Read Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá Online

Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (16 page)

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
7.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Lo siento, Tomás. No lo voy a hacer. Los pobres lo queréis todo.

—¿Cómo que queremos todo? Son ustedes los ricos, los que quieren todo y todo lo consiguen.

—Eres un ignorante y un resentido, Tomás. Los pobres os morís y según el Evangelio vais al Cielo de un plumazo, mientras que los ricos tenemos que pasar, como los camellos, por debajo de una aguja. O toros y aguja, o Cielo y trabajo, Tomás.

—No se sabe si hay Cielo. Lo que nadie duda es que hay toros el Domingo de Resurrección en la Maestranza y que torea Curro.

—No te vendrían mal unos ejercicios espirituales, Tomás. Claro que hay Cielo. Y al Cielo irás cuando la casques, que con lo poco que te cuidas y lo que vas al puticlú, me temo que será muy pronto. Y te lo he advertido. Si no vas al Cielo, es porque no lo has querido, porque lo tienes tirado. Pero con tanta putita debes de tener el alma como un chipirón.

—Señor marqués, un tendido alto de sol…

—De acuerdo, lo intentaré. Pero no me vengas con cuentos si tú también tienes que pasar por debajo de la aguja esa.

—Por ver a Curro, repto de aquí a Sevilla.

—Haré lo que pueda.

Siempre le compro las entradas a un reventa amigo de Manolo, el chófer. Para mí, que van a pachas, pero me hago el distraído. Otro que como siga así las va a pasar canutas para ir al Cielo. El reventa se hace llamar el Titi, y me he resignado a no averiguar el porqué. Ya en La Palmera se lo he dicho a Manolo.

—A ver al Titi, Manolo.

—Lo que usted ordene, señor. ¿Una entradita para ver a Curro?

—Dos, Manolo. Una barrera para mí y un tendido de sol para Tomás, que se ha puesto pesadísimo.

—Entonces una barrera para usted, un tendido para Tomás y otro para mí, señor marqués.

—Sea, Manolo, pero la última vez. Tú te bajas y llevas el peso de la negociación.

* * *

El Titi para en un bar de mala muerte que se llama La Corná, que ya es mal gusto. Manolo ha dejado el coche en doble fila y se ha apresurado hacia el interior. A los diez minutos ha salido para consultarme.

—Sesenta mil la barrera y a doce mil cada tendido. No hay papel. Me informa el Titi que el asiento de barrera es colindante con el de la Infanta Elena. Eso quiere decir que va a salir usted en
ABC,
señor marqués.

—Dile al estafador del Titi que cincuenta mil por la barrera y ocho por cada tendido. Que a mí no me engaña.

Ha vuelto Manolo a los diez minutos. Su expresión manifestaba una silenciosa y dramática pesadumbre.

—Que no admite regateos. O eso, o nada.

—Pues nada, que eso.

—No le entiendo, señor.

—Que sí, que de acuerdo. Toma el dinero. Y adviértele al Titi que si no salgo en
ABC
al lado de la Infanta le denuncio a la Policía.

* * *

Manolo feliz. Yo no tanto. Cuesta mucho ganar sesenta mil pesetas para invertirlas en una corrida de toros. Y encima las veinticuatro mil de los tendidos de mi servidumbre directa.

—Por esta vez os convido, pero que no sirva de precedente. Este año la remolacha va a ser una ruina.

—Gracias, señor marqués.

Se ha hecho tarde. Al Colón, donde tengo citado a don Arturas Markulonis, el misterioso lituano. En un semáforo, la amable observación de Manolo.

—El pajarito, señor marqués.

—¿Dónde?

—Su pajarito. Lleva la bragueta sin abrochar, señor.

En efecto. Las prisas, la tensión, la preocupación por la remolacha de este año, mi distancia con Mamá… Todo me ocupa la mente, y se me olvida lo más elemental.

—Gracias, Manolo, porque iba a dar un espectáculo.

—De los gordos, señor.

—De los gordísimos. Te has ganado la invitación a los toros. Nunca lo olvidaré, Manolo.

Entrar en el bar del Colón con la bragueta abierta significa el acabose.

—Produce muy mala impresión.

—Fíjate lo que habría pensado don Alturas.

—Prefiero no figurármelo, señor.

—¿Y se veía algo, Manolo?

—Todo, señor marqués. Y si me lo permite, mi más cordial enhorabuena. Buena herramienta, señor.

—Gracias, Manolo. Recién estrenada, pero no me puedo quejar.

* * *

Entretanto, en La Jaralera había estallado el escándalo. Flora, la bellísima y maciza Flora, pretendida en sueños por Tomás, Lucas y el Cigala, lloraba angustiada en el corredor de los retratos en espera de ser recibida por la marquesa viuda. Los hechos son muy sencillos. Después de la estrategia fallida llevada a cabo por la marquesa viuda y el capellán, simulando la muerte de la madre del marqués y las apariciones espectrales del espíritu de la marquesa, Sotoancho expulsó de la casa al taimado y glotón sacerdote. Una semana permaneció en el exilio, hasta que la marquesa, prometiendo una actitud de comprensión y buena conducta por parte de ella y del clérigo, convenció a su hijo para que fuera readmitido como capellán de la casa.

En señal de gratitud y como penitencia, el sacerdote había hecho una promesa a san Jhonatán de Jabugo, patrono de los consumidores de jamón de bellota o de pata negra. San Jhonatán, de origen gales, se dejó caer por Andalucía a mediados del siglo XIX, y destacó, amén de por su bondad, por su afición a los vinos finos y a los taquitos de jamón. Por razones desconocidas, una tarde se perdió en la sierra de Grazalema, apareciendo días después cadáver total con un golpe en la cabeza. Tantas fueron las peticiones que se formularon al Vaticano para elevarlo a los altares, que el Papa de turno, poco escrupuloso en el estudio de los méritos y santidades del occiso, le proclamó santo con la denominación de San Jhonatán de Jabugo, y por el que don Ignacio siente auténtica devoción.

La promesa de don Ignacio a san Jhonatán se resumía en un sacrificio grande. Estaría un mes sin picotear entre horas y sin probar los postres de Ramona, la excelsa cocinera de Zumárraga. Pero al cuarto día de promesa, era tal el agujero que sentía en su estómago, que, aprovechando las horas de nocturnidad y con la alevosía propia de los tragones, se escabulló de su cuarto para ir a la despensa en busca de unas croquetas de jamón que habían sobrado de la cena. Ya se había zampado la decimoctava croqueta, cuando oyó ruidos extraños provenientes del jardín. Asomado cucamente a la ventana, contempló una escena pecaminosa en sumo grado. Flora, la dulce, bella y maciza Flora, se estaba dando un guateque pasional con el granuja de Pepe
el Cigala
, uno de los secuestradores de la marquesa, de Flora y de él mismo, que terminó reinsertándose en La Jaralera como pinche de cocina. Ya durante el secuestro, Flora y el Cigala coquetearon hasta extremos incalificables, pero lo que veía don Ignacio a través de la ventana superaba toda exageración del
Kamasutra
. Ni corto ni perezoso, al día siguiente se chivó a la marquesa.

Flora lloraba, el Cigala permanecía serio, y la marquesa y don Ignacio, en el salón, ultimaban los castigos y las sanciones que iban a aplicar a los pecadores. Tomás, enterado del suceso, esperaba los acontecimientos en la cocina armado de un cuchillo de monte para clavárselo al Cigala, y Lucas, el guarda de La Manchona y a la sazón, padre de Marisol, cargaba tranquilamente su rifle con balas de sal para disparar sobre el inmoral pinche.

Por fin se abrió la puerta, y Flora y el Cigala fueron invitados a comparecer ante el jurado de la Inquisición. La marquesa, seca como una loncha de mojama. El acusador, sudoroso y con expresión de falsa aflicción.

—Flora, estoy disgustadísima.

—Ya lo noto, señora marquesa.

—No podía esperar de ti una acción tan poco consecuente con tu formación cristiana.

—Es el amor, señora, que lo nubla todo.

—El amor aclara. Es la pasión la que nubla. Desgraciadamente, Flora, esto no puede quedar así. Siento por ti un gran cariño y tus servicios resultan para mí imprescindibles. Por lo tanto, y conociendo su escasa catadura moral, hemos decidido prescindir del Cigala. Con esta medida, nos libramos de un sinvergüenza y alejamos de ti la tentación del pecado.

El llanto de Flora, desgarrador. El Cigala no movía un músculo. Al cabo de una decena de segundos que se hicieron eternos, el Cigala tomó la palabra.

—Señora marquesa. La culpa es mía. Quiero a Flora más que a mi madre. Y yo la convencí para que me acompañara al jardín. Lo que vio el capellán responde a la realidad, y es verdad que nos estábamos dando un filete de los buenos. Pero me gustaría saber quién es el sacerdote para interrumpir y vigilar nuestra intimidad, y qué hacía a las tres de la madrugada en la despensa.

La marquesa se irguió de cuello como un cormorán de la Antártida, y miró con expresión de pregunta y un cierto deje de estupor al capellán, que ya no sudaba, sino que fluía.

—Don Ignacio. ¿Qué hacía usted a las tres de la madrugada en la despensa?

—Soy sonámbulo, señora marquesa.

—Los sonámbulos no son cotillas ni se ponen a mirar lo que no está bien.

—Desperté en la ventana, seguramente por los ruidos obscenos que emitía el pinche.

En ese punto del juicio, el pinche intervino.

—Ruidos obscenos son los que usted hace mientras come. A propósito, señora, como ex pinche de su casa es mi deber informarle que las veintitrés croquetas de jamón que habían sobrado de la cena, y tanto gusta el señor marqués de tomar frías en el aperitivo del día siguiente, desaparecieron coincidiendo con el estado de sonambulismo de don Ignacio. Y también, un trozo de la tarta de fresas, y una lata de bonito del norte en aceite. No de atún, de bonito, que es más caro.

—¿Es verdad lo que dice el Cigala, don Ignacio? —inquirió la marquesa con una voz perforante de muy difícil recepción.

—La carne es débil, señora, y debo reconocer que alguna croqueta no pudo zafarse de mis manos, así como el trozo de tarta. Pero me declaro inocente de la lata de bonito.

—Señora —intervino el Cigala-, las croquetas no cortan y el dedo pulgar de la mano derecha de don Ignacio presenta una cortadura muy sospechosa. Acepto mi despido, pero exijo un examen de un médico forense que aclare si hay restos o no de bonito del norte en aceite de oliva en el estómago de don Ignacio.

El capellán lo estaba pasando tan mal, que su resistencia se desmoronó.

—Ahora evoco, que quizá sí, que puede ser, que es probable, que abriera la lata de bonito.

—Si mal no recuerdo yo —comentó la marquesa-, usted había hecho una promesa de frugalidad a san Jhonatán de Jabugo. Luego hablaremos usted y yo, padre. Lo fundamental es que tú, Flora, te has comportado como una fulana, y…

Al oír de la marquesa el calificativo de «fulana» aplicado a su Flora, el Cigala enrojeció de ira, y en dos zancadas se puso detrás de don Ignacio, al que agarró por el cuello.

—Señora marquesa, o retira eso de Flora inmediatamente, o le pego al cura.

—No lo retiro. Pegue al cura.

—¡Por Dios, señora, retírelo! —suplicó don Ignacio con los ojos desorbitados por el susto.

—Lo retiro por coacción. Y también por afecto y utilidad. Flora, te confesarás de tus pecados. Hasta que no lo hagas, no podrás servirme la cena ni el desayuno, ni limpiarás la colección de solideos papales. Unas manos manchadas de pasión y sexo, no son dignas de servirme.

—Le prometo que lo haré, señora. Pero con el sacerdote del pueblo. Con este cotilla acusica y faltón con sus promesas, no me voy a confesar.

—Con el que sea. Y respecto a usted, Cigala, le doy una semana de plazo para que encuentre trabajo. Me cuesta ser así, pero no voy a permitir que mi casa se convierta en un cabaret. Podéis retiraros.

—Señora, señora marquesa… ¿No podría perdonar a Pepe, que es un pinche estupendo, y corta las patatitas como nadie y ayuda a Ramona a…

—No, Flora. El señor marqués ratificará mi decisión. Lo siento. Dile a Virginia, la doncella, que me traiga un té. Cuando te confieses, podrás servírmelo tú como es tu obligación y derecho.

Flora y el Cigala abandonaron la estancia con el corazón partido. Se miraban para intercambiarse amores y ánimos. En el salón, quedaron solos la marquesa y don Ignacio, que más nervioso que nunca, intentó escabullirse con muy escaso éxito.

—Quieto pichón. Don Ignacio, lo que usted ha hecho no tiene nombre. Ha roto de forma vergonzosa su promesa a san Jhonatán de Jabugo, y no contento con ello, se ha puesto a espiar a una pareja de enamorados. No ponga esa carita, don Ignacio, que no me va a enternecer. En vista de ello, y para que sus pecados sean perdonados, rezará de penitencia veintitrés Rosarios, uno por cada croqueta de jamón, una letanía por el trozo de tarta, y quince padrenuestros por la lata de bonito del norte en aceite de oliva. Y por acusica y sucio, comerá sólo verduritas durante dos meses, con la advertencia de que si llega a mis oídos que ha roto usted de nuevo la promesa, será despedido, y ya definitivamente, de esta casa. Vaya, vaya a cumplir la penitencia. La absolución se la da usted mismo.

* * *

En la cocina, la tragedia a punto de caramelo. Ramona sostenía a Tomás, que pretendía rajar al Cigala, mientras Flora, sin dejar de llorar, amparaba con su cuerpo el corazón de su amado.

—Antes me matas a mí, Tomás.

Ante tamaña demostración de amor, Tomás, que tampoco estaba para buscarse líos, dejó el cuchillo sobre la mesa y planteó una salida digna para sus intereses.

—De acuerdo, Flora. No le rajo. Pero como hombre, mi dignidad me reclama que le pegue una leche al granuja del Cigala.

—¿Aceptas que Tomás te pegue una leche, Pepe? —preguntó Flora a su media naranja.

—Por ti, acepto la leche. Pero sólo una.

Momento de gran tensión. Flora se retiró a un rincón, en tanto que el Cigala, firme como un álamo temblón, ofrecía su rostro a Tomás para que éste procediera a abofetearlo. Tomás, tranquilo en apariencia, brusco en su ánimo, se acercó hasta el pinche y le arreó un pedazo de soplamocos que habría tumbado a un aizcolari antes de cortar un tronco. El Cigala se tambaleó, se agarró a la mesa, y a punto estuvo de caer al suelo, pero la fuerza del amor le sostuvo.

Cumplido el trámite, Tomás, pausadamente, abandonó el ring al tiempo que comentaba:

—Mi honor ha sido repuesto. Buenas. —Y fuese.

* * *

El bar del Colón estaba abarrotado. Me gusta el ambiente que rodea al mundo de los toros. Saludé a varios amigos. Allí estaba Carlos Gutiérrez Zumel con Manolo Vázquez y Antonio Burgos. Hablaban de la próxima Feria.

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
7.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Coming of the Dragon by Rebecca Barnhouse
I Spy a Duke by Erica Monroe
The Telling by Jo Baker
The Last Stormlord by Larke, Glenda