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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (10 page)

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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—Nada, Tomás. Ignoraba que supieras tanto de Medicina. Mañana no desayunaré, porque tengo que salir de viaje y últimamente me mareo con el café. Estaré fuera de casa dos o tres días. Si hay algo urgente, me localizas en el Alfonso XIII. Lo último, Tomás. El muchacho de la novela se niega a ser circuncidado y al final, lo consigue.

—Las novelas y la realidad no siempre coinciden, señor marqués; además en las novelas no actúa su madre.

—Buenas noches, Tomás.

—Que descanse, señor.

—¡Ohhhhhh!

Pachucho

Renuncio a relatarles la intervención quirúrgica de la fimosis. Terrible y dolorosa en grado sumo. Esto no se lo perdono a mi madre, por mucho que la quiera, que ya no sé si la quiero. Madre sólo hay una, pero en mi caso parece que son veinte al unísono. Quemazón grande en el alma y en el cuerpo, muy especialmente en la parte afectada. Lo de hacer pipí, una heroicidad. Y lo peor, la obligación de mantener el tipo, de no sucumbir ante el dolor, de llevar el empaque hasta el último rincón de la resistencia.

Hoy mejor que ayer. Ya hierve menos la meadilla. Polvos de talco y pomada. Me doy bastante asquito, pero no puedo caer en la tentación de llamar a Tomás para que venga y me cure. En Sevilla, por lo demás, bien. En el Alfonso me han dado la
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de toda la vida y me siento como en casa. Mejor que en casa, porque aquí no está Mamá.

No quería revelarlo, pero no tengo más remedio. Uso dodotis, de quita y pon, para almohadillar mis partes e impedir roces lacerantes. Carísimos los dodotis, al menos los de talla grande. Entiendo que nazcan pocos niños, porque con estos precios no hay manera de sacar adelante a una familia numerosa. Llevo gastados un par de paquetes.

No salgo a la calle por temor a que me vean y adviertan en mis andares los titubeos del enfermo recién operado. Lo más que hago es bajar al bar y tomarme alguna copita tonificante. Mamá ha llamado en varias ocasiones, pero no he respondido. Y a Tomás le he dado un ultimátum. Si se entera Marisol de mi operación, adoptaré las medidas oportunas, que sinceramente, nunca he sabido cuáles son.

El doctor Prieto me ha citado mañana para hacerme una última cura y darme de alta. Si así ocurre, volveré al hotel. Quiero que Mamá sufra con su maldad y me pida de rodillas que olvide el agravio. Manejar la situación para que un hijo de sesenta y dos años sea intervenido de fimosis es una perversidad que no cabe en la enciclopedia más diabólica. Huyy, otra vez el pipí.

Quema como hierro candente, como lava ardiente, como cerillo en el pitirrinchi. Me gusta la palabra «pitirrinchi». Es más expresiva que pirulí, pitilín, pirulo o pitorro. ¡Ay, ay, ay! Ya está.

Un golpe en la puerta. Es el botones que me trae un recado. «Que se ponga inmediatamente en contacto con Tomás, su mayordomo.» Comunica. Siempre pasa lo mismo. Cuando hay que hacer una llamada urgente, alguien está hablando. Por fin, Tomás al otro lado del teléfono.

—Señor marqués, perdone que interrumpa su estancia en Sevilla. Se trata de la señorita Marisol. Al no tener noticias suyas, ha decidido marcharse de casa. Lucas está desesperado. No le he proporcionado su dirección, pero mucho me temo que intuya su paradero. Quería avisarle.

—Gracias, Tomás. ¿Mi madre ha preguntado por mí?

—No, señor marqués.

—Gracias, Tomás.

En efecto, a los dos minutos, llamada del conserje.

—La señorita Marisol Montejo pregunta por el marqués de Sotoancho.

A toda prisa me he incorporado. Dodotis. Pomadita. Polvos de talco. Los pantalones -¡ay, uy!-, la corbata… A toda prisa. Marisol, mi amor. Ahí está, dando vueltas y más vueltas. El beso, frío.

—¿Me puedes decir qué haces aquí en Sevilla, por qué te has largado y no me lo has advertido?

—Te lo cuento, Marisol. Ha sido una prueba de amor. Deja que te explique. Mira. Mamá…

Cuando he terminado la narración, Marisol me miraba con los ojos enrojecidos, a punto de cauce.

—Lo he hecho por ti.

Y me ha abrazado, comido a besos, llorando de amor y rabia. Mi amor, mi vida ¡ay, uy, ay! y he vuelto a mojar los dodotis.

La berrea

Ya estoy en casa, repuesto del todo. A Mamá y a don Ignacio, ni saludarlos. Me dice Lucas que en La Manchona, y en concreto en los alcores de Monteviejo, andan los venados de amores y trifulcas, en plena berrea. Años ha que no tiro a un venado en trance de macho, y he dispuesto que Lucas me acompañe. También vendrá Tomás, por si acaso.

La Manchona es la sierra entera. Dentro de ella hay lugares y dominios opuestos y enfrentados. Los jóvenes machos se dan lo suyo para conquistar a las ciervas, pero su futuro de gozo no es inmediato. Cuando han conseguido vencer y se creen amos y señores de su territorio, llega el gran venado y se queda con todas las hembras. Me ha informado Lucas de que en los alcores de Monteviejo se ha visto al más poderoso ciervo de La Manchona, con más de veinte puntas en sus cuernas.

El rifle, a punto. Un Holland amp; Holland que compró Papá en Londres durante una de sus visitas. Cuando Mamá me ha visto enredado en estos menesteres de la caza, ha querido hacerse la amable para reconciliarse conmigo. Pero soy un frontón.

—Mucha suerte, hijo, y ten cuidado con el rifle.

La he mirado con distancia y no me ha salido ninguna respuesta. También don Ignacio ha intentado el acercamiento anímico.

—Suerte y tino, Cristian.

Con el capellán he sido menos amable.

—Póngame el culo para probar mi puntería, don Ignacio.

Mano de santo. Ha desaparecido en un santiamén mientras Mamá me dirigía una mirada de furia contenida.

Desde la casa hasta La Manchona, hay un buen trecho en carril. Se supera la Dehesa, se cruza el Guadalmecín y ya olvidado el sotillo el terreno se empina. A la izquierda, el sendero que sube hasta las Barrancas, donde Mamá estuvo a punto de morir despeñada, según Tomás, empujada por el cura. A la derecha, el camino hacia los alcores de Monteviejo.

El grito de amor. La advertencia a los intrusos. Un alarido de poder omnímodo ha cubierto todos los rincones de Monteviejo. El gran macho reta a quienes osen arrebatarle el placer de sus hembras. He sentido un escalofrío de angustia. Lucas me ha recomendado que adopte una postura de apache en misión de vigilancia. Me ha costado adaptarme al suelo. A dos palmos de mi nariz, una lagartija. Tomás, detrás de mí, con el termo de Fino Quinta preparado.

Ahí está. Es inmenso. Cuento y no paro las puntas de las cuernas. ¿Quizá veintidós? Nunca habitó en La Jaralera un venado de esta categoría. Debe de ser el que tenía preparado Mamá para Franco cuando ignoraba que el caudillo ya había fallecido.

—Ahora, señor marqués —me ha recomendado Lucas.

Pero no. Prefiero tenerlo vivo que muerto. Da pena matar a un animal tan poderoso. Y más aún, en momentos de fuegos internos y pasiones arrebatadoras. El fino sí; una copita nunca viene mal. Tomás ha vertido un poco del precioso líquido en el tapón de plata, que hace de vaso. Un calorcillo de vendimia y mar ha puesto a tono mi cuerpo dolorido. Agujetas seguras, con esta postura que me ha impuesto Lucas.

Lo hemos estado contemplando durante horas, y ya cansados del espectáculo, hemos recogido todo para volver a casa. Al venado, mi deseo de libertad y vida.

De vuelta, hemos dejado a Lucas en su casa. Marisol no ha aparecido. Ya en el patio que da al garaje, mientras Tomás bajaba del coche todos los bártulos, he visto a Mamá en la terraza. Ni una palabra. Que se aguante. Allá ella.

—Gracias por acompañarme, Tomás.

—De nada, señor marqués. A propósito, y sin ánimo de molestarle. Si se casa usted con Marisol, dentro de unos años, señor marqués, los va a tener usted más grandes que el macho de Monteviejo.

Y en esa situación de ánimo me he dejado caer en mi cuarto para berrear mi soledad.

El intruso

Paquita
la Atunera
se ha puesto de parto. Ya saben a quién me refiero. A la esposa legítima del tío Juan José, que a sus noventa y dos años nos ha dado este disgusto. Si el niño nace, adiós al Acebuchal y la herencia del tío. No me cabe en la cabeza que un hombre a esa edad se crea que es el padre de la criatura, aunque tengo entendido que con la dichosa pastillita azul tío Juan José no ha dejado de galopar durante varios meses. De cualquier forma, aquí creemos todos que Paquita le ha dado caballa por atún, y que sólo busca la fortuna del viejo verde.

—La señorita Atunera ha dado a luz un precioso niño, que ha pesado cuatro kilogramos, señor marqués. Tanto la madre como el recién nacido se encuentran perfectamente. Creo, señor, que debería enviar unas flores a la clínica y felicitar a su tío, don Juan José.

—Tomás, ese niño es mi perdición. Es un intruso que se va a quedar con lo que me corresponde. No voy a felicitar a nadie, y menos ál cerdo de mi tío. Y cambia de conversación, que no estoy para niños inoportunos.

Tomás ha sentido en su piel la herida de mi daga florentina.

No puedo comentar con mi madre el terrible suceso, porque seguimos sin hablarnos. Lo de la fimosis le va a costar caro. No obstante, me consta que ya se ha enterado. Vaga por el corredor como una sonámbula, ulula de cuando en cuando y le ha atacado el tic nervioso de la mosca invisible. Espanta moscas de su rostro que no existen y se le está poniendo la cara morada de los bofetones que se pega a sí misma. Lo tiene merecido. Dos golpes más y K.O. técnico.

Le ha hecho tanto daño a Mamá lo del hijo de tío Juan José y Paquita
la Atunera,
que de golpe y porrazo, el niño me ha empezado a caer bien.

—Tomás, avisa a Manolo. Que tenga preparado el coche en diez minutos. Me voy a la clínica a felicitar al tío Juan José y a conocer a mi querido primo bebé.

—Me parece estupendo, señor marqués. Eso es lo que se llama señorío.

Tío Juan José, al verme, ha venido hasta mí y nos hemos dado un fuerte abrazo.

—Pasa a la habitación. Paquita está dando teta al niño, pero no importa.

El espectáculo, de muy difícil superación. Paquita, en efecto, tiene una teta fuera y el niño succiona con un apetito que a mí se me antoja incomprensible.

—Mira, Paquita; ha venido mi sobrino Cristian Sotoancho.

Y Paquita me ha mirado, ha sonreído, y con dulzura de amanecer de almadraba me ha dicho:

—Gracias por venir.

—De nada, tía Paquita —le he contestado, con afecto familiar.

—Espera a que suelte los aires y lo coges en brazos.

—¡No, no, por favor, que se me puede caer!

Pero al minuto tenía al niño en mis brazos, con una carita, un olorcito a caquita y una sonrisita de alivio que bueno, bueno, bueno, lo que me ha gustado.

—Cristian, sé que a tu madre no le va a hacer ni pizca de gracia, pero Paquita y yo queremos que seas el padrino del niño. La madrina será Lolita
la Pulpona,
una pescadora de Barbate que se portó muy bien con Paquita cuando la quiso rajar su anterior novio, Manolo
el Relojes.

—Para mí es un honor, tío Juan José. Seré el padrino encantado.

Y más abrazos, y un beso a Paquita, y una pena muy grande cuando la enfermera se llevó el niño al nido.

—Mamá, no nos hablamos, pero te voy a decir una cosa. Mejor, dos cosas. La primera, que como sigas dándote de leches te vas a quedar en el sitio. No hay moscas, Mamá. Y la segunda, que voy a ser el padrino de mi primo, el niño de tío Juan José.

Lo que vino después no puedo describirlo. Sólo un detalle. Han llamado a una ambulancia.

El liquidámbar

En la zona más fresca de la recoleta de los magnolios, el abuelo plantó un liquidámbar. Un árbol precioso, de rasgos norteños, frondoso y esbelto. De entre los árboles, el liquidámbar es un dandi, un Baudelaire estallante y romántico. En otoño, antes de perder la hoja, el liquidámbar se tinta en sangre, en rojo brillantísimo, y eso hace que Mamá le tenga manía. Cuando nos hablábamos —que seguimos en trance de separación anímica, por la faena de la fimosis y mi acercamiento al tío Juan José—, siempre me decía, llegado el otoño:

—Hijo, a ver cuándo podamos ese árbol comunista.

Bobadas, porque el liquidámbar es sagrado y se ha ganado su sitio año tras año. Me refiero al liquidámbar, porque esta mañana Tomás me ha traído el café con un sofoco facial de liquidámbar en otoño.

—Tomás, estás coloradísimo.

—Creo que exagera el señor marqués.

—El señor marqués no exagera nada. Un poco más colorado y te rompes, Tomás.

—Son cosas del amor, señor marqués. Pensaba decírselo.

Casi se me cae la taza de las manos. ¡Tomás enamorado! Le notaba raro en los últimos tiempos, pero jamás pensé que mi fiel Tomás estuviera capacitado para perder la cabeza así como así.

—Señor, como dice el Julián de
La verbena de la Paloma,
también la gente del pueblo tiene su corazoncito, y lágrimas en los ojos, y celos mal reprimidos. Todo eso me sucede, señor.

—No sigas, Tomás, que me pongo enfermo del alipori.

—Señor, me he declarado a Flora, a quien amo en silencio desde que entró a servir a la señora marquesa viuda, y me ha rechazado. Creí que se había olvidado ya del sinvergüenza del Cigala, el secuestrador.

—¿Y…?

—Del Cigala sí se ha olvidado, pero me ha confesado que ama a Lucas.

—¿A mi futuro suegro, el padre de Marisol?

—Efectivamente, señor marqués. Pero no se preocupe, que no será jamás su suegro. Voy a proceder a matarlo. Prefiero treinta años de cárcel a saber que Flora está en manos de ese ladrón.

—Tomás, no te consiento que llames «ladrón» a mi futuro padre político.

—Un ladrón y un cabrón con pintas, señor marqués.

—Tampoco es para que te pongas así.

—Voy a partirle un hacha en la cabeza. Adiós, señor marqués.

Paralizado. No podía moverme. No me importa que Tomás, en un arranque de celos, le parta un hacha a Lucas en la cabeza. Mejor no tener suegro. Pero ello conllevaría el ingreso en prisión de Tomás, de quien no puedo prescindir. Tenía que impedirlo.

En pijama he salido. Para más señas, un pijama azul celeste con cuello y puños ribeteados en añil. Ha empezado el curso y Marisol está en Sevilla. Lucas, probablemente, se hallará en el Guadalmecín, preparando los puestos para la tirada de patos. Efectivamente, ahí está, tan tranquilo.

—Muy buenos días, señor marqués. ¿Qué hace en pijama?

—Salvarte la vida, Lucas. Tomás viene a por ti. Se ha declarado a Flora y le ha rechazado por tu culpa. Flora te quiere. Tomás está decidido a darte muerte. Lucas, huye. No quiero que Marisol se quede sin padre, ni el Guadalmecín sin guarda. Escóndete en la albariza hasta que el volcán se enfríe. ¡Corre, Lucas!

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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