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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Narrativa

Las muertas (3 page)

BOOK: Las muertas
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—A la difunta la llevo a donde ustedes quieran, pero no la toco.

Cuando trajeron la sopa yo ya no tenía hambre.

Dijo llamarse Simón Corona González, tener 42 años, ser casado, mexicano y estar radicado en el Salto de la Tuxpana; que es panadero, que no sabe leer ni escribir, nomás firmar, que es católico, que poco acostumbra tomar bebidas embriagantes, que no fuma mariguana ni se intoxica con droga o enervante. Interrogado sobre si declara voluntariamente contestó que sí.

Dijo que conoció a Serafina Baladro en 1952, en Pedrones, en una casa que ella tenía en las calles del Molino. Que el día en que la conoció se hizo amante de ella y que vivieron juntos dos años, pasados los cuales la abandonó para regresar al Salto de la Tuxpana. Que en el año de 1957, por invitación de la citada Serafina, volvió a reunirse con ella y que vivieron juntos un año, pasado el cual la abandonó por segunda vez para regresar al Salto de la Tuxpana. Dijo también lo siguiente:

«En el año de 1960 encontré accidentalmente a Serafina en la ciudad de Pajares y ella quiso que yo la llevara a casa de su hermana Arcángela, en San Pedro de las Corrientes. Al llegar en este lugar Arcángela me dijo: “mete el coche en el patio”, y yo obedecí. Me pasaron al comedor y me dieron una botella de tequila, para que me lo tomara, después entraron las dos hermanas y me dijeron “nomás que oscurezca te vas por la carretera y tiras en una barranca el cuerpo de una muchacha que se murió”. Fuimos en mi coche por la carretera de Mezcala hasta llegar a una curva en donde Arcángela me dijo “aquí te paras”, y yo obedecí. No vi cuando pusieron a la difunta en el coche, pero tuve que ayudar a bajarla, porque se había puesto tiesa y entre Arcángela, Serafina y una muchacha llamada Elvira, que nos acompañó, no podían sacarla de la cajuela. Cuando íbamos cargándola para echarla en la barranca, se cayó el costal que la cubría y le vi la cara: tenía las facciones afiladas y los ojos muy grandes y abiertos. Según me dijeron se llamaba Ernestina, Helda o Elena. Cuando regresamos a San Pedro de las Corrientes y Arcángela estaba bajándose del coche en la puerta de su casa, me dijo: “si algún día sé que rajas de lo que pasó esta noche, te busco y en donde te escondas, allí te encuentro”. Después, Serafina y yo fuimos juntos a Pedrones, en donde vivimos juntos otros seis meses, pasados los cuales la abandoné por tercera vez para regresar al Salto de la Tuxpana».

3
UN VIEJO AMOR

1

La señora Juana Cornejo, alias la Calavera, contó lo siguiente, que se refiere a las relaciones entre Simón Corona y Serafina Baladro.

De los señores que tuvo la señora Serafina, don Simón fue el más respetuoso. A mí me decía “señora Calaca”, a las muchachas “señoritas”, cuando pedía alguna cosa era “si no es mucha la molestia”, salía del cuarto “con permiso”.

Se levantaba temprano y entraba en la cocina cuando yo estaba encendiendo la lumbre.

—Muy buenos días, señora Calaca.

A veces se iba y estaba ausente largo tiempo, pero cuando regresaba a la casa, lo primero que yo veía en la mañana era a don Simón dándome los buenos días.

Mientras yo hacía el almuerzo él me contaba del Salto de la Tuxpana. Para él no había nada como ir caminando en la tarde, de la mano de una muchacha, a la orilla del río Piedras.

Dicen que don Simón pasaba las mañanas sentado en la Plaza de Armas, oyendo la música, y las tardes jugando dominó en una cantina. Regresaba a la casa de noche y no entraba en el cabaret, sino que iba derecho al cuarto de la señora. No volvíamos a verlo hasta el día siguiente.

A veces se ponía serio, se quedaba mirando un rato el plato de los chilaquiles en vez de comérselos, y después me decía:

—Yo vivo con un pie en el estribo.

Dejaba el almuerzo a medias y en vez de ir a la Plaza de Armas se iba al corral y se sentaba debajo del guayabo. Pasado un rato la señora Serafina iba a preguntarle qué le sucedía. Él ha de haberle dicho que estaba cansado de la vida que llevaba en Pedrones y que quería regresar al Salto de la Tuxpana, ella ha de haberle contestado que estaba bien, que se fuera, y entraba en la cocina llorosa a almorzar.

Éstos no eran pleitos como los que tenían por celos, sino dificultades debidas a que a don Simón le daba de vez en cuando por irse. Tres veces se fue por larga temporada y dos regresó, pero las que quiso irse y no pudo fueron muchas.

Un día puso sus cosas en un hatillo y andaba por la casa despidiéndose.

—Me voy en el camión de las cinco y media —nos decía.

Esto pasó antes de que don Simón tuviera coche.

En las despedidas estaba cuando llaman a la puerta, abro y veo al capitán Laguna y a otro militar. Me preguntan por don Simón.

—Se fue hace mucho rato —les dije, porque yo sabía don Simón no era amigo de ellos.

Quiso la Divina Providencia que aquellos hombres no entraran en la casa, porque se hubieran encontrado a don Simón al doblar en el primer recodo del pasillo. Ellos no entraron, pero tampoco me creyeron, porque se quedaron esperándolo en la esquina. Cuando don Simón supo que habían venido a buscarlo los federales y que estaban esperándolo afuera no se atrevió a salir a la calle en meses, ni se acordó del Salto de la Tuxpana.

Esa vez tuvo suerte. Otras le fue peor: los soldados lo siguieron y lo alcanzaron una vez en San Pedro de las Corrientes, otra en Muérdago. Lo traían de regreso a Pedrones y lo encerraban en el cuartel, haciéndolo sufrir, porque lo ponían a lavar suciedad. Esto duraba hasta que la señora Serafina, que era amiga del coronel Zarate, intercedía por él y arreglaba que lo soltaran. Don Simón regresaba a la casa como si hubiera visto un espanto, se comía un altero de tortillas y no volvía a decir en mucho tiempo que vivía con un pie en el estribo.

Un día le pregunté qué llevaba en la conciencia que tanto lo perseguían los verdes. Me dijo que era desertor: de joven había entrado en la caballería y no aguantó las penalidades. Por salirse tres meses antes de completar el servicio vivió perseguido veinte años.

Sobre sus relaciones con Simón Corona, Serafina Baladro dijo:

Cuando Simón llegó por primera vez a la casa del Molino era un hombre sin ninguna educación. Lo vi parado en la barra, solo, sin hablar con nadie. ¿Y este grandote, pensé, qué querrá? Para quitarle la timidez lo saqué a bailar. No sabía dar un paso, pero yo, que bailo muy bien, lo fui enseñando y él fue aprendiendo poco a poco.

—Invítame una copa —le dije al rato.

El inocente me confesó que traía nomás quince pesos.

—Dale gracias a Dios —le dije— de que le caíste bien a la patrona.

No entendía que yo era la dueña de la casa. Le pasaba lo mismo que a otros: me veía joven y tan bonita, que no podía imaginarse que fuera la madrota.

—Dame esos quince pesos —le dije— y lo demás corre por mi cuenta.

Para ser sincera diré que me cayó bien. Nos sentamos en una mesa y él me dijo que venía del Salto de la Tuxpana y que era panadero.

—Has de tener costras de migajón en el ombligo —le dije—. Quiero que te lo laves muy bien antes de meterte en la cama conmigo.

Lo llevé a mi baño, que era como él no había visto otro. Al verlo allí parado, en cueros, moviendo las llaves del agua caliente, sentí una emoción muy grande, porque Simón era un hombrezote muy bruto pero muy tierno.

Yo lo formé. Si algo es ahora, me lo debe a mí. Cuando lo conocí parecía recién bajado de un cerro.

Desde el principio nuestra vida fue desigual. La mayor parte del tiempo éramos felices, pero a veces yo notaba que mi negocio se interponía entre los dos. Por ejemplo, le daba celos que yo atendiera a los clientes, platicando con ellos o sentándome en las mesas; le molestaba que yo me acostara a las dos o tres de la mañana.

—Es mi trabajo —le decía yo—. ¿Si no lo hago de qué chingados vivimos?

Tampoco le gustaba que yo lo mantuviera.

—Si no quieres ser mantenido, trabaja —yo le decía—. No es obligatorio no hacer nada.

Yo le proponía que se entretuviera contando las botellas vacías, o que se encargara de entregarles las fichas a las muchachas. Cuando menos podía haberse comedido a dar una vuelta de vez en cuando por el cabaret, para asegurarse de que a ningún cliente le faltara una copa.

—No soy coime —me contestaba—. Soy panadero.

El caso es que en los años que vivió conmigo no tuvo que esforzarse en ganar un peso.

De las tres temporadas que viví con Simón la última fue la mejor. El me hacía menos reclamaciones y yo estaba apasionada. Tan feliz me sentía que hasta me dieron ganas de conocer el mar.

—Llévame a Acapulco —le dije.

Él arregló muy bien el coche, yo saqué mil quinientos pesos del cajón y emprendimos el viaje.

Desde el camino debí haberme imaginado que algo terrible me esperaba. Hizo mucho calor. Yo iba vestida de negro y ya no hallaba qué quitarme. Tenía esperanza de ver el mar detrás de cada cerro y en vez del mar veía otro cerro. Con tan mala suerte, que en un ratito que me quedé dormida se vio el mar y cuando desperté ya estábamos en el pueblo. Nos quedamos en un hotelito que tenía un árbol de chico zapote en el patio. Treinta pesos pagamos por el cuarto. Apenas cerré la puerta, me quité la ropa y me acosté boca arriba. En menos de un minuto estaba Simón encima de mí.

—Quítate —le dije—, ¿no ves que tengo mucho calor?

Simón se paró sin decir nada, se peinó, se puso una camisa limpia y se fue a la calle.

Yo me arrepentí luego de decirle que se quitara. Me quedé pensando, ¿qué tal si me abandona por otra en este lugar desconocido?, porque siempre he sabido que en Acapulco hay muchas tentaciones. Pasó mucho rato antes de que yo me atreviera a salir a la calle a buscarlo. Tenía el temor de no volver a verlo.

Pero no fue así. A las tres cuadras lo encontré. Estaba sentado en una banca del Zócalo, como acostumbraba sentarse en la Plaza de Armas de Pedrones, a oír la música. Me dio tanto gusto encontrarlo que lloré en sus brazos. Después de cenar fuimos a bailar en la Quebrada.

Lo primero que hicimos al día siguiente fue comprar trajes de baño y después fuimos a la playa. No me atreví a meterme en el mar, sino que me senté debajo de una enramada a tomar cerveza y a ver cómo a Simón lo revolcaban las olas. Allí fue donde un muchachito me vendió los boletos para hacer un viaje en un barco que llevaba orquesta. Después de comer fuimos al muelle a buscarlo y lo encontramos. Era un barco con cantina libre, así que estuvimos bebiendo y bailamos. Ya que estaba atardeciendo, nos quedamos mirando el sol que se metía en el mar. Fue en ese momento cuando sentí que aquél había sido el día más feliz de mi vida, por lo que le pregunté a Simón: —¿Me quieres?—.

Él me contestó que sí y entonces yo le propuse vender mi negocio y alejarme de la prostitución, darle a él dinero para que pudiera comprar una panadería e irnos a vivir juntos en el Salto de la Tuxpana, que era donde a él le gustaba. Al oír todo esto se puso muy contento.

Cuando bajamos del barco anduvimos caminando por el pueblo agarrados de la mano, como si fuéramos recién casados. Cuando llegamos al hotel me quité el vestido y le dije a Simón:

—Ahora sí quiero que vengas encima de mí. Y él fue encima de mí y yo sentí que nunca había querido a nadie tanto y que el amor que nos teníamos Simón y yo iba a ser eterno. Por eso le conté la historia de mi vida. Le dije todo, hasta que yo era la que había arreglado con el coronel Zarate que mandara soldados a que lo persiguieran y lo encerraran en el cuartel y lo molestaran cada vez que trataba de abandonarme.

Antes de que yo terminara de hablar noté que la cara se le estaba poniendo seria. Tuve que explicarle:

—Esto que te cuento lo hice por el amor tan grande que te tengo.

No contestó. Se levantó de la cama dándome la espalda y empezó a vestirse.

—¿Estás enojado? —le pregunté.

—Vamos a cenar —me contestó sin mirarme.

Yo me puse la ropa a la carrera diciendo para mis adentros: «Ya metiste la pata».

Salimos a la calle y fuimos caminando en silencio. De repente Simón se paró y me dijo:

—Voy a comprar una botella de ron en la tienda esa que está allí enfrente. Óyeme bien esto que voy a decirte: tú espérame allí donde estás parada y no te muevas de ese lugar, porque de lo contrario voy a la tienda y regreso y no te encuentro.

Yo quería contentarlo y le dije que lo esperaría donde él me dijera. Lo vi cruzar la calle y entrar en la tienda. Hice lo que él me ordenó: lo esperé donde él me dijo que lo esperara. Pasado un rato empecé a angustiarme: ¿se habrá caído muerto en el momento de comprar el Bacardí?, pensaba. No me atrevía a cruzar la calle y entrar en la tienda a buscarlo. ¿Qué tal si cuando yo voy allá él viene acá, no me encuentra y se pone más enojado de lo que ya está? Cuando vi que empezaban a bajar las cortinas de los comercios no aguanté más. Crucé la calle y entré en la tienda. A Simón no lo vi, pero vi que la tienda tenía otra puerta que daba a otra calle. Hasta entonces comprendí que el amor que hacía un rato me había parecido eterno se había acabado.

Cuando regresé al hotel me dijeron que Simón «había salido con el coche». No tuvo ni siquiera la decencia de pagar la cuenta.

Esto me pasó por ser sincera con un hombre que no lo merecía.

4
ENTRA BEDOYA

1

Al describir el estado general de su salud y de su ánimo durante los meses que siguieron a su separación de Simón Corona en Acapulco, Serafina Baladro habla de dolores de cabeza, preferencia morbosa a comer sardinas de lata con pan, sola, en el comedor casi a oscuras, ganas de no hablar con nadie, falta absoluta de interés en el negocio y horror a los hombres: por única vez en su vida guardó abstinencia cuarenta y siete días, descuidó su apariencia —estuvo casi un mes sin hacerse la trenza— y dice que nomás de pensar que alguno le ponía las manotas encima sentía náusea; al final de esta temporada tuvo una relación emotiva —y platónica— con una empleada llamada Altagracia, a quien después corrió.

Tenía insomnios. Pasaba el final de las noches y el principio de las mañanas con los ojos abiertos, enfrascada en diálogos imaginarios con Simón Corona. En ellos le reclamaba su ingratitud, le demostraba que todo lo que ella había hecho había sido en beneficio de él, le hacía listas de los favores que él le debía. En la oscuridad, dice, no se atrevía a sacar el brazo de entre las sábanas para encender la luz, por temor de que una mano fría se lo tocara.

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