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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (12 page)

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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«Soy la marquesa viuda de Sotoancho y he venido a Roma a ver al Papa para rogarle que actúe de inmediato en un grave asunto. Y no me voy sin ver al Papa. Y haga el favor de decirles a esos guardias suizos que dejen de mirarme con expresión de quesos y me permitan entrar. Como ve, estoy acompañada por mi capellán.»

En este punto, el sacerdote del Vaticano le recomendó a la señora marquesa visitar la Capilla Sixtina. Emoción y embrollo. Tira y afloja, y finalmente, el primer acto de presión. La señora marquesa abrió su silla plegable y se sentó en ella frente a la puerta. «Soy capaz de estar aquí hasta que el Papa me reciba.» Don Ignacio ha intentado convencerla, pero no ha sido posible. Creo que las relaciones entre don Ignacio y la señora marquesa han sufrido un acusado deterioro, porque su madre le ha acusado de cagueta. Si lo desea, voy más despacio, señor marqués.

—No, Tomás; sigue con ese ritmo. ¿Y qué ha hecho mi madre?

—Mientras Flora y don Ignacio han regresado al hotel, su madre ha permanecido sentada en su silla plegable y frente a las puertas de la residencia papal. Parece ser que ha intentado colarse cuando el relevo de la guardia, pero no lo ha conseguido. ¿Sigue ahí, señor marqués? Flora le ha llevado un sándwich de jamón de York. Don Ignacio teme por su futuro en el escalafón y ha hecho lo humanamente posible por calmarla, pero con resultado negativo. Un momento, señor marqués, que suena el teléfono.

No salgo de mi asombro. Mamá enfrentada al Papa y a la Guardia Suiza del Vaticano. Tomás ha vuelto.

—Las noticias de última hora no pueden ser más alarmantes, señor. Su madre, don Ignacio y Flora han sido expulsados del territorio vaticano. Han conseguido billetes para el último vuelo a Madrid. Me dice Flora que la señora marquesa está fuera de sí. ¿Qué hacemos, señor?

—Nos vamos unos días, Tomás. Reserva dos habitaciones en el Albatros de Cascáis. Carretera y manta. Voy a llamar a la señorita Marisol para tranquilizarla.

—¿A qué hora saldremos, señor?

—¡Ya, ya, ya!

Y aquí estamos. En Portugal.

Cascais

Nada mejor que escapar a tiempo. Mientras Mamá, don Ignacio y Flora llegaban a La Jaralera después de su fallido viaje a Roma, Tomás y yo cumplíamos los trámites de ingreso en el hotel Albatroz de Cascais, la bellísima localidad pescadora inmediata a Estoril. Me gusta Portugal. Ya le he dicho a Tomás que se ande con ojo, porque tengo las mejores referencias de los mayordomos portugueses. Más solemnes y menos metijones. He dejado a Tomás en el hotel durante mi paseo, con la orden de establecer contacto directo con La Jaralera.

A la vuelta, acompañado de una bolsa repleta de discos de fados, Tomás en el vestíbulo.

—Todos han llegado bien a casa, señor. La señora marquesa viuda no ha preguntado por nosotros. Le he dicho a Flora que permaneceremos en un lugar ilocalizable de Portugal durante cinco días. No obstante, me temo que ya nos han localizado. Acaba de llegar este telegrama.

Cuando agarraba el telegrama me he apercibido de mi error. Mamá sabe de mi querencia hacia Portugal y de mi especial afecto por Cascáis. El texto del telegrama, áspero y directo: «S.S. Papa informado tu proceder. Te encontraré cualquier lugar mundo. Pareces tonto. Rectifico. No pareces tonto. Eres tonto. Vuelve inmediatamente. Mamá».

He leído a Tomás el telegrama y se ha quedado de piedra.

—Señor marqués, ha llegado el momento de demostrar quién es el que manda.

De acuerdo con él he contestado por la misma vía: «S.S. El Papa ajeno tus maniobras. Has hecho ridículo gordo en Vaticano. Tonta tú. Absolutamente tonta tú. O pides perdón o te mando residencia ancianos Jerez. No vuelvo porque no da real gana. Volveré cuando dé real gana. Y tú, chitón. Cristián».

Tomás se ha encargado del envío. La situación en casa no puede empeorar. Aturdido por la confusión y la brutal levadura del ancla —metáfora lograda por cuanto el ancla es el cariño que unía mi nave al amor de mi madre-, me he dejado caer por el bar. Un whisky con hielo y agua. Otro whisky con hielo y agua. Un tercero. A punto de solicitar el cuarto a tres patas, una voz femenina.

—Está usted tomando mucho.

Mirada hacia la dirección de la voz y sorpresa mayúscula. La más hermosa mujer jamás nacida de madre. «Muito obrigado», le he dicho, para agradecer su interés.

—No soy portuguesa; soy colombiana y le entiendo perfectamente. Si continúa a este ritmo le va a dar un colicón.

Mujer maravillosa. De unos treinta años, más o menos. Acento de prodigio, maneras nobles, voz aterciopelada.

—¿Qué hace usted aquí? —he conseguido preguntarle.

—Lo mismo que usted, pero sin beber.

—¿Me permite que la acompañe?

—Siempre que no tome más, sea bienvenido.

Tres horas hablando con ella. Le he contado mis penas y ha escuchado mi relato con una sonrisa clara y comprensiva. Según he interpretado, ella nació en Santa Fe de Bogotá, hija y nieta de millonarios, está sola en el mundo, cree en Dios, busca paisajes nuevos y se llama Marga Rosa, aunque sus amigos le dicen «Marsa». Tiene un campo que supera por cinco veces a La Jaralera, y carece de madre.

—Me gustaría verla mañana.

—Espero que no se le pase el gusto con la sobriedad.

—Me llamo Cristian.

—Ya me lo ha dicho cien veces.

—Mi madre es mala.

—Doscientas veces.

—Me encantaría conocerla más.

—Trescientas veces.

—Buenas noches, señora. Ahí está mi mayordomo para llevarme a la cama.

—Que duerma bien su merced.

—Adiós, palmera.

—Hasta mañana, borrachín.

Todavía no sé si todo ha sido un sueño.

Boca do Inferno

Permanezco en Cascais. Amanecida horrible con una resaca como las del Cantábrico.

—Cuatro alkaseltzer, Tomás.

La cabeza inicia la recuperación de su sitio. ¡Oh, Marsa! La conocí ayer, en plena melopea. Hemos quedado para vernos hoy, y me siento confuso. ¡Qué mujer!

—Tomás, ayer conocí a la más hermosa mujer que en el mundo ha nacido.

—Tuve ocasión de comprobarlo cuando acudí al bar a recoger sus restos, señor marqués. En efecto, mi impresión no puede ser más positiva.

—Nos quedaremos en Cascais hasta que pase la tormenta de casa, Tomás. ¿Dónde crees que debo llevar de excursión a la señorita Marsa?

—Sin duda alguna, a la Boca do Inferno, un precioso fenómeno natural de la costa que se encuentra muy cerca de aquí.

—Gracias, Tomás.

Después de llamar a Marsa a su habitación he comprendido que no se trata de un espejismo alcohólico.

—En media horita te espero en el vestíbulo.

Lo justo para bañarse y vestirse adecuadamente para visitar la inquietante Boca do Inferno.

—Tomás, un traje que se compenetre con el lugar.

—En tal caso, señor, tendría que bajar al pueblo para adquirir un buen equipo de hombre-rana.

—En ese caso, la «teba» verde y pantalones grises.

En el vestíbulo, nerviosismo a raudales. Un pitillo. Me sabe mal, a noche pasada, a copa de más. Una mano sobre el hombro derecho. Ella. Marsa Restrepo Olivares.

—Tiene usted muy mala cara, señor borrachín. ¿Adónde me va a llevar?

Mi respuesta, lacónica, a fin de dominar el flujo y reflujo del café que pugnaba por salir.

—A la Boca do Inferno.

Un amable taxista nos ha llevado hasta allí. Nada de nada. Un acantilado, con una gran roca horadada por los embates de las olas, y poco más.

—Menuda excursión birriosa —ha comentado Marsa.

Pero se ha reído, y no sé cómo, ni me lo pregunten, nos hemos agarrado por la cintura.

Comida en el English Bar de Estoril. Paso previo, un par de martinis.

—Usted es un tomón de cuidado —me ha dicho Marsa.

Durante el almuerzo, mucha charlita. Mi vida, mi mundo, la suya y su entorno. Tuteo.

—Quiero que vengas a La Jaralera.

—Si me invitas, voy encantada.

Marisol borrada por una nube. Literalmente borrada.

Ya en el hotel, Tomás esperándome.

—Señor marqués, su madre insiste en recordarle que sus obligaciones le reclaman.

—Que diga lo que quiera, Tomás. Tienes la tarde libre para hacer lo que te apetezca. Yo me voy a echar una siestecita de seis horas, aproximadamente.

—Lo que se llama una cabezadita —ha dicho Marsa, más guapa que nunca.

Hemos subido juntos. Su habitación es la 106, y la mía la 102. Al llegar a mi puerta, he intentado besarla.

—Aquí no, exhibicionista.

Entonces me ha empujado al interior del cuarto, y allí, en la soledad maravillosa de su mundo y el mío, nos hemos abrazado intensamente.

No sé lo que ha sucedido. Han pasado cuatro horas, y he abierto los ojos. A mi lado, en mi cama, dormida y desnuda, está Marsa. Yo también me hallo en porretas. Ahora sí lo recuerdo. Un vendaval, una galopada ardiente, una galerna apasionada y enfurecida. ¿Qué significa Marisol para mí? Quizá la ventana que me enseñó un paisaje desconocido. Pero nada más. Aquí, a mi lado, está mi futuro. Duerme mi futuro. Mi futuro abre los ojos, y se despereza. Mi futuro sonríe.

—Has estado estupendo, mi amor.

Entonces mi futuro y yo nos hemos abrazado de nuevo, y sin aviso ha zumbado el vendaval, y se ha repetido la galopada ardiente, y la galerna apasionada y enfurecida.

—Marsa…

—¿Qué, mi amor?

—¡Marsa!

El atajo

Se me cierran los caminos. Sigo en Portugal, con Tomás y Marsa, mi gran amor encontrado. He sabido más de ella. Tiene en Pereira y Armenia miles de hectáreas de cafetales. Sólo un defecto que me hiere el alma. Es divorciada, y su primer marido murió ametrallado en Medellín. Marsa habla de él con cariño y creo que añora su frenesí. Se llamaba Oscar Rubén Cañizares, y tenía el sobrenombre de «Cocafina». Es absurdo sentir celos de un muerto, pero no supero la angustia de pensarla con otro.

Se me cierran los caminos porque Marisol ha pasado a ser una niebla acogedora, de segundo plano. Lo que son las cosas. Huyo de casa para no enfrentarme a mi madre por el asunto de Marisol, y en dos días cambian las circunstancias. A Mamá, encima, la expulsan por mi culpa del Vaticano, con lo mucho que le gusta aquello y lo que significa. Tengo que llamar a Marisol y dar la cara. Porque me he decidido. Me caso por lo civil con Marsa. Su segundo marido vive en Bogotá y se dedica a la fabricación de vidrio. Se llama Simón Bolívar Gutiérrez y le ha advertido a Marsa que si se casa con otro, por divorciada que esté, se compromete al balaceo. Según me ha contado mi amor, su segundo marido estuvo un tiempo en la cárcel acusado de asesinar a su primera mujer «por no darle
cucu
o
chaca chaca
». Pero yo no puedo renunciar a Marsa, para mí lo es todo. Tengo que reaccionar y dejar de temblar.

—Tomás, ponme con Marisol…

»Marisol, sé que voy a darte un disgusto. Seguirás siendo para mí la mujer de mi vida. Pero me preocupa la diferencia de edad. Creo que nos hemos precipitado. Me voy a casar…»

—¿Quéeeeeeee? —ha gritado por el teléfono.

—Que me voy a casar por lo civil con una mujer algo más madura que tú.

—Si me haces esto, no volverás a saber de mí en la vida. Eres un canalla y un cobarde. Adiós.

Marisol ha colgado. Primera gestión cumplida.

—Tomás, ponme con mi madre…

»…
Mamá, dos noticias. La primera, que he dejado a Marisol.»

—Hijo mío, no sabes la alegría que me das. Has vuelto a ser mi Susú de siempre. Me figuro que la segunda noticia es que vuelves a casa inmediatamente.

—No, Mamá. La segunda noticia es que me caso por lo civil con una mujer maravillosa, Caribe puro, viuda de un primer marido, divorciada de un segundo…

—¿Quéeeeeee? ¿Quéeeeee diceeeees? ¿Divorciadaaaaa? ¿Por lo civiiiiiil?

—Sí, Mamá. Me caso un día de éstos en Lisboa, en el consulado. Prepara la recepción en La Jaralera para mi futura esposa, que será la marquesa de Sotoancho.

—Oye tú. Hasta aquí podríamos llegar. La marquesa de Sotoancho no puede ser una pecadora casada por lo civil. Aquí no entra.

—Ahí entra porque irá conmigo y el dueño soy yo. Quiero una recepción digna. Adiós, Mamá.

Ahora el que ha colgado he sido yo.

—Tomás, arregla lo de mis papeles. Llama al consulado. Me caso con la señorita Marsa.

—¿Y Marisol, señor?

—Arreglado. Lo ha encajado perfectamente.

—¿Y la señora marquesa viuda?

—Está feliz y deseando conocer a mi futura esposa. ¡Ale, ale, Tomás, que el tiempo es oro!

—Marsa, me quiero casar contigo.

—¿Dónde y cuándo, mi tiburón?

(Lo de «mi tiburón» me ha puesto como una moto.)

—Aquí, en Portugal y cuando estén los papeles.

—¿No te atemoriza la reacción de Simón Bolívar?

—Me paso el balaceo de Simón Bolívar por los Knikerbokers que heredé de Papá.

—¿Quieres que arregle mis papeles?

—Lo deseo fervientemente, Marsa. La Historia tiembla de emoción, amor mío. La novena marquesa de Sotoancho lo serás tú.

—No sabes lo feliz que soy, mi tiburón.

—Y yo, mi barracuda.

El atajo. He elegido el sendero angosto y rápido para poner en orden mi vida. Ha entrado Tomás en mi habitación con expresión de dolor.

—Ha llamado la señora marquesa. Me dice que, si se presenta usted en La Jaralera con ésa «cantante de boleros» (así lo ha dicho), ella se irá para siempre a Jerez.

—Pues que vaya haciendo las maletas, Tomás.

Contraataque

Así que iba tan tranquilo por los jardines del hotel Palacio de Estoril cuando un taxi de Lisboa dio un frenazo perforante y se detuvo en seco. Los portugueses son gente de calma y serenidad y no se insultan entre ellos tanto como nosotros. Un frenazo como el que tuvo lugar ante mis narices, en España es prólogo de un inevitable intercambio de puñetazos, pero aquí todo se arregla con una mirada de reproche. El taxista frenón pidió disculpas a los conductores de los automóviles inmediatos y se puso a cobrar la carrera con una tranquilidad pasmosa. Ya me estaba distanciando del lugar de los hechos, cuando la persona que salía del taxi dio un alarido que me paralizó.

—¡Cristián!

Giré sobre mí mismo —con una agilidad que me sorprendió gratamente— y me encontré ante un panorama desolador. La que descendía del taxi era Mamá.

Inmediatamente después de ella, aparecieron don Ignacio y Flora. Mamá no sabe viajar sin séquito. El encuentro resultó de lo más impertinente.

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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