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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (17 page)

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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—¿A quién buscas, Cristian? —me preguntó Burgos, currista él como yo.

—A un lituano.

—Pues mucha suerte —me desearon los tres, con esa amabilidad que sólo demuestran las personas cuando se libran de un intruso. Me dolió, pero los Sotoancho siempre hemos sido muy poco susceptibles.

Una mesa quedó libre y me hice con ella con agilidad de puma. Lo del puma es cosa de Marsa, que gusta de llamarme así cuando efectúo algún escorzo en su presencia. «Mi puma», me suele decir. Ya sentado, un camarero me sirvió mi JB con hielo y agua, y no había saboreado el segundo sorbito, cuando un honorable anciano de aspecto distinguidísimo se acercó hasta mi mesa.

—¿Es usted marqués de Sotoancho?

—Lo soy.

—Me presenta. Mi nombre es Alturas Markulonis, y yo encantado de usted conocerlo. Me lo figuraba más chato y calvo menos.

—Y yo a usted más joven —le dije para contribuir a sus impertinencias.

Me molestó lo de «calvo menos», porque no es cierto. Tengo claridades en el pelo, y entradas pronunciadas, y la coronilla poco boscosa, pero de ahí a ser un calvo media un largo trecho. Lo de «chato» me hizo gracia, porque no se espera de un lituano esa precisión en la jerga española. Observé detenidamente al sujeto, y debo reconocer que tenía, incluso, mejor pinta que yo. La cabeza altiva, con mucho pelo blanco. Por lo menos, un metro noventa de estatura. Bien vestido. Me fijé en sus zapatos, que tanto delatan, y eran ingleses. A primera vista, unos Stanford amp; Brooks, aunque también podrían haber sido encargados en Palms amp; Palms. Le invité a sentarse y pidió un martini de vodka, que no se llama martini, pero se entiende.

—Siento placer mucho de estar con usted, marqués.

—Lo mismo digo, don Arturas, si bien a mí, lo que me muerde es la curiosidad:

Con el martini de vodka en la mano, Alturas inició el gesto de un brindis.

—Como dicen nuestros invasores antes de copa tragar,
¡Nazdarovie!
.

Y ¡patatún!, de un trago vació el vaso.

—Otra igualito —gritó al camarero, y éste solícito, cumplió con la sugerencia.

Con la segunda copa, don Arturas inició la conversación.

—Lleva más de sesenta años sin España venir, y puede que mi español no sea todo cojonudo que usted espera. Tengo noventa y dos años y me encantan mujeres españolas. Todas las que yo he querido pum pum, me he pum pum. Guapas, divertidas y culo mucho. Mujeres españolas culo mucho. Mujeres lituanas, culo poco. ¿Usted comprende? Estoy seguro que usted también pillín, como padre suyo, y a todas las que ha querido pum pum, usted ha pum pum.

—Don Arturas, haber venido a España después de sesenta años para hablar de sus pum pum, no me parece ni lógico ni normal.

—Yo a usted decir para que mejor entienda. Yo, muy joven, me enamoré muy locamente de madre suya. Yo en España tenía academia de baile, y madre suya era mi preferida. Yo no mienta. Mire lo que me regaló día San Arturo de 1929, que es día mismo que San Arturas en Lituania.

En ese instante, don Arturas me mostró una preciosa pitillera de plata. En su interior, grabada en la tapa, una inscripción. «A mi Arturas, de su… Cristina Belvís de los Gazules.»

—Yo nunca separé de esta pitilla, y he llevado hasta en campo de concentración de Stalin. Salvé de milagro, tanto yo como pitilla.

* * *

Todavía medio zumbado por la bofetada de Tomás, el Cigala buscó el aire limpio del jardín para recuperar sus fuerzas. Se sentía profundamente herido e irritado. En otros tiempos y circunstancias habrían brillado las navajas y corrido la sangre, pero no quería enturbiar su prestigio ante Flora. Por fin tenía a una mujer que se moría por él, y no pensaba desaprovechar la oportunidad. Flora lloraba en la cocina y el Cigala, apoyado en el tronco de un joven pino descansaba sus pesares y melancolías. Encendió un cigarrillo y aspiró el humo con un quejido de confusión.

* * *

El guarda Lucas Montejo se acercaba sigilosamente, como un sioux, a la casa principal de La Jaralera. Llevaba una época nefasta, en la que salía de Guatemala y entraba en Guatepeor, que es uno de los dichos más idiotas que puedan emitirse. El marqués había dejado a su Marisol, perdiendo con ello la oportunidad de convertirse en miembro de la familia Sotoancho. Aunque Marisol encajó bien el golpe, Lucas la observaba y deducía de sus gestos y movimientos una creciente melancolía. No le cabía en la cabeza que una mujer como su hija, destelladora y joven, pudiera sentir algo que no fuera lástima por aquel marqués zangolotino y embobado, pero recordaba una sentencia que había oído en cierta ocasión a un cazador al que Lucas servía de cargador. «En asuntos de braguetas, nunca opines ni te metas.» Pero la puntilla fue lo de Flora y el Cigala.

Lucas amaba apasionadamente, desde la distancia y la timidez, a Flora. Muchos años llevaba de viudo y soñaba con una mujer joven y cariñosa. Flora le sacaba de sus casillas, y el único objetivo de su vida era el de seducirla, convencerla y amarla hasta la muerte. Sabía que tenía dos rivales de cuidado. Tomás, el mayordomo del marqués, con el que ya había tenido un contratiempo, y Pepe
el Cigala,
ese delincuente que después de secuestrar a la marquesa —lo que es la vida y la suerte-, se había quedado en La Jaralera de pinche de cocina.

En el campo las noticias vuelan. Quizá sean los pájaros, o el viento, o las sombras las que anuncian los acontecimientos. Lucas se hallaba en la albariza de los juncos intentando hacer un censo aproximado de porrones moñudos, cuando sintió algo, un arañazo en el alma, que le produjo un gran malestar. Volvió a casa y ahí estaba Marisol para confirmarle la noticia.

—Nada, padre, que el cura ha sorprendido ayer noche a Flora y al Cigala dándose una fiesta.

Lucas no hizo comentario alguno, pero recordó que en su armero guardaba un par de cartuchos de sal, como aquellos que se utilizaban tanto en tiempos pasados para castigar a los cazadores furtivos. Y a ellos recurrió.

Como un sioux se acercaba a la parte trasera de la casa. Ni un ruido, ni una rama quebrada, ni un pajarito asustado delataban su proximidad. Ahí estaba el Cigala, el canalla, el asesino de su amor, fumando tranquilamente bajo el pino.

Se preparó a conciencia. Buscó el ángulo más seguro y después de secarse el sudor que goteaba por su frente, se encaró el arma. En el centro de la lente, como una diana odiada y abatible, se advertía con toda claridad el culo mozárabe del Cigala. Y Lucas, que no se andaba con chiquitas, disparó por dos veces.

* * *

La marquesa viuda se hallaba en el salón leyendo la página 3452 del tomo primero de la
Vida de los Santos,
cuando recordó que tenía que dar un recado a Tomás. Le hizo llamar, y a los pocos minutos, el leal mayordomo de su hijo se presentó ante ella.

—Tomás, necesito que me busque por el pueblo a una chica honesta y trabajadora, que sepa algo de cocina para que sustituya al Cigala.

—Lo haré encantado, señora marquesa.

—Y por favor, dígale a mi hijo que quiero hablarle.

—El señor marqués está en Sevilla. Volverá tarde porque ha concertado una cita a las ocho en el bar del hotel Colón.

—Me molesta que mi hijo se dedique a ir de bares, como todos los desocupados.

—No es por echar un capote al señor marqués, pero creo que en esta ocasión, su presencia en el bar está plenamente justificada.

—Espero que no se haya citado con una buscafortunas.

—No, señora marquesa. Se ha citado con un señor natural de Lituania que tenía un gran interés en conocerle. Se llamaba algo así como Arturas Markulonis.

Al oír ese nombre, Tomás interpretó en la marquesa un gesto de estupor e incomodidad digno de un análisis más profundo. El libro de los santos cayó al suelo, la mano izquierda procedió a iniciar un extraño baile, y su papada se meneó como un columpio compulsivo.

—¿Arturas Markulonis, ha dicho?

—Exacto, señora marquesa.

—Déjeme sola, Tomás.

* * *

El alarido, estremecedor. El Cigala pegó un doble salto y sujetándose la extensa zona herida, inició una desaforada carrera en pos de ningún sitio. Flora salió a toda prisa, asustada por los gritos de su amor, y quedó espantada con el espectáculo.

—¡Me han perdigonado el culo! —repetía el Cigala, cada vez más histérico.

Ramona, la cocinera, contagiada por el caos, al ver a su ayudante en situación tan delicada, puso orden y serenidad al barullo.

—Traer ése ahora mismo, y llamar policía.

Virginia, la doncella, se tapaba los ojos con el pavor propio de las chicas de su edad.

El Cigala, ya tendido, se negaba a ser examinado por el personal asistente, que aumentaba a medida que se sucedían sus berridos. Ramona, de nuevo, impuso su autoridad.

—Culos como el tuyo, harta estoy de ver. De «vergüensas» nada. Flora, baja pantalones a «sinvergüensa» y chocholo ese.

Flora, con sumo cuidado, descubrió el gluterío de su amado, que efectivamente, presentaba un aspecto desolador. Miles de puntitos colorados salpicaban la piel nalguera del pinche, que a punto se hallaba de desvanecerse del escozor. Fue Remigio, el mozo de cuadras, el que se atrevió a dar el primer diagnóstico.

—Cartuchos de sal. Los sufrí cuando era furtivo. Diez días sin poder sentarse.

—¿Y quién ha podido ser capaz de cometer tamaña barbaridad? —preguntó Flora entre sollozos sofocados.

—Lo he visto perfectamente —terció Remigio-. Ha sido Lucas, el guarda de La Manchona.

Alarmado por el griterío, apareció Tomás. El espectáculo le agradó sobremanera. El Cigala ululaba sin descanso, y Tomás no pudo por menos que sonreír. La visión del rival humillado, postrado en el suelo en decúbito supino, con el culo al aire y éste agujereado por miles de partículas sódicas, le satisfizo plenamente. Un rival con el culo agujereado pierde bastante dignidad, y Tomás intuyó en Flora una mueca de decepción. Sin pronunciar palabra, salió de la escena en dirección a la parte noble para informar del sucedido a la autoridad competente, es decir, a la marquesa viuda.

* * *

Marisol se estaba probando un vestido de faralaes. Su seminovio, el estudiante de Arquitectura, le había prometido que en el próximo mayo acudirían al Rocío. Se ajustaba el escote cuando vio que su padre irrumpía precipitadamente en la casa.

—¿Qué te pasa, padre?

—Que acabo de desgraciar al Cigala.

—¿Te has vuelto loco, padre?

—Sí, completamente. Si viene la policía, que no sabes nada de mí.

—¡Padre!

—¡Hija!

Habiendo entendido ambos que la conversación no iba más allá, decidieron clausurar la convención renunciando a más discursos.

La tercera copa nos sentó fenomenal. Mi afecto por Alturas crecía sin orden ni concierto. Nos encontrábamos los dos a gusto y divertidos. Por mi parte, debo reconocer que también un tanto escamado. No obstante, me atreví a invitar a Alturas a La Jaralera.

—Nunca de jamás, Cristian. Yo guardo recuerda de tu madre de cuando ella y yo éramos jóvenes. Mi gran amor ha sido. Quiero morir con su recuerda intacta, su juventud pura, su cuerpo fresco y buenísima. Los lituanos no decimos mentiras, Cristian. Tu madre estaba mejor que churros con chocolata. Ella es ahora vieja mucho, y yo viejo mucho más. "Voy a cumplir noventa y tres años. No puedo ver a madre tuya, mi amor, mi lucero.

—Lo comprendo, Alturas. Estás en lo cierto. Mamá está horrorosa, y se le ha puesto cara de pájaro.

—Siempre tuvo cara de pájaro algo.

—Pero le encantaría verte. Lo que no comprendo es por qué, siendo tan amigos, habéis estado más de sesenta años sin noticias el uno del otro.

—Fácil explicar. Tu madre era joven alumna academia de baile. Yo casado con lituana celosa y mala. Tres hijos, Valdemaras, Arvidas y Perika. Tu madre, diecisiete años, yo veintitrés. Ella bailarina estupenda. Yo amor, profundo. Cuando mi mujer, Filipas, enterarse, armar gorda.

—¿Enterarse de qué?

—De que yo, amor por tu madre.

—¿Amor limpio, Alturas?

—Como blanco alhelí. Nieve de Siberia.

—¿Y…?

—Ella furioso hacer maletas, y nos marchar a Moscú. No poder despedir tu madre, que estaba buenísima aunque con cara de pájaro algo. Luego Guerra en España, Guerra Mundial, campos de concentración, vida difícil, falta de decisiones… Mira, Cristian.

Miré, y descubrí un pequeño paquete envuelto en papel de seda azul.

—Tú entregar esto a madre tuya. Tú decir de mía parte que yo entregar con sesenta años de mucho retraso. Sólo eso. Y habla también de que vuelvo a Lituania a morir, y mi último pensamiento de antes de muerte, yo reservo para ella. Yo llamaba a madre tuya «gacelita».

—¿Gacelita?

—Gacelita traviesa y picorana.

—Será «gacelita traviesa y picarona».

—Eso. Tu madre, picarona. Buenísima, pero con cara de pájaro algo.

—¿Otra copa, Arturas?

—Bar todo, Cristian, bar todo.

* * *

Lucas se había acostado. Simulaba una gripe y tosía con muy escaso nivel dramático.

—Si viene la policía, que he estado todo el día en la cama, Marisol.

—¿Por qué has hecho eso, padre?

—Porque el amor ciega, hija, y a mi Flora no le pone la mano encima nadie.

—Pues hay uno que no se la quita de encima desde hace mucho tiempo, padre.

—Por eso me he vuelto loco, hija.

—Padre, eres un antiguo.

—Soy un hombre.

—Muy antiguo. Si una te da la espalda, busca a otra. Y resiste. Cela, el del Premio Nobel, lo dice. El que resiste, gana.

—Pero el Cela ese no tiene al Cigala como rival.

—Hoy has ganado un poco, padre. A las mujeres nos gusta que los hombres disparen por nosotras. Tranquilo, padre, que si viene la policía, aquí estoy yo.

—Gracias, hija. Y súbete el escote.

—A mí me encanta que me vean las tetas, padre.

—Tú misma, hija.

* * *

—Por desgracia no se puede hacer nada. Esta pomadita para aliviar el escozor, muchos baños en agua fría, y a esperar que vaya diluyéndose la sal en su organismo. Pasará una semana atroz. Cuando le moleste más de lo soportable, tómese una pastilla de Calmodor.

El doctor hizo una pausa, miró al Cigala con lástima, y prosiguió su perorata.

—Mi deber es denunciar en el cuartelillo este extraño episodio. Espero que lo comprenda.

—Lo comprendo, doctor, pero le ruego que no lo haga. No tengo prestigio en el cuartelillo. Mi reputación en la Guardia Civil está por los suelos. Además, doctor, el que me disparó no quiso matarme. Son cosas de hombres, de mujeres, de celos, de pasiones, que aquí en el campo se hacen más fuertes.

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