Una monarquía protegida por la censura (8 page)

BOOK: Una monarquía protegida por la censura
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Cogió la carta, me dijo que la estudiaría. Hasta hoy. Nunca más supe de ella. Arzalluz había vuelto a tener razón. Todo aquello era una pérdida de tiempo.

Tras la reunión y a la entrada de palacio, a los periodistas les habían situado en una gran carpa para la habitual rueda de prensa. Por allí pasábamos los portavoces para repetir las generalidades de costumbre. Estuve en un tris en decir que le había entregado al rey un sobre con una carta de Arzalluz. Me mordí la lengua. Hubiera sido toda una primicia informativa y sólo hubiera servido para que los tratadistas constitucionales y los periodistas del pensamiento políticamente correcto me dijeran que el rey es una instancia intocable.

Y, sin embargo, era el día en el que Aznar pedía la dimisión de Ibarretxe desde Bratislava, capital de una Eslovaquia que se había separado por las buenas en 1993 de Chequia, con el simple argumento de que ejercitaba su derecho a la autodeterminación, hecho que el Gobierno español había reconocido inmediatamente.

Al ser preguntado por estas acusaciones, les dije a los periodistas que, si por Aznar hubiera sido, no habría habido transición, ni una Constitución con capítulo VIII, ni hechos diferenciales, sino la «España Una, Grande y Libre» de los Reyes Católicos. Con semejante cerrazón no se hubiera legalizado al PC, ni se hubiera desmontado el Movimiento. No había más que haber leído los artículos de Aznar en el periódico Nueva
Rioja
de Logroño en los tiempos en los que era un inspector fiscal con querencias neofalangistas. Comenzaba a ser normal que un presidente de Gobierno pidiera nada menos que la dimisión de un
lehendakari
porque no le gustaba lo que decía. Dije también que era más fácil hablar con el rey que con Aznar y que ya estaba bien de que todo un Gobierno tuviera tan poco respeto institucional hacia una Comunidad Autónoma. Aquello al PP le sentó fatal, sobre todo por el lugar desde el que lo dije y por el eco que aquellas palabras habían tenido en momentos de euforia y machaqueo al PNV por parte del Partido Popular.

MÁXIMO Y TABUCCHI

Sin embargo, en esta España de recurrente silencio respecto al rey suelen ser raras las voces que se escuchan indicándole lo que debe hacer. Una de ellas es la del editorialista y dibujante gráfico de
El País
Máximo, quien, en mayo de 2003, en su esporádica sección «Diario Regio» y bajo una corona, se hacía la siguiente reflexión poniéndose en los zapatos del Rey: «Soy Rey de todos los vascos (con perdón) y me preocupa que unos lo acepten más que otros. ¿Debo permanecer pasivo ante esta disyuntiva? ¿Debo hablar con unos y con otros? Ya sé que el Gobierno tiene las atribuciones constitucionales, pero yo tengo las atribuciones de la historia de España. ¿O no? La Reina y yo (no sé si el Príncipe) estamos hechos un lío, Máximo».

Fantástica reflexión políticamente incorrecta, como lo fue al mes la carta que el escritor italiano Antonio Tabucchi le dirigió al presidente de la República Italiana Cario Azeglio Ciampi a cuenta de Berlusconi:

Yo soy un ciudadano y usted un presidente de la República; dirigirse al propio presidente en una democracia es cosa normal, al menos mientras ésta exista. Y le ruego que disculpe las molestias si ha asumido la carga de convertirse en presidente de la República en una coyuntura histórica como la actual, a su venerable edad, sin carrera política a sus espaldas. Debía de estar usted muy convenido a la grave tarea a la que hacía frente. Su alto cargo, aunque en Italia haya muchos que preferirían verle relegado a un empíreo equivalente al del papa, donde la palabra no es discutible siendo dogma, prevé en una democracia normal pelmas como yo. La democracia significa también reciprocidad: usted es el garante de mi Constitución, yo le pido cuentas por ello. Y así, a mi manera, me convierto en garante de lo que usted debe garantizar. En caso contrario, como decía Paul Celan, ¿quién ha de testificar por el testigo?

Aquella carta abierta, cuyo título era tan sólo un «Señor Presidente», se le habría podido ocurrir a algún intelectual español. Sin embargo, esto no ha sucedido nunca, salvo en el caso de Máximo, y dudo que suceda. Sobre todo que alguien hubiera descrito a Aznar como Tabucchi había descrito a Berlusconi:

Berlusconi no parece tener rémoras; evidentemente, tiene las espaldas bien cubiertas. Y no sólo por la «honorable sociedad» que lo sostiene, sino a nivel mundial. Ha entrado en nuestra Unión Europea como ciertos kamikazes entran en un autobús con un cinturón de explosivos.

Algo así había estado a punto de hacer Aznar con relación al tema vasco. Sin embargo, en Italia se denunciaba públicamente por un intelectual, pero en España sólo cabía entregarle de tapadillo al rey una carta en palacio y sin que se enterara nadie. «Pienso que desde Madrid se nos ve cada vez más lejos...», le decía Arzalluz.

Y el rey en silencio.

SILENCIO, SÓLO SILENCIO

En la Nochebuena de 1975 hacía un mes que había fallecido Francisco Franco. Tras cuarenta años de dictadura la gran novedad era la aparición, en el mensaje navideño, de un joven rey designado por el dictador que borraba las imágenes de los últimos años de éste con su voz aflautada, sus tópicos al uso y su brazo derecho subiendo y bajando de manera mecánica. Allí estaba el futuro deseando un nuevo año y diciéndole al pueblo español:

El año que finaliza nos ha dejado un sello de tristeza, que ha tenido como centro la enfermedad y la pérdida del que fue durante tantos años nuestro Generalísimo. El testamento dirigido al pueblo español es, sin duda, un documento histórico que refleja las enormes calidades humanas y los sentimientos llenos de patriotismo sobre los que quiso asentar toda su actuación al frente de nuestra nación.

Todo un mensaje democrático el de aquel año 1975.

En 1977, tras las elecciones generales de junio, tuvo que cambiar radicalmente de registro, y en 1997 nos indignaba aquella Navidad cuando nos decía que aquel año el pueblo vasco había dicho «Basta ya» a la violencia terrorista de ETA. No analizaba don Juan Carlos que el nacionalismo vasco democrático y mayoritario había estado siempre en contra de la violencia, incluso de la que a él le había hecho rey con su apoyo a la dictadura. El PNV ya en 1978, antes de ser aprobada la Constitución española, había organizado una gran manifestación en contra de ETA.

Esa Navidad, además de olvidarse del secuestro de Cosme Delclaux, también se le olvidó, como se le olvida siempre y no me canso de repetirlo, que, además del castellano, son cooficiales el euskera, el catalán y el gallego. ¿Le cuesta tanto un «Zorionak», un «Boas Noites», un «Bon Nadal»? Puede parecer una anécdota menor, pero evidencia la profunda castellanidad de un Estado que no admite convivir en serio con la pluralidad.

Por eso decimos que el rey simplemente está. ¿Cuánto durará esta situación? Quizá hasta que seis intelectuales como Tabucchi empiecen a denunciar su pasividad o el portavoz de un grupo parlamentario de ámbito estatal se atreva a decir lo que dije en la tribuna, o cuando desde dos periódicos comiencen a decirle que se gane el sueldo o se rompa la cortina de silencio que le envuelve y ésta comience a correrse para dejar ver lo que hay.

Yo lamento que don Juan Carlos no hiciera caso a la carta que le entregué en 2000. Quizá las cosas no habrían ido tan lejos. Por eso es bueno recordar que el Arzalluz que en 2000 le avisaba sobre quién era Aznar, era el mismo que finalizaba aquella intervención de 1978 explicando el espíritu de la enmienda presentada al proyecto constitucional sobre la restauración foral el 20 de junio de 1978 de la siguiente manera:

Los que tenemos empeño en que efectivamente lleguemos a una concordia, a una satisfactoria integración, dejando otras líneas mucho más expuestas y discutibles, hemos creído absolutamente necesario plantear en estas Constituyentes el tema de la restauración foral. Con esto queremos ser fieles a una constante histórica, porque, como vascos, al menos a nosotros —cada cual tiene su filosofía, sus puntos de vista perfectamente respetables— nos pesaría la conciencia el no hacer en este momento este planteamiento. A través de esta restauración foral pensamos en nuestra propia identidad política, en nuestro modo de entender la inserción de los territorios forales en el conjunto del Estado.

Somos perfectamente conscientes de que la idea de pacto produce en muchos algo así como si aquí viniéramos a discutir de tú a tú con el Estado un determinado territorio. Y, sin embargo, no es así. Es simplemente la afirmación de que el Estado, el Reino, se formó de una manera determinada. Esa manera determinada que realmente daba satisfacción por lo menos a esos ámbitos del país y que se vieron distorsionados unilateralmente, esa manera de integración ha de ser reproducida para que, efectivamente, el Estado —y otra vez el Reino, puesto que estamos en una Monarquía— a través de una fórmula de siglos pueda encontrar un acomodo, una integración consensual y pacífica.

Además nos fuerza a ello también la coyuntura, el momento. Es evidente, y está en la mente de todos, la situación desagradable, por no decir trágica, que se vive en el País Vasco, que no sólo afecta a nuestra vida de vascos, sino a todo el mismo ser del Estado. En ese sentido, quisiéramos en este momento encontrar un entronque de esta plurinacionalidad, que al fin y al cabo se abarca en la unidad del Estado en el artículo 2.°, con estos derechos históricos que son para nosotros absolutamente imprescindibles.

Éste es el espíritu de nuestra enmienda. Yo no puedo llamarme a engaño y pienso que ésta enmienda no va a prosperar, lo cual lamentaré profundamente. Yo quisiera que el futuro no nos demostrara que con este rechazo tal vez hemos perdido en esta ocasión constitucional un gran momento para arreglar un problema que no es de hoy, un problema que tal vez tampoco hoy ha vivido sus puntos más virulentos, y que efectivamente su solución nos ayudaría a esta consolidación de la democracia, a esta formación solidaria de un Estado que, por supuesto, es uno, y que todos aceptamos y estamos colaborando precisamente en esta tarea.

Y nada más, señoras y señores.

Pocos analizan hoy que éste era el meollo del llamado Plan Ibarretxe. Treinta años después, lo vasco sigue sin encontrar encaje, mientras el Rey sigue en silencio. Y eso que en la Constitución le piden que arbitre y que modere. Pero lo más que hace es invitarle a El Pardo en su setenta cumpleaños y, eso sí, sentarle en sitio preferente para que luego el presidente de Cantabria diga al día siguiente que el
lehendakari
brindó por España.

Capítulo V: Un príncipe con premio

El año 2008 fue el del treinta aniversario de la Constitución y de los cumpleaños reales. El rey setenta. El príncipe, cuarenta. Así empezó aquel año. Cantando todas las instituciones el «cumpleaños feliz».

El padre cumplió setenta el 5 de enero. No creo que antes de los cincuenta pueda acceder el hijo a la jefatura del Estado vía sucesión, prevista en la Constitución de 1978, una Constitución machista que relegó a sus dos hermanas, Elena y Cristina; y es curioso que la única alusión que hace la Constitución a la figura del Príncipe de Asturias se plasma sólo en el artículo .57.2, que dice así: «El Príncipe heredero, desde su nacimiento o desde que se produzca el hecho que origine el llamamiento, tendrá la dignidad de Príncipe de Asturias y los demás títulos vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona de España». No dice nada más. Franco, a su padre, habida cuenta de que la Monarquía era una instauración y no una restauración, no le dejó utilizar este tratamiento sino el de Príncipe de España, ya que se trataba de la Monarquía del Movimiento.

Todos los viajes a las tomas de posesión de los presidentes iberoamericanos, todas las inauguraciones a las que asiste, todo ese boato que le rodea, está inventado, ya que actúa por delegación, pero Felipe de Borbón, como tal, sólo tiene como trabajo suceder a su padre. Así de claro y así de crudo.

Por eso me indignó sobremanera el que, tras acordar en la Mesa del Senado que fuera él quien hiciera entrega de los Premios Carandell que entregamos en 2007 al periodista Gonzalo López Alba y a la periodista Marisol Castro, los profesionales, y, llenos de buena gente, servicios de protocolo del Senado, en la organización del acto, por presión de la Casa Real, relegaron al presidente del Senado, que era el anfitrión, al segundo lugar, siendo el preferente el del Príncipe con un rotundo y vistoso número 1.

«Me parece indignante —le comenté yo al presidente Javier Rojo— que permitas este atropello democrático. Tu eres por elección el presidente de una de las dos Cámaras del poder legislativo donde reside la soberanía popular, y el que dejes que tu puesto lo ocupe un señor que no ha sido elegido por nadie, que sólo es el hijo del jefe del Estado, me parece bochornoso. Yo creo que al príncipe hay que tratarlo con respeto, colocarlo en la mesa presidencial y que entregue lo que le dejes entregar, pero que protocolariamente ésta casa le de a él una representación que no tiene, me parece un desenfoque muy grave.» Pero así fue, porque, entre la debilidad de Rojo y las exigencias de la Casa Real, el caso es que, siendo los anfitriones, estuvimos todos en el Salón de los Pasos Perdidos del Senado como de prestado. Mantengo con Rojo una buena amistad, pero esto sinceramente me pareció inadmisible.

Es ésa la cortesanía sin sentido que ha hecho que ese mundo que rodea a La Zarzuela haya terminado por creérselo y pensar que está por encima del voto popular. Si siguen así y si no captan que por este camino van mal, tarde o temprano, si al frente de una de estas instituciones hay alguien en el futuro con coraje y verdadero sentido democrático y popular, van a llevarse un buen disgusto.

CARTA AL REY

Mi última carta al rey iba por ese camino. Harto de esa mentalidad acólita de obsequiosidad extrema, no se le ocurrió mejor cosa a la Mesa del Senado que ir a cumplimentarle porque sí. Y como yo no estaba de acuerdo ni con el fondo ni con la forma, le envié la siguiente carta:

Madrid, 5 de abril de 2005

S. M. el Rey Don Juan Carlos de Borbón

Palacio de la Zarzuela

Madrid

Señor:

Un año después de constituidas las mesas de las Cortes Generales en esta octava legislatura, nos informan de la cortesía de S. M. que ha tenido a bien recibir a la Mesa del Senado este lunes que viene.

A pesar de casi veinte años de relaciones con usted, por medio de la presente le informo que no acudiré a dicho encuentro como secretario primero de la Mesa del Senado.

Estoy crecientemente en contra de la manera de actuar de usted y de su familia, así como de la falta de profesionalidad del jefe de la Casa Real y su falta de respeto institucional.

Atentamente,

Iñaki Anasagasti

C. C. Javier Rojo, presidente del Senado

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