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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (2 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—¿Quién es? —preguntó en sakje. Con Ataelo no era preciso abundar en detalles.

Ataelo apenas movió levemente el mentón, pero su gesto decía que tampoco él había visto antes a ese hombre.

Srayanka sonrió a su capitán; nada de grandilocuencias como la del navarco, que era como los griegos llamaban a los comandantes de sus naves.

—Desembárcanos aquí —le ordenó—. Caminaremos un poco.

Ataelo sonrió ante tal precaución.

La proa siseaba como si el tajamar rezongara al hendir las olas del agua poco profunda y finalmente el barco crujió al vararse con contundencia en la arena. Los popeles saltaron a tierra y arrastraron el ligero casco un par de brazas playa arriba, y acto seguido los remeros hicieron lo propio y ayudaron a sacar la quilla del agua. Sólo entonces saltaron por la borda los sakje; ninguno de ellos tenía ni por asomo alma de marinero. Dos de los guerreros de Srayanka cayeron de bruces al saltar.

Srayanka observaba a Herón, que se encontraba sólo a unas docenas de largos de caballo.

—Poned el barco a flote —dijo en griego—. Preparadlo para zarpar de inmediato.

Srayanka comprobó su
gorytos
, la caja del arco que todos los guerreros llevaban siempre al hombro. Con los dedos palpó el arco y las flechas, el puñal atado con correas a la parte trasera de la caja y la espada de Ciro sujeta al cinto.

Todos los sakje la imitaron. Los guerreros miraron a Srayanka y a Ataelo.

—Parezco tonta —dijo—. Acabemos con esto de una vez.

«Por mis hijos», pensó. Le gustaba su vida, no sentía la menor necesidad de ser reina de todos los sakje, ni siquiera para reemplazar a Marthax, su antiguo enemigo. Deseaba disfrutar del resto de su vida. Bastaría con hincar la rodilla para que todo aquello por lo que había trabajado quedara a salvo.

Pero no quería postrarse. «Oh, esposo de mi corazón. Vencimos a Iskander y ahora me arrodillo ante un idiota.»

Caminar por la arena resultaba incómodo y poco digno, y deseó haberse sobrepuesto a sus temores y a su desdén y desembarcar a los pies de Herón. «A los pies de Eumeles», pensó. El espantajo. El inútil. Una persona insignificante que pretendía ser el heredero de su esposo.

Y de pronto estuvo allí, a un largo de caballo del hombre alto y delgado con la clámide púrpura. Le hizo una reverencia.

—Es guapa —dijo el hombre situado detrás de Herón. Su acento era ateniense, y Srayanka pensó en Kineas. El desconocido parecía intimidado.

—Toda tuya —dijo Herón. Dio media vuelta y desapareció entre sus guardias.

Traición. Lo comprendió en el acto.

Tuvo su
akinakes
—la espada de Ciro, tan larga como su brazo y siniestramente afilada— en la mano antes de que los guardias lograran cruzar la arena. «Menudo idiota; hacer ese gesto para advertirme de su traición», pensó, y el frío jade de la espada de Ciro la tranquilizó. Cuando el acompañante de Herón arremetió con la lanza contra ella, Srayanka agarró el arma, se la arrebató de un tirón al tiempo que le daba la vuelta y, acto seguido, por encima del gran escudo redondo de su atacante, le clavó a éste la punta en el cuello.

Recibió un golpe en el costado, pero la armadura que llevaba debajo de la túnica desvió la punta. Srayanka giró en redondo, pero ya los tenía a todos alrededor y no corrían riesgos. Se agachó casi hasta el suelo y blandió la espada corta hacia arriba, por debajo de un escudo. El agredido gritó mientras caía al tiempo que ella ocupaba su posición; un golpe en la espalda, y otro más, y de pronto la asaltó un dolor agudísimo. Pese al mareo y a la pérdida de fuerza en los miembros, el otro hombre estaba allí, y se abalanzó sobre él. Ya había perdido el control de sus músculos antes de que su espada golpeara el puente de la nariz del ateniense y la sangre manara a chorros, alcanzando la espalda de Srayanka. Vio los pies de sus enemigos; unos descalzos y otros con recias sandalias.

—¡Maldita puta! —gritó el ateniense.

Srayanka sonrió a pesar de que la oscuridad se cernía sobre ella y a que sabía exactamente lo que eso significaba.

El sonido contundente de una flecha clavándose en la carne... en otra ocasión el extraño ruido de la punta atravesando el
thorax
de cuero blanco del guardia le habría hecho sonreír, pero para entonces ya había descendido demasiado por la senda de la oscuridad. «Ataelo —pensó—. Aún está vivo y sigue disparando. Salva a mis hijos, Ataelo.»

Luego, gritos. Retumbar de pisadas. El ateniense maldiciendo, su voz como la de un hombre muy resfriado.

Frío, frío en todo el cuerpo. «Tendida despierta en su carromato en el mar de hierba, desnuda para invitar a Kineas a jugar, pero con frío. Y luego la calidez, la recompensa cuando él se acostaba a su lado, oliendo a hombre, a caballo y a bronce sucio como si fuese un perfume.»

—No me eches la culpa a mí —dijo Herón—. Te la he servido en bandeja. Eres tú quien la ha jodido.

—¡Me ha cortado la
nadiz
! —gimió el ateniense.

—Tonterías. La conservas casi intacta. He mandado aviso a mi curandero. Bien, ¿qué es lo que quieres? ¿Su cabeza?

Herón estaba impaciente. Srayanka formuló su maldición y la escupió sílaba a sílaba, como las últimas gotas de un tarro de miel, mientras se sumía en la negrura. Pero aún podía oír.

—Jódete —dijo el ateniense, arreglándoselas para aparentar coraje.

—Un insulto más y le diré al general Casandro que caíste en la refriega. ¿Queda claro? Bien. Mi curandero se ocupará de curarte la nariz y luego intentaré rectificar tu error antes de que me cueste más tiempo y dinero —dijo Herón, como siempre con aires de suficiencia.

—Has dejado escapar a la pequeña escita y
ahoda
su
badco
se ha ido —replicó el ateniense. La impresión de la herida se le estaba pasando—. Tú has sido el idiota que nos ha delatado. ¡Si me asesinas Casandro vendrá a
pod
ti!

—Si eres un ejemplo del poderío de Casandro, creo que he apostado por el caballo equivocado —alegó Herón—. Dale recuerdos de mi parte a doña Olimpia. Y recuerda bien esto: voy a ser el rey del Euxino. Éste era el precio. ¿Queda claro? —Una pausa—. Se suponía que iba a traer a los mocosos. ¿Dónde cojones están? Los quiero muertos.

—Que te jodan —le espetó el ateniense.

Srayanka estaba perdiendo interés. El frío se le iba pasando; notaba los pies cálidos de su hombre junto a los suyos, y captaba el aroma a bronce viejo, aceite y caballo, con un rastro de sudor masculino.

Como siempre, el contacto de Kineas la relajó; y se dejó llevar.

Parte I
El forjado
1

316 a. C

—Tienes una buena complexión para ser un niño —dijo el atleta. Se apartó de su futuro alumno y le tendió una mano—. Pero si te enfrentas a un hombre en una prueba de fuerza, te vencerá.

El nuevo entrenador tenía las espaldas de un toro. Le sacaba una cabeza a su alumno de doce años y era mucho más fornido; su musculatura era digna de aparecer en la decoración de cualquier jarrón con motivos heroicos. Se llamaba Terón y había competido por los laureles en Nemea y Olimpia, perdiendo por poco en ambas ocasiones. Había efectuado un largo viaje para ser el entrenador del chico, y había dejado claro que quería ver qué le ofrecían.

Lo que le ofrecían era una figura delgada con los músculos de un niño, un niño atlético pero carente de peso y envergadura. Era bastante guapo, con una mata de pelo castaño oscuro y unos rasgos bien proporcionados. Tenía el cuerpo bastante bien formado, todavía no le habían roto la nariz ni le había salido el vello propio de la adolescencia.

El chico tomó la mano de su maestro y se puso en pie de un salto. Sonrió con petulancia y se frotó la cadera. Tenía las espinillas llenas de magulladuras, las manchas marrones eran tan constantes que su madre decía que parecía que llevaba pantalones escitas.

—Algún día te ganaré —dijo. Acto seguido cambió de estrategia y sonrió, preguntándose si no estaría pecando de excesivo desparpajo. Terón negó con la cabeza.

—Eres rápido y tienes talento, chico, pero ese pecho nunca será lo bastante ancho para que me hagas tocar la arena con la cabeza.

El chico hizo una reverencia, un gesto natural desprovisto de servilismo.

—Lo que tú digas —respondió. En realidad no lo pensaba, y su actitud quedó clara en la manera de expresarlo. De hecho, había un matiz de mofa en la frase. Miró a su preceptor, otro hombre de gran corpulencia, que estaba reclinado contra una columna de la
stoa
.

El rubor cubrió el semblante del atleta, manifestando su resentimiento.

La hermana del chico, sentada al fresco bajo el pórtico, se rio.

El nuevo entrenador, el posible futuro entrenador, giró en redondo.

—¡Una chica! —gritó—. No te está permitido entrar en la palestra. —Inclinó la cabeza—. Joven señora.

Se cubrió las partes pudendas con la mano.

Ambos varones iban desnudos.

La «joven señora» se levantó de su escondite.

—No estoy de acuerdo —declaró. Llevaba un quitón de hombre que cubría la esbeltez de sus caderas y piernas. También tenía doce años, y ya apuntaban en ella los hermosos pechos de su madre y unos grandes ojos de adulta de un color indefinido—. Mi madre insistirá, si lo prefieres. Yo también quiero aprender a luchar a la griega.

Terón, un atleta nato que había recorrido tres mil estadios a través del Euxino para aceptar un contrato que lo convertiría en un hombre rico en Corinto para el resto de sus días, se mantuvo en sus trece:

—Es impropio de mujeres practicar deportes —comenzó.

—Las mujeres espartanas participan en todos los juegos —repuso la niña—. Lo dice mi preceptor.

Desvió los ojos hacia el hombretón recostado debajo del peristilo.

—Cuando está sobrio —apostilló su hermano. Cogió un estrígil y comenzó a quitarse la arena de la espalda—. Y dice que las mujeres corren en Nemea. Tú competiste allí, ¿no es cierto, Terón?

El instructor miró a los gemelos y una lenta sonrisa le curvó las comisuras de los labios. Pero mientras el chico observaba la sonrisa, Terón alargó su gigantesco brazo y lo agarró, le obligó a dar media vuelta y lo derribó poniéndole la zancadilla, para acabar inmovilizándolo sobre la arena.

—En la palestra, hay que llamarme maestro —dijo—. Tu hermana no debería estar aquí. Cuando regrese de firmar su tratado, hablaré con vuestra señora madre sobre deportes femeninos. Estaré encantado de enseñar a correr a una niña que tiene los miembros tan largos. Pero de pancracio, nada. El pancracio es cosa de hombres. Es para matar.

La jovencita asintió. Su actitud ponía de manifiesto que lo hacía por mera cortesía, no porque estuviera de acuerdo.

—Mi madre ha matado a cincuenta hombres —dijo la niña—. ¿Y tú? —Asintió sin darle tiempo a contestar—. Pues en ese caso espero que me des una clase diaria —dijo a la figura recostada de su hermano gemelo—. Te irá bien enseñarme. Así aprenderás las lecciones por duplicado.

—Maestro, ¿puedo levantarme? —preguntó el chico.

Terón se puso de pie de un salto y volvió a tenderle el brazo.

—Por supuesto.

Dio la espalda a la niña y se encaró a su nuevo alumno.

—¿Tu hermana siempre mira cuando entrenas? —preguntó.

El chico se rio.

—Entrena conmigo —contestó—. Maestro.

Terón meneó la cabeza.

—No hasta que haya hablado con vuestra señora madre. Joven señora, haz el favor de salir de la palestra.

La niña asintió de nuevo, con un gesto lento que fue idéntico al de su hermano.

—Volveremos a hablar de esto —sentenció. Se puso de pie con garbo, sin asomo de la torpeza retozona propia de su edad, y se marchó del atrio, camino de los baños. Se detuvo en el arco de entrada—. Deberías llamarnos por nuestros nombres —dijo—. Es la política de mi madre, y es una buena costumbre. Yo no soy la señora de este lugar, igual que tú tampoco eres el amo. Soy Melita. Mi hermano es Sátiro. Somos los hijos de Kineas de Atenas y de doña Srayanka. Nuestra familia luchó en Maratón contra los medos y en el mar de hierba contra Darío. Mi padre era descendiente de Heracles y mi madre lo es de Artemisa. —Inclinó la cabeza—. Aquí la única señora es mi madre, y no tiene amo.

Terón no conocía a muchas chicas de Corinto capaces de mirarle fijamente hasta lograr que apartara la vista. Aquella jovencita, sin embargo, no había pestañeado desde que comenzara a hablar.

—Tengo entendido que vuestro padre murió —dijo.

La niña, Melita, lo miró detenidamente.

—Volveremos a hablar de esto —repitió, y entró en los baños.

Terón se volvió hacia Sátiro, su discípulo propiamente dicho.

—Hemos quedado en tres asaltos —dijo. Echó la vista atrás para asegurarse de que la niña se había ido.

—¿Llevamos uno o dos? —inquirió el chico. No había malicia en su actitud. Lo preguntaba en serio—. ¿Maestro? —agregó, con un poco de retraso.

«Tengo que estar más atento si quiero que se quede», pensó Sátiro.

Terón balanceó los brazos.

—Llevamos uno —contestó—. ¿Estás listo?

El chico adoptó la posición. Estaba seguro de su postura; su preceptor sabía lo suficiente sobre el pancracio para enseñar a un niño. Terón permaneció inmóvil y Sátiro se mantuvo quieto el tiempo necesario para respirar profundamente veinte veces, soltando el aire despacio. Su postura era correcta: las manos en alto, el peso bien distribuido, el pie izquierdo adelantado y listo para dar una patada. Terón comenzó a moverse en círculos y Sátiro hizo lo propio, procurando mantener las distancias. La última vez había calculado mal el tremendo alcance de Terón. En ese momento se mostró más cauto.

Terón atacó, pasando el peso al pie derecho y alargando los brazos. El chico bloqueó uno de los brazos extendidos y le dio una patada en la rodilla, pero Terón se desplazó un poco y encajó el golpe en la pierna. Soltó un gruñido.

—Buena patada —dijo mientras retrocedía.

Sátiro sonrió e inició su ataque, girando sobre el pie delantero para asestar otra patada.

Terón se dispuso a cogerle la pierna —esperaba que repitiera el anterior movimiento— y tomó aire. La segunda patada fue una finta.

Sátiro sacudió el pie con el que había fintado, desplazando su centro de gravedad. Se acercó, agarró el brazo de Terón con ambas manos y apoyó todo su peso para hacerlo girar.

El otro brazo de Terón salió disparado y tiró del chico por los hombros, buscando una llave para girarle el cuerpo y liberar el brazo.

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