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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (4 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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En Atenas, sin embargo, muchos hombres hablaban mal de su progenitor, y un año antes Sátiro había asistido a los procedimientos judiciales que finalmente habían revocado la condena de su padre por traidor, convirtiendo a Sátiro en ciudadano y restituyéndole la fortuna de su abuelo. Cosa que sólo había servido para demostrar lo que todo chico de doce años sabe de sobra: el mundo es mucho más complicado de lo que le había parecido apenas dos años antes.

—Sin duda Platón expresa su punto de vista de manera muy convincente —comenzó Terón, como si ya hubiese expuesto ese argumento y todavía aguardara respuesta.

Filocles, con una bolsa de cuero colgada al hombro, puso su mula en movimiento. Terón iba en un caballo alto, uno de los de la caballería de la ciudad, y descollaba sobre el espartano, pero tuvo que hincar los talones con fuerza en los ijares de su montura para que avanzara. Bastaron unas cuantas zancadas de los cuartos traseros para constatar que el corintio no tenía madera de jinete.

Melita contemplaba el horizonte oriental como si siguiera la indicación de su padre. La ciudad ocupaba un promontorio, de ahí que alcanzara a verse hasta un
parasang
, e incluso más, bajo el sol de primera hora de la tarde.

—¿Eso es humo? —preguntó.

Filocles hizo visera con la mano y miró, lo mismo que Sátiro.

—Supongo que están desbrozando campos nuevos —dijo el muchacho. Acto seguido lamentó su tono de voz; no quería intimidar a su hermana haciendo gala de sus conocimientos cuando en realidad no sabía de qué hablaba. «Tengo que dejar de hacer esto», pensó.

Melita le miró y esbozó una sonrisa, como si pudiera oír cada palabra de su diálogo interior.

—León todavía está fuera —dijo, señalando los muelles vacíos al cruzar las puertas de la ciudad.

—León el Númida es nuestro ciudadano más rico —explicó Filocles a Terón, que estaba más preocupado por dominar a su caballo que por la vida social de la ciudad—. Casado con una bárbara. Un jinete de primera. Un hombre polifacético, si pensamos que inició su vida como esclavo.

—Incluso en Corinto he oído hablar de vuestro León —dijo Terón—. ¡Caray!

—Con un caballo, el mal genio no te servirá de nada —dijo Melita. Sujetó con una mano la brida de Terón y acarició el cuello de su caballo hasta que se calmó—. Eso es toda una escuadra, para esta época del año —agregó Melita, señalando hacia el mar.

Sátiro miró. Al principio no vio nada, pero al cabo de un momento divisó una hilera de velas que apenas asomaban en el horizonte, a tres o cuatro horas de distancia, en la bahía.

—Trirremes —sentenció, pues las velas eran del mismo tamaño. Más cerca, un
pentekonter
avanzaba hacia la playa a todo remo.

—¿Es el barco de mamá? —preguntó Sátiro. Sintió un gran alivio al verlo.

—Es pronto para que sea nuestra madre —contestó Melita. Pero sonrió. Ambos querían tenerla en casa.

Terón miró a la jovencita y enseguida apartó la vista, cambiando su peso de sitio para sentarse más atrás. El caballo percibió su falta de atención y decidió librarse de él. Se encabritó, luego saltó hacia delante, y Terón cayó al suelo como un saco de cebada. El castrado se dio a la fuga.

—¡Au! —exclamó Terón, y se quedó quieto donde estaba.

Sátiro se sujetó el sombrero de paja prestado con una mano y se inclinó hacia delante. Ese cambio de peso bastó para que
Talasa
se pusiera al galope, y el muchacho cabalgó raudo a través del campo de espelta que se extendía hacia el este hasta los muros de los lindes y la línea del camino. Alcanzó al castrado fácilmente, hizo virar a
Talasa
ante el morro del caballo díscolo y agarró las riendas que colgaban.

—Vamos,
Hermes
—dijo Sátiro.

Hermes
era un castrado que echaba en falta sus atributos y tendía a destrozárselos a sus jinetes. Sátiro se puso de pie encima de
Talasa
y saltó a lomos del inquieto animal, tiró de las riendas y comenzó a recitarle una letanía de sandeces. El caballo giró y regresó al trote hacia el grupo, al tiempo que
Talasa
les seguía, obediente aun sin jinete.

Cuando estuvo al alcance de su voz, Melita gritó:

—¿Puedes dominarlo?

Sólo quería fastidiar a su hermano, cuya reacción fue espolear a su nueva montura y pasar al galope entre los otros tres, levantando polvo y casi arrollando a su nuevo entrenador.

—¡Perdón! —dijo. A modo de disculpa, ofreció al corintio las riendas del caballo de batalla de su padre—. Maestro Terón, esta yegua es el caballo más listo que haya existido jamás. Es la madre de la mitad de las monturas de caballería de este lado del Euxino y aun así sigue siendo lo más recio que camina sobre cuatro patas. Lo único que no debes hacer es sentarte tan hacia la grupa.

El atleta ofreció un lamentable espectáculo al montar el inmenso caballo sin escalón, aunque lo consiguió al cuarto intento. Melita no se molestó en disimular su risa. Terón la fulminó con la mirada y luego se volvió hacia Filocles.

—¿Ésta es la disciplina que mantienes? —preguntó.

Sátiro cruzó una mirada con su hermana y ambos cabalgaron un poco apartados de los adultos. Lo bastante cerca para escuchar, lo bastante alejados para dar una apariencia de privacidad.

—Si te refieres a las opiniones de Platón sobre el alma tal como, de modo bastante malicioso, las pone en boca de Sócrates, diría que son bastante interesantes, aunque no irrefutables —dijo Filocles.

—¿Te desagrada Platón? —preguntó Terón.

—Me desagrada cualquier sofista cuyo tema subyacente consista en demostrar que es más inteligente que su público. Dime un diálogo de Platón en que sea vencido por un estudiante.

Terón se encogió de hombros.

—Dudo que tal cosa haya ocurrido alguna vez —dijo.

Filocles se rio.

—El padre de los chicos estudió con Platón hasta que falleció. Me temo que lo que contaba sobre su antiguo profesor les ha dejado una huella indeleble. —El espartano sonrió—. ¡Prefiero a Simónides o a Heráclito!

—¿A ese hipócrita? ¡Sólo trabajaba por dinero! —señaló Terón, indignado.

Sátiro y Melita se miraron sonriendo porque su padre les había dicho que Platón era un imbécil pedante, comentario tan gracioso que todavía les hacía reír.

Terón miró a los niños.

—Ambos son bastante inteligentes —observó. No fue una pregunta, sino una afirmación.

Filocles asintió.

—¿Acaso hay alguna diferencia entre educar personas y criar animales? —preguntó—. Su señor padre era un soldado excepcional y un hombre muy culto; también un atleta aceptable; quedó tercero o cuarto en la centésima primera Olimpiada.

—¿En serio? —preguntó Terón—. ¿En qué disciplina?

—Pugilato —contestó el espartano—. Pero sólo en su juventud. De adulto nunca compitió.

—¿Por qué? —preguntó Terón. Cualquier chico que hubiese logrado subir al podio habría destacado de adulto.

—Por la guerra —dijo Filocles—. Tuvimos una buena ración de conflictos por entonces.

—Tampoco es que ahora andemos escasos —señaló Terón.

—En cualquier caso, la madre es igual. Ya lo verás cuando regrese de Panticapea. No es la beldad que fue en otros tiempos, pero sí una estratega de primer orden, habla muy bien para ser bárbara y es una atleta consumada.

Filocles miró hacia los campos y sonrió.

—¿Es corredora? —preguntó Terón. Correr era prácticamente el único deporte en el que competían las mujeres griegas.

La sonrisa de Filocles se hizo más amplia.

—Es arquera, arquera a caballo. Tal vez la mejor del mar de hierba. Y una espada bastante buena.

Terón asintió.

—Vaya. Ahora entiendo a la hija. De tal palo, tal astilla.

Echó un vistazo a Melita. Sátiro lo miró a los ojos.

El espartano asintió.

—Exacto —dijo.

Tardaron una hora en llegar al sitio donde solían pescar, un pequeño promontorio en un meandro del Tanais donde el agua que manaba de la fuente de Niobe (una ninfa del lugar) se precipitaba por la ladera para aumentar el caudal del río. El agua de la fuente corría todo el año, fría y clara, y las truchas se congregaban en las profundas pozas que quedaban justo por encima de la confluencia.

Los gemelos desmontaron de inmediato, amarraron los caballos en medio de un prado verdísimo, colgaron los arcos en las sillas y corrieron arroyo arriba, puñales de bronce en mano, para cortar cañas. Cuando estuvieron satisfechos con lo que habían encontrado, regresaron. Filocles estaba extendiendo los sedales de crin sobre la hierba segada por las cabras junto a la orilla del arroyo. Luego el espartano ató con destreza anzuelos de bronce decorados con hilo rojo y plumas del color de un caballo zaino.

—Nunca he visto a nadie pescar de esta manera —dijo Terón.

—¡Ven! —dijo Melita, cogiéndole la mano.

Terón mostró cierta timidez ante el contacto de la chica, pero fue con ella de buen grado.

—No asustes a los peces —dijo Melita en un susurro, y se puso a gatas para trepar al peñasco que los separaba del arroyo. En un abrir y cerrar de ojos estuvo en lo alto de la roca, mostrando apenas la cabeza a los peces. Levantó un brazo con cuidado, y cuando el corintio estuvo situado a su lado, señaló al agua—. ¿Ves las truchas? —preguntó.

Terón observó el tiempo que tardaría en luchar un asalto, siguiendo el dedo que señalaba, respirando quedamente.

—Las veo —asintió.

Melita fue consciente de la calidez que irradiaba un hombre adulto tendido junto a ella encima del peñasco. «Habrá que ir con cuidado», pensó.

—Mira —le dijo a Terón. «Es diferente de estar tendida al lado de mi hermano.»

Transcurría el tiempo. A Melita, fastidiada porque los insectos no cumplían con su cometido, le constaba que Terón debía de aburrirse. Pero al fin una mosca bajó lentamente, una de las grandes moscas marrones que tanto gustaban a los peces. Voló a ras del agua, rozando la superficie con su abdomen a cada tanto. Melita supuso que estaba poniendo huevos, huevos tan diminutos que no podía verlos pese a que había observado aquella danza infinidad de veces.

Su hermano se encaramó al peñasco hasta su izquierda.

—¿Pican? ¡Oh! —exclamó, cuando uno de los habitantes de la poza ascendió del fondo oscuro, atrapó el insecto justo en la superficie del agua y dio media vuelta con un destello rojo anaranjado, dejando un círculo de ondas tras de sí.

Melita sonrió encantada y bajó del peñasco dando palmas.

—¿Lo ves? —preguntó, o más bien constató.

La sonrisa torcida de Terón fue el gesto más amistoso que los chicos le habían visto hacer hasta entonces.

—Desde luego que sí. Esto no es pescar con redes, ¡es pescar con insectos!

—Pero no con insectos de verdad —dijo Sátiro—. No sé por qué, pero aunque los atrapes, los peces no pican. En cambio, si atas unas plumas a un anzuelo…

Señaló las cañas de cornejo que Filocles había montado. Los palos de cornejo tenían la altura de un hombre adulto y los sedales de crin eran de la misma longitud.

—Y si mueves la mosca por la superficie del agua como si fuese de verdad… —agregó Melita.

—Hay veces que, ¡zas!, pillas un pescado grande. Salen disparados como un rayo de Zeus.

Sátiro cogió una de las cañas con entusiasmo. Melita tomó otra y se desabrochó las sandalias.

—Me voy aguas arriba —anunció.

Filocles asintió.

—Yo iré con la joven dama.

La siguió. Ahora parecía estar sobrio, y Sátiro pensó que nunca había visto a su preceptor tan contento. Tal vez necesitase compañía. La compañía de un adulto. La idea entristeció un poco al chico. Deseaba ser un compañero adulto, pero amaba al espartano, con su afición a la bebida y todo, y si Terón de Corinto le hacía feliz, que así fuera.

Sátiro regresó al peñasco, cavilando sobre el corintio y sus extrañas reacciones con su hermana. Trepó con cuidado a la roca, puso la caña de cornejo a la altura de los hombros y lanzó el anzuelo por encima de su cabeza. El anzuelo emplumado surcó el aire quieto y se detuvo a ras del agua, mientras la pluma era sostenida por la tensión superficial.

Al cabo de un instante, Sátiro dio un levísimo tirón y la mosca se deslizó rozando el agua. Respiró hondo y repitió el movimiento.

Nada. Suspiró sin hacer ruido y apartó la mosca del agua echando la caña hacia atrás por encima de su hombro. El anzuelo describió un arco en el aire, rociándole la piel de minúsculas gotas de agua. Usando sólo la muñeca, volvió a lanzar el anzuelo al río, contuvo el aliento e hizo saltar la mosca.

El movimiento del pez fue tan rápido que sólo gracias a las incontables tardes que había dedicado a ese pasatiempo el chico logró tirar del anzuelo en el momento preciso, y de pronto tuvo un pez tan largo como su brazo enganchado a la punta de la caña. Levantó ésta e hizo caer al pez en la hierba corta de detrás del peñasco.

—¿Te importa sacárselo? —preguntó a Terón, que no pescaba, limitándose a observar.

El fornido instructor se arrodilló en la hierba y sacó el anzuelo de la boca del pez. Golpeó el pescado contra una piedra, sacó un cuchillo de bronce y destripó al animal en un santiamén.

—Tú ya has hecho esto antes —dijo Sátiro, en tono acusatorio.

Terón sonrió.

—Nunca había visto usar una mosca de esta manera —respondió Terón—. Pero mi padre tenía una barca de pesca. Apuesto a que limpiar pescado es lo mismo en todas partes.

Sátiro le ofreció la caña.

—¿Quieres probar? —preguntó.

Terón se limpió las manos en una charca cercana y agarró la caña.

—Me encantaría.

—¿Por qué no te cae bien mi hermana? —preguntó Sátiro mientras el Corinto lanzaba el anzuelo al agua.

—No tengo nada en contra de tu hermana —contestó Terón—. ¿Sabes que en Grecia las mujeres no van de pesca con sus hermanos?

Sátiro vio a un jinete al otro lado del arroyo. Estaba a un par de estadios y avanzaba tan deprisa que levantaba una polvareda.

—He estado en Atenas —dijo Sátiro con orgullo—. Todas las chicas tenían que quedarse en casa.

—Exactamente —asintió Terón.

—Una estupidez —agregó Sátiro—. ¡Me parece que es Coeno! —exclamó, bajando a toda prisa del peñasco.

—¿Quién es Coeno? —preguntó educadamente Terón. Un pez eligió aquel preciso instante para caer en la trampa y, pese a su inexperiencia, Terón tiró de la caña y consiguió una presa, una trucha al menos tan larga como su antebrazo.

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