preguntó cuando se recobró.

—Perdón —dijo Sátiro. Estaba profundamente avergonzado.

—No hay nada que perdonar, chico —dijo Filocles, levantándolo por los hombros—. ¿Puedes montar?

Sátiro asintió y se incorporó lentamente.

Talasa
estaba desensillada. La flecha de su grupa había desaparecido.

—Tenemos un montón de caballos —dijo Filocles.

—Por Ares —respondió Sátiro—. ¿Los has matado a todos?

—No lo he hecho solo —puntualizó Filocles—. He tenido ayuda.

Terón sonrió y acto seguido borró su sonrisa al reparar en que nadie más daba la impresión de pensar que ganar la pelea fuese un motivo para estar contento.

—Vendrán más, y no tardarán en llegar. Tenemos que cruzar al otro lado del río —dijo Filocles—. Todos esos son gente de Upazán. El hombre del yelmo de oro llevaba su insignia, la cornamenta. —Meneó la cabeza como quien no dice todo lo que piensa—. Montad.

Sátiro nunca había visto a Filocles hablar de aquella manera. Le constó que se debía a que él había demostrado tener miedo y se había desmayado. Montó el caballo de un hombre muerto e inclinó la cabeza. Las lágrimas le quemaban los ojos.

—Lo siento —dijo.

—Yo también lo siento, chico —respondió Filocles—. En el río tendremos que nadar. Es probable que
Talasa
no logre llegar a la otra orilla.

Coeno dejó escapar un quejido. Iba amarrado a un poni sármata, y la pintura roja de guerra le estaba manchando el quitón.

—Dejadme —dijo.

—Y un cuerno, megaro presuntuoso —repuso Filocles. Apoyó una mano en la espalda de Coeno en un gesto de afecto.

Cuando todos hubieron montado, Filocles los condujo campo a través, derechos al punto donde cruzarían el río, desde cuya orilla se veía el lejano promontorio de la ciudad. Las llamas sobresalían de la muralla, y el fuego que ardía en las puertas las asemejaba a las bocas de una forja gigantesca. Colina arriba, a una distancia de varios estadios, había hombres con armadura. Estaban llegando más jinetes.

—Ahora o nunca —dijo Filocles—. Terón, ¿sabes nadar?

El corintio se rio y, temerario, metió a su corcel en el río, que tenía cuatro estadios de anchura en el punto más estrecho. El grupo se encontraba en la orilla exterior del meandro que circunscribía la ciudad, donde la corriente era más impetuosa, máxime teniendo en cuenta que era primavera.

Sátiro podría haber titubeado, pero en ese momento le daba más miedo demostrar miedo que tenerlo, y su caballo siguió al líder de la manada y saltó a las aguas fangosas. El animal que llevaba a Coeno entró el siguiente, y en el tiempo que un águila tardaba en atrapar un salmón, fueron una línea de cabezas nadando para salvar la vida.

Melita nadaba como una nereida, y
Bión
, aunque cansado, pateaba debajo de ella. Pero Coeno se las veía y deseaba para mantener la cabeza por encima del agua, y a su caballo no le iba mucho mejor. Sin detenerse a pensar en el riesgo, Sátiro soltó su caballo para que siguiera solo y nadó hacia Coeno, pero subestimó la fuerza de la corriente, giró sobre sí mismo y recibió una patada en el vientre. Acto seguido el muchacho se encontró debajo del agua turbia, hundiéndose lejos del ruido, todavía exhalando. Se le enredó el puño en algo —pelo— y de pronto todo su cuerpo dio una sacudida al verse arrastrado hacia delante. Sus ojos vieron luz, tiró con más vehemencia y por fin emergió de nuevo. Llenó sus pulmones de aire —«ahhh»— y descubrió que estaba avanzando deprisa con la mano envuelta en la crin de
Talasa
. La yegua mantenía la cabeza erguida y, pese a sus heridas y al peso de su jinete, surcaba con potencia las aguas. Sátiro volvió a respirar, se atragantó y sacó agua y mocos por la nariz.

Talasa
estaba girando, ajena a los forcejeos del muchacho mientras nadaba hacia Coeno. Éste tosía con la cabeza fuera del agua, pero su caballo se hundía debajo de él.

Del cielo caían flechas. Sátiro tardó unos instantes en darse cuenta de que las disparaban desde la ribera. Oyó que un hombre gritaba en dialecto sármata, pidiendo voluntarios que se metieran en el río para liquidarlos. No se volvió para mirar. Toda su concentración estaba en Coeno. Lo tenía cerca, más cerca, alargó la mano e intentó tirar de él hacia arriba, pero Sátiro sólo tenía doce años y Coeno era el hombre más corpulento que conocía.

De pronto Filocles apareció a su lado, y luego Terón, que nadaba sin caballo, y liberaron a Coeno de sus ataduras antes de que se ahogaran él y su caballo. Terón empujó la cabeza y los hombros del megaro hasta los brazos de Sátiro y éste tiró con fuerza, provocando que el hombretón soltara un quejido. Y al cabo ya estaban nadando.

Sátiro levantó la vista y constató que todavía les quedaba la mitad del río por delante. Y la corriente los había arrastrado, alejándolos de la zona más estrecha. Cuadró los hombros y se concentró en mantener a Coeno con vida.

El tiempo transcurría despacio. Le dolía el hombro y cada dos por tres pensaba que el hombre agonizante tal vez lo arrastraría al fondo. Padecía por
Talasa
, que tosía y emitía sonidos roncos por la boca y la nariz como si quisiera soltar maldiciones.

Había hojas y troncos en el río, ramas secas que flotaban tras ser arrancadas por las lluvias de primavera en las tierras altas del este, y un cordero muerto, hinchado y apestoso, pasó junto a ellos mientras nadaban. El estrecho quedaba tan lejos detrás de ellos que incluso desde su punto de vista, justo por encima del agua, Sátiro alcanzaba a ver cómo se abría ante ellos la bahía del Salmón. Se hallaban casi tan lejos de la otra orilla como cuando se habían adentrado en la corriente. Pese a la potente ayuda del caballo que nadaba debajo de él, aun yendo abrazado a su cuello, Sátiro estaba cansado.

Coeno era un peso muerto. El muchacho pensó que el cuerpo frío del viejo aún tenía vida, y pasó un rato intentando cerciorarse de si seguía respirando. No las tenía todas consigo. Cuando levantó la mirada, vio la granja de piedra que marcaba el límite del territorio meote.

Miró en derredor buscando a Melita y la encontró justo a su lado, agarrada a
Bión
con una mano y empujando a Coeno con la otra, nadando con brío pero con la cara surcada de arrugas, como la de un adulto. Sus ojos se encontraron. Melita dio un empujón, probablemente con las últimas fuerzas que le restaban, y Coeno quedó un par de dedos más arriba sobre la portentosa grupa de
Talasa
.

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