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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (12 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Habida cuenta de la hora, aquella noche dejaron descansar a las bestias, tomaron una cena caliente en el establo del barquero y por la mañana vieron que el nivel del agua había bajado. Aun así, cruzar el Hispanis a nado fue una de las cosas más espantosas que Estratocles había hecho jamás. Se encontraba en medio del río cuando un tronco sumergido golpeó las costillas de su caballo y ambos se hundieron rodando durante un momento, llevándole a pensar que estaba perdido.

«Oh, Atenas, cómo he de verme por ti.»

Pero de pronto estuvo en la otra orilla. Había llevado consigo una cuerda fina que le había dado el barquero, y la ató al gran roble que se alzaba en lo más alto de la ribera, con lo que se ganó el saludo y el grito de agradecimiento del responsable del transbordador.

—Servicio restablecido —dijo Estratocles a Lucio, que también había cruzado.

—¿No vamos a esperar a los muchachos? —preguntó el italiano al ver que su jefe secaba su caballo, dispuesto a montar enseguida.

El ateniense observó al barquero y a uno de sus hijos cruzar lentamente el cauce del río en una barca ligera, usando la cuerda que él había atado al roble para impedir que la corriente los arrastrara aguas abajo.

—Tardarán todo el día en volver a tender la sirga —dijo el ateniense.

—Tú mandas —dijo Lucio—. ¿Crees que podremos con seis hombres los dos solos?

—Tengo que intentarlo —respondió Estratocles.

—Bien, cuenta conmigo —rezongó Lucio—. Estoy loco, pero cuenta conmigo.

Llegaron a Bata al cabo de tres días. Había un gran trirreme varado de popa en la costa, y Herón de Panticapea estaba subiendo por la playa cuando dirigieron sus fatigados caballos hacia el barco.

—Han escapado —dijo Estratocles.

Herón asintió.

—Esta mañana. Hace unas cinco horas. —Miró un momento a Lucio y luego de nuevo al ateniense—. Eres mejor de lo que me figuraba. Has aguantado todo el camino a través de la campiña y los montes.

Estratocles se encogió de hombros.

—No obstante, se me han escapado.

Herón asintió, y su larga nariz pareció una burla de la señal que Estratocles tenía en el rostro.

—Van a bordo de un barco de cabotaje con destino a Heraclea —dijo—. Puedo darte este barco y toda su tripulación. Ve y mátalos.

Estratocles respiró profundamente.

—Tengo negocios en Heraclea, y un par de agentes —dijo—. Por otra parte, esto está yendo más allá de mis atribuciones. No soy tu hombre, Herón. Soy de Casandro. Y matar a esos niños no puede volverse un fin en sí mismo. ¿Qué daño pueden hacerte?

Herón miró hacia el barco y se encogió de hombros.

—Haz lo que te digo. O dile a Casandro y a vuestro querido tirano ateniense que, a menos que esos niños mueran, no formaré parte de esta alianza y que ya puede esperar sentado el grano que tanto desea. —El altivo Herón esbozó una sonrisa; mejor dicho, la parodia de una sonrisa—. Me atrevería a decir que encontrará que puede prescindir de ti durante unas semanas.

Estratocles contuvo el rencor que amenazaba con salirle por la garganta, convertido en voz. El
daimon
político que regía sus pensamientos —oportunismo, llamaba a su
daimon
— le dijo que siempre habría un Herón que remplazara al anterior.

«Lo que he de hacer por Atenas», pensó Estratocles.

—Preséntame a tu navarco —dijo.

5

El mayordomo del factor dijo que León no estaba allí, y a su señor, cuando lo llamaron debido a la insistencia de Filocles, no le hizo demasiada gracia hablar con ellos. Era un herácleo de mediana edad que se llamaba Kinón, y miró a los cuatro viajeros montados a caballo frente a su palaciega casa con aire consternado y receloso. Kinón era tan alto como ancho, y no sólo porque estuviera gordo. Lucía una fortuna en joyas, con un cinturón engastado de piedras preciosas y sandalias doradas. Dos esclavos armados lo acompañaban guardando las distancias, y la puerta tachonada sólo se abrió lo justo para que los tres resultaran visibles desde la calle.

Kinón habló con brusquedad.

—No espero la llegada de León hasta dentro de varias semanas. En realidad, ni siquiera sé si Heráclea figura en su itinerario de singladuras veraniegas. Que tengáis un buen día.

Filocles saltó del caballo y se plantó en el umbral de modo que resultara difícil cerrar la puerta con un mínimo de cortesía.

—De todas formas aceptaremos tu hospitalidad —dijo.

—Yo no os he ofrecido mi hospitalidad —repuso Kinón.

—León y yo somos amigos íntimos. Necesito cobijo, igual que estos niños y su entrenador. ¿Nos estás negando la entrada?

Filocles parecía más corpulento y mucho más noble que de costumbre. Kinón miró a los demás.

—¿Qué pruebas traes de ser amigo íntimo de mi patrón? Si no os marcháis avisaré a la guardia del tirano.

Filocles se encogió de hombros.

—Ayudé a tu amo a librarse de la esclavitud —explicó—. Era esclavo de Nicomedes de Olbia. Kineas de Atenas y yo…

—¿Kineas? ¿Eres ese Filocles, el espartano?

Kinón se adelantó un paso, dándose una palmada en la cabeza. Sátiro se quedó dudando de si había sido un gesto teatral o espontáneo, o quizás ambas cosas a la vez.

—Soy Filocles de Olbia y Tanais. Estos niños son los hijos de Kineas, y que caiga sobre ti una maldición por hacérmelo decir en plena calle.

Filocles ya no parecía estar ebrio.

—Guárdate tus maldiciones para quienes te quieran mal —dijo Kinón, aunque se sonrojó—. Mil disculpas. Pasad. ¿Qué hacen aquí tan nobles huéspedes con tan poca ceremonia? Ahora sé que León requeriría que os mostrara la mayor cortesía. ¿No podrías haberlo dicho antes, o enviar una nota?

Los esclavos armados ayudaron a conducir los caballos al patio comercial de la casa. El mayordomo levantó las manos al cielo.

—¿Dónde voy a estabular tantos animales? —preguntó a los dioses.

A Melita no le gustó nada la manera en que sus ojos se detuvieron en ella. Sin embargo, Kinón restó importancia a su preocupación con un gesto de la mano.

—A los huéspedes los envían los dioses —dijo—. Igual que a sus bestias.

—No podía enviar una nota porque no quiero que se sepa que estamos aquí —explicó Filocles—. Mis pupilos se encuentran en una situación peligrosa. Cuéntame qué novedades hay. ¿Cómo es la relación del tirano con Panticapea?

—¿Con Eumeles, a quien solían llamar Herón?

Kinón estaba encantado de ser dueño de la situación, y se complacía, ahora que tenía invitados, en presumir de sus posesiones. Otros dos esclavos salieron de las dependencias del servicio que quedaban al fondo del patio comercial. Se llevaron a los animales y una jovencita trajo vino mezclado con agua mineral, que burbujeaba en la lengua. Sátiro recordó el baño en el templo de Heracles.

—Exactamente —contestó Filocles. Probó el vino e hizo una reverencia para indicar que era muy de su agrado. Otros esclavos salieron en tropel de sus dependencias para llevarse el equipaje al interior de la casa.

Reapareció el mayordomo.

—He preparado habitaciones para todos, amo —anunció.

Kinón asintió, frunciendo los labios, hasta que otra muchacha llegó por el arco que conducía al patio ajardinado. Era hermosa como una joven Afrodita, con grandes ojos sobre una nariz aguileña y labios que parecían demasiado brillantes para ser reales. Sátiro la observó, y la mirada fugaz de la muchacha —los esclavos rara vez levantaban los ojos— se cruzó con la suya en un destello verde. La joven esbozó una sonrisa. Llevaba una guirnalda en el pelo y cinco más en los brazos. Bajando los ojos, dio a Sátiro una guirnalda.

—Mi amo te da la bienvenida —dijo, y su mirada volvió a cruzarse con la del chico.

Sátiro se ruborizó y cogió la guirnalda. El contorno de aquel cuerpo femenino se adivinaba debajo de su sencillo quitón de lino. Todas las mujeres, y todos los hombres, iban desnudos debajo de sus prendas, y casi nadie, con excepción de los enfermos, llevaba ropa interior, pero aquélla parecía ser la primera vez que Sátiro reparaba en tal cosa. Bajó los ojos y se perdió la breve sonrisa que le dedicó la esclava.

Terón no. Cogió su corona y sonrió.

—Esta muchacha, señor, es toda una belleza.

Kinón dio unas palmaditas en la espalda de la esclava con genuino cariño.

—Bella y modesta. La compré para un burdel, pero me parece que no la venderé nunca. —La miró con el aire apreciativo de un entendido—. El beneficio no es lo único que cuenta en esta vida.

—Tus sentimientos hablan mucho en tu favor —dijo Terón—. ¿Cómo te llamas, muchacha?

—Calisto —susurró.

—¿Qué nombre podría serle más apropiado? —intervino Kinón—. En cuanto a vuestro Eumeles, debéis saber que nuestro Dionisio le odia, igual que le odia su hermano. Es algo muy… personal, ¿entendéis?

Filocles apuró su copa de vino y se la pasó a un esclavo.

—Esta es la mejor noticia que he oído en todo el día, señor Kinón.

—Dejémonos de formalidades —dijo Kinón con cortesía—. Estáis en vuestra casa. ¿Me permitís hospedaros como amigos e invitados míos? ¿Los hijos de Kineas y Srayanka?

Melita lanzó una mirada a su hermano —«¡Venga!»— y éste dio un paso al frente. Imitó el gesto de Filocles, dejando su copa suspendida en el aire y suponiendo que aparecería un esclavo para llevársela. Así fue.

—Soy Sátiro, hijo de Kineas de los Corvatos de Atenas y Olbia. Heracles engendró a mis antepasados con la nereida que moraba en las laderas de Gagamia, en Eubea. Arimnesto de los Corvatos lideró a los plateos en Maratón y obtuvo honores eternos. Calícrates Eusebio Corvato guio a los exiliados de Platea. Él y su hijo dieron sus vidas por Atenas. —Alargó los brazos y tomó las manos de Kinón entre las suyas—. Solicito tu amistad y tu acogida, Kinón de Heráclea, y te brindo las mías, así como las de mis hijos.

Kinón le dio un fuerte apretón de manos. Las suyas eran blandas y un poco húmedas, pero agarraban con firmeza.

—Así hubiesen hablado los mismísimos héroes. Desde luego, aun siendo tan joven, pareces más un hombre de Oro que un hombre de Hierro. Tu amistad y acogida me honran, Sátiro Eusebio de los Corvatos. —Cogió una crátera de vino y chascó los dedos, y un esclavo que había acarreado una espada apareció con un cuenco de ofrendas. Kinón ofreció una libación—. Juro a Hera, a Deméter, que ama a todos los huéspedes, y a tu antepasado Heracles que seré tu leal anfitrión e invitado.

Sátiro tomó la vasija de libaciones con el índice y el pulgar.

—Señora de la Sabiduría, la de los ojos grises, y tú, el herrero de fuertes brazos que trabaja el bronce y el hierro, velad por este hombre y sed los garantes para que yo siempre sea un leal huésped y amigo.

—Me siento como si tuviera a Aquiles, el hijo de Peleo, como invitado —dijo Kinón—. Lo que fue un incordio ha devenido en placer. Por favor, seguidme a un lugar más confortable.

Pasó el primero por el arco principal y, dejando atrás el patio comercial con almacén y dependencias de esclavos, salieron a una rosaleda con tres columnatas. En medio había una fuente, y habían dispuesto divanes en un despejado espacio de gravilla rodeado de rosales. No estaban en flor, pero los capullos ya asomaban.

—Sois afortunados —dijo Kinón, mientras contemplaban su jardín—. Las rosas florecerán mañana o pasado. ¿Cuánto tiempo os quedaréis?

Habiendo hecho el juramento de huésped, Sátiro se había convertido en el foco de atención de su anfitrión. El muchacho miró a Filocles, que le dio la venia con un discreto gesto de las manos.

—Sólo el suficiente para ver las rosas —dijo Sátiro, sonriendo.

Kinón correspondió a su sonrisa, quizá demasiado afectuosamente, y Sátiro se preguntó si le habría transmitido un mensaje equivocado.

—Creo que a todos nos vendría bien un baño —sugirió Filocles.

—¡Diosa! —Kinón se quedó sinceramente consternado—. Qué descuido el mío. ¿Habéis hecho todo el camino a caballo?

Terón tomó la palabra.

—Hemos venido en un mercante, costeando desde más arriba —dijo.

Kinón cruzó una mirada con su mayordomo y Sátiro se preguntó qué significaba.

—¿Quizás en el barco de Draco
el Paticorto
? ¿Desde Sinope?

Filocles asintió.

—El mismo. ¿Puedo molestarte con otra pregunta? Estoy ávido de noticias.

—Háblame, señor. ¿Puedo llamarte Filocles?

—Puedes. Si todo tu vino es tan bueno como el que acabas de servirnos, seremos grandes amigos. ¿Conoces a nuestro amigo Diodoro?

—¿El capitán de mercenarios? ¿Quién no le conoce en el Euxino? De hecho, acabo de enviarle cincuenta yelmos beocios nuevos, fabricados por encargo suyo en nuestros talleres. —Kinón asintió—. Es más que un mero soldado. Es un buen negociante. Y su esposa, una delicia.

Filocles se rio por primera vez en días.

—¿Safo? —Meneó la cabeza—. Espléndida.

Diodoro había pasado por alto las convenciones, casándose con una hetaira. El caso era más complicado: Safo había comenzado su vida como una respetable dama de Tebas, y sólo después del saqueo de la ciudad fue vendida como prostituta. Diodoro la amaba y la convirtió en su esposa. De hecho, había ido más lejos, presentándola en sociedad con la misma audacia con que dirigía una carga de caballería. Y Safo era inteligente, directa y franca al hablar, rasgo poco común entre las mujeres. De joven había sido una belleza. Ahora era madre de dos hijas y los hombres todavía volvían la cabeza cuando aparecía en un simposio.

—Creo que seremos buenos amigos —repitió Filocles—. ¡Sólo falta que nos demos un baño!

Una hora más tarde se encontraban de nuevo en la rosaleda. Sátiro estaba tan limpio como no lo había estado desde el baño en el templo de Heracles, y Melita llevaba un quitón jónico, largo y suelto, sujeto con un conjunto de broches de madreperla tallados como nereidas.

Kinón la observó con ojo crítico.

—Lo compré para Calisto —dijo—. Pero cuando he oído a tu hermano hablar de vuestro linaje he pensado que debías lucirlo tú.

Melita lo miró con gravedad.

—¿Alguna vez te han dicho que rivalizas con Ulises en prudencia?

Kinón se rio.

—Ah, la adulación, cuánto me gusta. Te agradezco el cumplido, señora. —Extendió el brazo hacia los divanes—. ¿Quieres recostarte, señora?

Melita negó con la cabeza.

—Me temo que prefiero una silla, anfitrión. Carezco de experiencia en el manejo de mis prendas en un banquete, y no quisiera manchar el vestido de Calisto por nada del mundo.

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