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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (13 page)

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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—Cristian, me has decepcionado como hijo. Has humillado mi autoridad y llevas una temporadita insoportable. Pero sigo siendo tu madre, y aquí estoy para que me presentes a esa mujer que pretende ser la marquesa de Sotoancho por lo civil.

—No me encuentro en condiciones de complacerte —le dije mientras besaba ceremoniosamente su mano derecha-. Marsa se halla en el hotel descansando.

—¿Descansando de qué? —indagó mi hacedora con expresión de rotweiller anoréxico.

—Descansando de mí, Mamá. Descansando de mi fogosidad. Descansando de mis relinchos. Porque debo informarte que al sentir el gustirrinín del pecado mortal, relincho.

Mamá, don Ignacio y Flora, blancos como alhelíes. Bueno, Flora no tanto.

—Estoy en el Palacio. Cuando quieras, apareces con tu novia apache. Si te apetece relinchar, no te cortes. Pero no me voy de aquí sin conocerla. Te espero en el bar a las siete en punto.

Concertada la cita, Mamá me dio la espalda y acompañada de su séquito ingresó en el hotel.

—¡Tomás, algo horroroso! ¡La señora marquesa está aquí!

—En efecto, señor, hay noticias más agradables.

—Se ha presentado con don Ignacio y Flora, y en una hora me espera. Pretende que le presente a la señorita Marsa.

—Me temo, señor marqués, que así va a suceder. Más vale ponerse una vez colorado que cien amarillo.

Marsa, sobresaltada, inquieta. Poco a poco se ha ido tranquilizando. Se ha vestido de reina consorte.

—Tomás, acompáñanos. Si mi madre ha traído séquito, nosotros también lo llevamos. Eres nuestro séquito, Tomás.

—Me siento muy honrado, señor marqués.

Siete en punto. He ingresado en el bar junto a Marsa y con Tomás a dos pasos de respeto. Mamá y don Ignacio —que no ha abierto la boca todavía-, sentados y en actitud defensiva. Flora en otra mesa, leyendo una novela de

Corín Tellado. Creo recordar que se trataba de
Celos tormentosos.

—Marsa, te presento a mi madre. Este es don Ignacio, nuestro capellán.

—Encantada, señora; mucho gusto, padre.

Mamá, ni mú. Nos hemos sentado con ellos, en tanto que Tomás se ha acomodado junto a Flora. Diez minutos de silencio expectante. Finalmente, Mamá ha iniciado un parloteo balbuciente que poco a poco se ha ido haciendo comprensible.

—Mire usted, eff, sí, yo, claro, como verá, eff, iff, estoy muy disgustada con mi hijo. Usted, iff, eff, uff, no puede casarse con un hombre soltero, porque eff, iff, Jesús, está divorciada. Yo no lo puedo permitir, mientras viva, y si muriese, tampoco. Me parece usted muy guapa y elegante, y eff, iff, seguramente es muy inteligente. Pero no doy mi aprobación.

A punto estaba de levantarme cuando Marsa ha hablado.

—Señora, tiene usted un problema con los dientes. No hace otra cosa que emitir sonidos como iff, eff y uff. Le recomiendo que se revise la dentadura. En lo referente a mi compromiso con su hijo, le digo que por mi parte, sigo adelante. Que me voy a casar con él. Que me encanta cómo habla y cómo relincha. Y que si le molesta, eff, iff, uff, se va a tener que aguantar. Encantada, señora. Nos veremos en La Jaralera.

Mamá de piedra. Tomás, feliz junto a Flora. Marsa y yo, dignísimos, hemos abandonado el local. Lo que no entiendo es por qué Mamá se ha traído a don Ignacio, con lo caro que sale este hotel. No ha dicho esta boca es mía.

—Has estado estupenda, Marsa.

—A mí nadie me separa de tus relinchos, Rocinante.

Y así estamos.

Ultima noche

—Tomás, mi última noche de soltero.

—Ya era hora, señor marqués.

—Mañana al mediodía, en el Consulado de España, mi vida cambiará. Para que veas lo mucho que te aprecio, serás testigo de mi boda.

—Se lo agradezco mucho, señor, pero me temo que mi condición de testigo no es consecuencia directa de su aprecio. Es porque no hay nadie más en Portugal.

—También tienes razón.

—Pues eso, señor marqués.

Marsa y yo hemos decidido no vernos hasta la ceremonia. De Colombia han llegado algunos amigos. Ella no estará sola. Claro, que es la tercera vez que pasa por este trance. A pesar de mi indignación, he llamado a casa para informar a mi madre.

—Flora, anuncie a la señora marquesa viuda que mañana, a las doce en punto, contraigo matrimonio con la señorita Marea Olivares Restrepo.

—Mi enhorabuena, señor marqués, pero ya sabe que la señora me tiene prohibido pronunciar su nombre o pasarle recados de su parte. Ya me ha contado Tomás que viajará con ustedes a Sudáfrica, en su viaje de novios.

—No sabía que Tomás hablara tanto con usted, Flora.

—Cuatro veces al día, señor marqués.

—Pues sí; nos vamos a Sudáfrica, al parque Krüger. La futura señora marquesa es muy aficionada a retratar jirafas.

—Le deseo lo mejor, señor. Y vuelvan pronto. Aquí se les echa mucho de menos.

—Adiós, Flora. Dígale a mi madre que, a pesar de todo, es mi madre y la quiero. Que la echaré de menos.

—Eso no se lo puedo decir, señor marqués. Me echaría de casa. Adiós, señor, mucha felicidad y suerte.

A punto de soltar el moco. No Flora, yo. Mi madre no quiere saber nada de mí. No importa. Tomás ingresa en mi habitación.

—Tomás, este mes cobrarás diecisiete mil pesetas menos. Cuatro conferencias diarias con La Jaralera cuestan un riñón. Flora ha cantado.

—Señor marqués; he hablado con nuestra casa por mantener el nexo familiar. No le oculto que lo he hecho con frecuencia no deseable, pero le advierto una cosa: si mi nómina sufre la mengua de una sola peseta, no seré testigo de su boda.

Golpe bajo, pero eficaz.

—Está bien, Tomás. Cobrarás lo estipulado.

—Lo estipulado más las dietas de viaje y el suplemento voluntario correspondiente a su enlace nupcial.

—No sabía nada de ese suplemento voluntario.

—Lo sabe ahora. Son cien mil del ala.

—Si lo sé, no me caso.

He bajado al bar. Allí conocí a Marsa. Mi futura alondra, mi inmediata oropéndola, mi venidera berberecha, se halla en estos momentos en compañía de sus amigos cenando en Lisboa. La excepción confirma la regla, y he invitado a Tomás a agarrarse una cogorza conmigo. Ahí llega. La verdad es que, después de tantos años a mi servicio, el hombre ha adquirido una distinción considerable. Está mucho más elegante que yo.

—Tomás, me suena ese traje azul.

—Se lo robé el año antepasado, señor marqués.

—Fue un buen robo, Tomás. El traje es magnífico.

—De lo mejor que usted tenía en aquel momento, señor.

—¿Whisky, Tomás?

—Lo que usted beba.

Verborrea convincente, exaltación de la amistad, cantos regionales… La tajada ha sido curiosa. Tomás me ha confesado su amor delirante por Flora. Sabía que tonteaban, pero no podía imaginarme una pasión como la de Tomás. Ahora entiendo su odio por Lucas y por el sinvergüenza del Cigala.

Cuando entonábamos
Los pinos del Coto,
hemos sido amonestados por el barman. Al iniciar los primeros compases de
Algo se muere en el alma cuando un amigo se va,
nos han invitado a abandonar el local. Muy amablemente, como es norma en los portugueses, pero nos han expulsado.

El abrazo, frente a la puerta de mi habitación, ha sido intenso.

—Muchísima suerte, señor marqués. Iré con usted hasta el fin del mundo.

—Gracias, Tomás. Me encantaría que fueras mi madre.

Y el cuarto que no paraba de dar vueltas, y vueltas, y más vueltas…

El telegrama

Hoy me caso. Son las ocho de la mañana y he dormido gracias a la cogorza que me agarré ayer en compañía de mi fiel Tomás. Han aporreado la puerta de mi habitación. Un amable botones me hace entrega de un telegrama. Mi cabeza no tiene nada en su sitio. Es como una menestra de dolor de cabeza, confusión y nerviosismo. Tomás estará durmiendo la mona. Me siento y abro el telegrama, que me parece larguísimo. Ha tenido que costarle un dineral al remitente. ¡Oh, es de Marisol!

«Marqués de Sotoancho. Hotel Albatroz. Cascais. Portugal.

»Aún sigo sin poder reaccionar ante traición tuya. Te he hecho hombre y me pagas así. Lo de tu boda por lo civil con esa colombiana me suena a retirada. Cobarde. No has sabido imponerte loro insoportable tu madre. Ha vencido tu sentido de clase y no quieres casarte con hija guarda. En vista de actitud tuya, voy a decirte dos cosas. Primera: espero que no tendrás indecencia de retirarme ayuda y subvención estudios, Colegio Mayor, manutención, tarjeta de crédito y asignación mensual. Si así lo hicieras, procedería a contar en periódicos, radios y cadenas de televisión tu operación de fimosis y vendería fotografías tuyas con dodotis. Segunda: durante tiempo de nuestra relación he mantenido otra paralela con mi compañero de curso Lorenzo Fajardo. Llevo tres años acostándome con él. Y una última cosa. Como peligre puesto trabajo mi padre en La Jaralera, te acuerdas de mí y agradecerías no haber nacido nunca. No obstante, como te quiero más de lo que piensas, te deseo felicidad y te separes pronto de arpía esa. Un beso. Marisol.»

Gangrena en el alma. Dolor agudísimo en mi corazón. Que Marisol me haya engañado con un individuo llamado Lorenzo Fajardo me subleva la dignidad. Yo sabía que algo había por allí, pero no que llevara tres años encamándose con un futuro arquitecto desaprensivo y lujurioso. Por supuesto que cumpliré mi palabra, y seguirá recibiendo lo mismo que hasta ahora. Pero me ha dolido mucho su sinceridad. Puede ser que todo pertenezca a la mentira, y que lo haya dicho en un ataque de celos e iracundia. La verdad es que la sigo queriendo, pero no como a Marsa. Mi alondra tiene más mundo, y no me hace sentirme como un depredador de jovencitas. Lo que más me molesta es que crea que me ha vencido la voluntad de Mamá. No sabe lo que ha ocurrido. Bueno, qué importa ya si todo el jamón se ha vendido.

No puedo ni pensar en desayunar. Se me saldría todo por las orejas. Llamaré a Tomás, para que me acompañe en estos durísimos momentos. No responde. Otra intentona. Descuelga.

—¿Qué leches quiere a estas horas?

—Soy el señor, Tomás.

—Perdón, señor marqués, creía que se trataba del conserje. Pero eliminando el «leches», por considerarlo irrespetuoso, ¿qué quiere de mí a estas horas?

—Son las ocho de la mañana y acabo de sufrir un gran impacto emocional. Marisol me ha estado engañando con Lorenzo Fajardo.

—Señor marqués, que Marisol se la daba con otro lo sabían hasta los patos más tontos de La Jaralera.

—Podías haberme informado de esa situación, Tomás.

—En las condiciones que estoy no me veo capacitado para seguir esta conversación por teléfono, señor marqués. Voy a dar una cabezadita y a las diez le atiendo. Hasta luego, señor.

Y ha colgado.

¿Y Marsa? ¿Cómo estará mi oropendolilla? Procederé a despertarla. Ayer por la noche cenó con sus amigos colombianos en Lisboa. Es ella. Vocecita de riachuelo.

—¿Quién es?

—Soy tu tiburón.

—¿Y por qué me despiertas a estas horas?

—Hoy nos casamos, mi vida.

—Sí, pero no a las ocho de la mañana. Llámame a las diez, colibrí. Y a propósito. Mis amigos me anunciaron ayer que mi ex marido, Simón Bolívar, ha jurado balacearte. Hasta luego, ratón.

—¡Glupp!

Estremecimiento

Ya estoy vestido y preparado para casarme por lo civil. Marsa me informa de que en diez minutos estará dispuesta. He alquilado un Bentley como el de casa para que nos lleve al Consulado de España. Mi alegría se nubla con las ausencias. Tengo que reconocer que la distancia ha suavizado mi estado de ánimo respecto a Mamá. El tío Rafael de León escribió una copla preciosa sobre la figura de la madre, haciendo hincapié en una realidad indiscutible. Que madre sólo hay una.

Tomás, mi padrino de boda, se ha vuelto a poner el traje a rayas que. me robó. Se lo arregló Fermina, la costurera, y parece que se lo han hecho a medida en Savile Row. Nos seguirá en un taxi acompañando a la madrina, que es una amiga de Marsa muy guapa y aparente que responde al nombre de Carol. Ya está aquí

Marsa. Sólo un adjetivo merece ser aplicado a su figura. Cegadora. Belleza cegadora.

—Cuando tú quieras, mi amor —me ha dicho.

En el Bentley, Marsa y yo, seguidos por el taxi que lleva a Carol y Tomás. En el Consulado nos espera el resto de los amigos de Colombia. Ninguno de mi lado. Ni mi viejo y querido primo Moby, que me ha estafado tres veces y al que tanto he defendido de los ataques dé Mamá, se ha dignado acudir a mi boda. Un palo y otro palo.

El cónsul, muy simpático y acogedor. Hemos sido instalados en un salón de espera hasta la hora de la ceremonia. Me ha preguntado si deseo que al nombrarme haga mención a mis títulos nobiliarios, y mi respuesta ha sido tajantemente afirmativa. ¿Qué soy sin ellos? En mi depresión me he apercibido de un detalle cruel. Soy como un
marrón glacé.
Mi título es el envoltorio dorado, la estética y la presencia. Sin él, sería una simple castaña adornada por el idioma francés. Echo en falta a Mamá. Pienso en Marisol y el canalla del estudiante de Arquitectura. Pero cuando la tristeza más me invade, desvío la mirada hacia Marsa, y todo se ilumina.

Al fin se abre la puerta y un amable funcionario nos informa del estado de situación. Ha llegado la hora. Sesenta y dos años de soltería van a ser zanjados y al fin, aunque contra la voluntad de mi madre, una nueva marquesa de Sotoancho va a tener la oportunidad de aportar un heredero a la dinastía. Lo que son las cosas. A Marsa le ha nacido, de repente, el empaque y la naturalidad del marquesado, eso que Tomás, tan atinadamente, llama el «marquesío de cuna».

Ya estamos todos. Por el lado de Marsa, seis amigos de verdad. Un vuelo de diez horas para acompañarla mientras se casa. Por el mío, sólo Tomás. El cónsul, preparado, con todos los papeles en regla y a mano. La poliuria. Un receso. Me estoy haciendo pipí encima. Son los nervios. El cónsul ha entendido y me ha acompañado al cuarto de baño.

—No se preocupe, Sotoancho, que esto sucede con mucha frecuencia.

He tardado algo más de lo previsto, porque me ha costado dominar la gotita. Esa gotita traidora que siempre queda en un pitilín mal sacudido y se muestra sin decoro en el pantalón. Me miro y no hay gotita. Bien, Cristian, ánimo y al toro.

—¿Por qué has tardado tanto, mi amor? —me ha preguntado Marsa.

—Por la gotita —y nos ha entrado la risa floja.

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