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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Narrativa

Las muertas (2 page)

BOOK: Las muertas
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Satisfecho con estas respuestas, Simón Corona relató al agente del Ministerio Público el caso de Ernestina, Helda o Elena. El agente leyó el acta que se levantó, el declarante no puso objeción a lo contenido en ella y firmó al pie de conformidad. Esta firma le costó seis años de cárcel.

2
EL CASO DE ERNESTINA, HELDA O ELENA

1

Durante su reclusión en la cárcel Simón Corona relató el caso de Ernestina, Helda o Elena de la siguiente manera:

La vi venir caminando entre árboles de la alameda y no lo quise creer. Aquella mujer vestida de negro con la bolsa de charol en la mano no podía ser Serafina. Se parecía a ella y se vestía como ella pero no podía ser ella. De todas maneras sentí que me temblaban las rodillas. ¿Será que todavía la quiero?, pensé.

Yo estaba parado afuera del quiosco de la nevería esperando que dieran las doce para ver a un señor de la Oficina de Hacienda con quien tenía que hablar para que me perdonara unos impuestos. La mujer seguía caminando entre los árboles y mientras más se acercaba a mí más se parecía a Serafina. No puede ser ella, volví a pensar para tranquilizarme: vive en otro pueblo, no tiene a qué venir a Pajares. Ella seguía caminando y acercándose, creyendo, me dijo después, que el hombre que estaba parado afuera de la nevería no podía ser yo. Cuando alcancé a verle los pómulos salientes, los ojos negros rasgados y el pelo restirado era demasiado tarde. Era Serafina y me tenía acorralado.

Ella fue derecho a donde yo estaba, abrió la boca como si empezara a sonreír —alcancé a verle el diente roto— y me dio la bofetada.

No me moví. Ella dio la vuelta y empezó a alejarse. Yo miré a mí alrededor para ver quién había presenciado mi deshonra y no encontré más que al nevero que desvió la mirada e hizo como si estuviera muy ocupado poniendo la cuchara en el bote. Si se ríe en ese momento yo le parto el hocico, pero no se rió y a mí no me quedó más remedio que irme caminando en dirección opuesta a la que había tomado Serafina.

Me pasó lo mismo que otras veces: ella me hacía groserías y yo era el que me quedaba arrepentido. La bofetada que acababa de darme se me olvidó, igual que se me habían olvidado otras cosas que habían pasado dos años antes, como el enredo que ella tuvo con el agente viajero y el calcetín que yo encontré debajo de la cama. En mi mente no quedó más que una sola idea: yo no podía vivir sin Serafina, yo la había abandonado y nada me interesaba en el mundo más que ella me perdonara.

Fui caminando por las calles chuecas de aquel pueblo, al rayo del sol y entre las moscas, porque era junio, diciéndome a mí mismo: «todavía te quiere, la prueba es que te dio la bofetada».

Me arrepentí de al reconocerla no haberme arrodillado a pedirle perdón por haberla abandonado. «Quiero volver», hubiera querido decirle. En vez de eso me había quedado parado, sin decirle nada cuando se acercó, sin seguirla cuando se fue. Creía que la había perdido para siempre y me sentía desesperado.

En esos pensamientos estaba ocupado cuando llegué a una esquina. Volteé a ver si venía un coche y la vi venir a ella. Estaba a una cuadra larga de distancia y caminaba despacio, como quien no tiene nada que hacer y anda perdiendo el tiempo. Serafina tenía entonces treinta y ocho años, pero al verla de lejos me pareció una muchachita. Se asomó en una dulcería, cruzó la calle, tropezó con uno que iba cargando un bulto y cuando yo estaba por decidir que sería mejor seguir mi camino antes de que ella me viera, ella me vio.

Otra vez no hice nada, me quedé allí parado hasta que ella llegó a donde yo estaba.

—¿Qué andas haciendo en Pajares? —me preguntó.

Le dije la verdad, que había ido a ver a un señor para que me perdonara unos impuestos.

—Yo también vine a lo mismo —me dijo.

Parecía como si encontrarnos en aquella calle extraña, en un pueblo extraño, a aquellas horas fuera lo más natural del mundo. Como si no nos hubiéramos separado dos años antes con un pleitazo, como si no nos hubiéramos reunido veinte minutos antes con una bofetada. Así fue siempre nuestra relación. Nunca supe a qué atenerme con ella.

Vi en mi reloj que eran más de las doce. Iba a proponerle que fuéramos juntos a ver al señor que iba a perdonarnos los impuestos, cuando ella me dijo:

—Llévame a un hotel.

Tenía los labios pintados de un color muy raro, como violeta.

Estuvimos en el hotel del Comercio hasta las ocho de la noche, salimos de allí con hambre y fuimos a cenar en el restaurante que está en los portales. Serafina tenía urgencia de regresar a Pedrones y la mujer con la que yo vivía entonces debería estar inquieta esperándome en el Salto de la Tuxpana, pero al terminar de cenar, en vez de despedirnos e ir cada quien por su lado a cumplir con sus obligaciones, regresamos al hotel del Comercio y allí estuvimos hasta el día siguiente.

Si al despertar me hubiera ido a mi casa, aquel encuentro con Serafina hubiera sido una de tantas cosas que me han pasado en la vida de las que apenas me acuerdo y no tengo razón para andar contando. Pero no me fui a mi casa. Cuando abrí los ojos me acordé de la mujer con la que yo vivía entonces, y la imaginé afligidísima, creyendo que yo estaría tirado en la carretera, cubierto de sangre, y menos ganas me dieron de verla. Me puse la camisa, asomé a la ventana y vi los laureles de la plaza y los tordos cantando. Después miré a la cama y vi a Serafina dormida y me dieron ganas de despertarla.

Esperé a que se bañara y se vistiera y cuando estaba sentada frente al espejo, haciendo la trenza, vi que el reflejo que daba era muy diferente a su cara, cosa que ya había yo notado antes. Me acordé de tiempos mejores, sentí una emoción muy grande y le dije:

—Te llevo a Pedrones.

Pero ella no iba a Pedrones. La urgencia que tenía de estar allí había pasado. Iba a San Pedro de las Corrientes, en donde estaba invitada a comer en casa de su hermana Arcángela. Como yo no quería separarme de ella, le dije:

—Pues a San Pedro te llevo.

Mi coche, un Ford 55, estaba en el taller de un mecánico en las orillas de Pajares. Si cuando llegamos a la puerta el mecánico hubiera salido a decirme, como a veces ocurre, «el coche no está listo porque no conseguimos la pieza que le falta», yo hubiera acompañado a Serafina a la terminal de camiones, allí nos hubiéramos despedido y mi vida hubiera sido otra. Pero el coche estaba arreglado, arrancó al primer pedalazo y aquí estoy, con seis años de sentencia por delante.

Para ir de Pajares a San Pedro de las Corrientes se sale por un camino empinado en el que por buena vista que uno tenga no alcanza a ver más que piedras, pero al llegar al lomerío cambia el panorama: a la izquierda se divisa el valle de Guardalobos, uno de los más fértiles del Estado del Plan de Abajo, en el que no hay pedazo sin cultivar, en donde no hay alfalfa hay fresa y lo que no es milpa es trigal. Hasta los huizaches que crecen en las acequias están frondosos. Siempre me ha gustado ese valle, pero aquella mañana más que otras veces, porque estaba contento de tener a Serafina a mi lado, muy tranquila con la mano sobre mi pierna. Sentí que no tenía preocupaciones y le pregunté:

—¿No sientes que el corazón se te ensancha al ver esto?

Pero mientras yo miraba a la izquierda y veía el valle, ella miraba a la derecha y veía la sierra de Güemes. Por eso entendió que lo que me ensanchaba el corazón era la estatua de Cristo Rey, que está en la punta del cerro más alto, mirando hacia el poniente, dice la gente que como si quisiera abrazar el Estado de Mezcala. Serafina quitó la mano que tenía sobre mi pierna y dijo:

—Tú siempre has querido jalar para tu tierra.

Así fueron siempre mis tratos con ella. Yo le decía una cosa bonita y ella contestaba una burrada. No me turbé porque sabía muy bien lo que ella me reclamaba. Cada vez que la abandoné yo me fui al Salto de la Tuxpana, que está en el corazón de Mezcala. Por eso ella siempre le tuvo mala voluntad a ese pueblo y delante de ella no se podía decir ni su nombre, ni que las guayabas de allí son buenas. Aquella mañana, como si hubiera yo dicho «Salto de la Tuxpana», ella se entristeció y me dijo:

—Tú crees que no soy digna de ti nomás porque soy madrota.

Yo me impacienté y le dije:

—Ni te dejé por madrota, ni estaba mirando la estatua de Cristo Rey, sino para el otro lado. ¿Y por qué me reclamas cosas que no tienen remedio si sabes que lo único que vas a lograr es echar a perder este día tan bonito?

No sé qué cuerda le toqué. Ella volvió a poner la mano sobre mi pierna y no dijo más.

Hubiera sido mejor que yo la hubiera bajado del coche cuando dijo la impertinencia. Los dos hubiéramos sido más felices.

En Huantla compramos aguacates y nos sentamos a comerlos en las piedras que estaban debajo de un huizache. Todo estaba quieto. No se oían más que las torcazas. Desde donde estábamos alcanzábamos a ver la tierra negra de la presa y las yuntas arando. Al ver tanta paz se nos olvidaron nuestros pleitos y hasta que habíamos ido a Pajares a arreglar un negocio y no habíamos arreglado nada. Serafina dijo «¡qué así fuera siempre la vida!», o cosa por el estilo.

Antes de regresar al coche entramos en las ruinas de la fábrica de hilados y tejidos por curiosidad, y allí, entre los galerones vacíos y los techos caídos, Serafina quiso que yo volviera a poseerla y volví a poseerla. Después seguimos el viaje y llegamos a San Pedro de las Corrientes a las dos de la tarde.

Serafina me había invitado a comer en la casa de su hermana, pero yo, francamente no tenía ganas de enfrentarme con Arcángela. Yo sabía que la simpatía que ella me tuvo nunca fue mucha y me imaginaba que desde que abandoné a su hermana en el año 58 había sido todavía menos. Por esto había decidido que la aventura aquella terminara en la puerta del México Lindo.

—Me despido de ti en el coche —le dije a Serafina—, y que Dios te bendiga.

Pero el destino tenía escrita otra historia. Al dar la vuelta en el coche para entrar por la calle de Allende, lo primero que vi, parada en la banqueta, fue a doña Arcángela. Parecía enlutada. Estaba tapada con un rebozo a pesar del calorón, y tenía una muchacha de cada lado. Las tres miraban para donde yo venía como si me hubieran estado esperando.

No me quedó más remedio que hacer todo lo que no quería: detener el coche, apagar el motor y bajarme a saludarla. Cuando me vio abrir la portezuela me echó una miradita con esos ojitos de puerco que tiene, como diciendo «nomás éste nos faltaba». Pero duró poco, después abrió los brazos y me dijo con cariño:

—¡Qué gusto me da verte, Simón!

Después me abrazó y hasta me dio un beso. En ese momento debí haber desconfiado, pero no lo hice, a pesar de que me di cuenta de que el gusto que Arcángela tenía de verme agarraba tan de sorpresa a Serafina como a mí. Dije que nomás iba de paso, pero de nada me valió: eran las dos y media, la comida estaba caliente y la dueña de la casa tenía gusto de volver a verme. Se empeñó en que yo metiera el coche en la casa. Por la puerta chica que está junto a la del cabaret.

—Así no corres peligro de que te lo maltraten unos chiquillos traviesos.

Mientras yo hacía la maniobra ella se puso a platicar con Serafina de cosas que parecían muy serias. Al bajar del coche, noté que, cosa rara a esas horas, la mayoría de las mujeres estaba en el corredor, recargadas en el barandal, platicando unas con otras o mirándome.

Cuando entramos en el comedor doña Arcángela me agarró del brazo y me dijo:

—Me da gusto que regreses, porque los hombres que ha tenido mi hermana desde que te fuiste han sido una calamidad.

Yo quería explicarle que no estaba de regreso, sino que nomás iba de paso, pero ella no me dejó hablar. Hizo que me sentara en una silla, me puso enfrente una botella de tequila muy especial, según ella, les dijo a las dos muchachas que andaban con ella que me trajeran un limón y sal y después salió del comedor con Serafina.

Salieron las Baladro por una puerta, salieron las muchachas por la otra, y cerca de una hora estuve solo en el comedor, sentado en aquella silla, frente a la botella, de la que de vez en cuando daba un trago, porque nadie fue para traerme un vaso. Cuando por fin se abrió la puerta y entraron Arcángela y Serafina, me levanté y les dije:

—Me voy, porque para pasar soledades y hambres estoy mejor en mi coche.

—Simón —me dijo entonces Serafina—, mi hermana tiene una pena muy grande.

Me explicó que una de las mujeres que trabajaban en el México Lindo, que se llamaba Ernestina, Helda o Elena, se había muerto la noche anterior y no sabían qué hacer con el cadáver.

—Háganle velorio y llévenla al panteón —aconsejé.

Arcángela me dijo que la difunta había fallecido en un hecho de sangre y no podía ser enterrada en un panteón sin la intervención del Ministerio Público.

—Y eso no lo puedo permitir —acabó diciendo— porque me perjudica.

No quedaba entonces más remedio que llevar el cadáver por la carretera de Mezcala y echarlo en donde nadie lo viera. Pero allí empezaba la segunda parte del problema: no encontraban al Escalera, que era el único chofer de confianza que conocían las Baladro.

—Por eso estoy tan afligida —dijo Arcángela, secándose las lágrimas que parecía que le brotaban.

A lo cual yo contesté:

—No te preocupes, Arcángela, yo llevo la muerta en mi coche y la deposito donde tú me indiques. Cuando acabé la frase ya me había arrepentido de decirla, pero era demasiado tarde. La verdad es que había sido demasiado tarde todo el tiempo. Para que las cosas hubieran sido de otra manera, se hubiera necesitado que yo no hubiera ido a Pajares el día anterior a pedir que me perdonaran los impuestos. Apenas cinco minutos antes yo era un hombre que estaba esperando a que le dieran de comer y ahora estaba comprometido a llevar un cadáver a la sierra.

Ellas quedaron agradecidísimas cuando oyeron mi ofrecimiento. Serafina me puso la mano en la pierna. Estoy seguro de que se me hubiera entregado allí mismo, pero yo no estaba de humor. Arcángela se enjugó las lágrimas y salió del comedor. En el patio la oí gritar:

—Que le digan al Escalera que ya no lo necesitamos.

Después supe que no es que no hubieran encontrado al Escalera, sino que él quería cobrar mil pesos por el trabajo.

Al rato Arcángela regresó con unos billetes doblados y me los entregó: —Toma, para ayuda de la gasolina— .

Eran quinientos pesos, que yo me puse en la bolsa. Tuve ánimos para poner una condición:

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