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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (5 page)

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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El paddle

Mamá siempre sorprendente, inesperada, nada confusa.

—Susú, si queremos que venga José María Aznar a La Jaralera, tenemos que hacer una pista de paddle.

—Es que no queremos, Mamá.

—Tú no, pero yo sí. Ya he hablado con Redondo, el constructor, y mañana empieza. No pongas dificultades, hijo, que los tiempos no están para bromas.

Reconozco mi desconcierto. Hacer un paddle en La Jaralera es tirar el dinero por la borda. Mamá, la última raqueta de tenis que tuvo en sus manos era de la época de Lili Alvarez y Manolo Alonso. Creo que jugó un campeonato social en el Real Club de Tenis de San Sebastián, haciendo pareja con la condesa de Pomar, allá por los años veintinueve o treinta. Jugaron contra una Satrústegui y una Urquijo, y perdieron. «¡Redy!», anunciaba Mamá antes de sacar. «¡Merde!», gritaba la Pomar cuando hacía doble falta. Y así, entre pitos y flautas, fueron derrotadas en la contienda.

Yo no he jugado al tenis en mi vida, y al paddle, menos. Haciendo un somero repaso de la gente que vive en casa, no encuentro a quién pueda disfrutar de ese derroche. Mamá no tiene edad para esas tonterías; don Ignacio, por arribista que sea, nació de una familia demasiado humilde como para aprender a jugar al paddle, y además es diabético, hipertenso, congestivo y colérico. Será muy sacerdote, pero muy capaz es de tirarle la raqueta a la cabeza de Aznar en cualquier momento. Y yo, no tengo la menor intención de dar saltos y carreritas a mis años. ¡Para saltos y carreritas estoy!

Y encima ¿quién nos garantiza que Aznar va a venir a jugar a La Jaralera? En La Moncloa tiene un paddle muy aparente, y no se va a hacer seiscientos kilómetros para darle gusto a Mamá. Además, a mí Aznar me da miedo. Es capaz de nombrarme ministro en cualquier momento sólo para fastidiar y dar la sorpresa, y yo no quiero ser ministro de nada.

Para colmo, Redondo, el constructor, es un estafador que no ha visto una pista de paddle en su vida. La última obra que hizo en La Jaralera fue una piscina para los niños de nuestra gente, y se le olvidó el desagüe. Como para invitar a Aznar a jugar al paddle en casa, que venga Aznar y se encuentre con una pista sin red. Tras meditar los pros y los contras del proyecto, he acudido al salón de los rezos. Ahí está Mamá. Parece un urogallo en estado de alerta.

—Mamá, ya sabes que para mí tus deseos son órdenes, pero tienes que renunciar a tu idea. Un paddle en La Jaralera pega menos que un porche en un iglú.

Le ha divertido mi semejanza porque ha movido la comisura izquierda de la boca. A Mamá le encantan mis salidas ingeniosas.

—Estoy de acuerdo contigo, hijo, pero si no hacemos un paddle, Aznar no va a venir nunca a casa. Y no podemos echarnos atrás, porque ya le he mandado la invitación.

En situaciones como éstas, lo mejor es agarrar al toro por los cuernos. He subido al despacho del cuarto de los libros y he escrito una carta personal a Aznar. Le comunico que a Redondo le ha salido un apañito mejor y nos ha dejado con la pista a medio hacer. Estoy seguro de su comprensión. En el sobre he pegado tres sellos de doscientas pesetas, para que llegue antes.

—Tomás, esta carta tiene que salir pitando para Madrid.

—Yo mismo la llevo a Correos, señor.

Tomás, cuando quiere, es así de estupendo.

Cosas de la gente mayor. Lo de Aznar ha sido una excusa. A Mamá le ha entrado un arrebato de recuerdos, un calentón de la memoria, y ha querido volver a sus tiempos de tenista. Se le pasará el berrinche. Se olvidará de su proyecto y todo seguirá como hasta ahora, la mar de bien, divinamente. Y yo podré seguir al frente de esta casa, que da mucho que hacer, que no se puede abandonar, y que para ser ministro hay decenas de aspirantes.

—¡Redy! ¡Merde! —Eran otros tiempos.

El spray

Tomás, al entrarme el desayuno, me ha saludado con una buena noticia:

—Buenos días, señor. Marisol ha vuelto. Ha aprobado todo y ya está de vacaciones.

He intentado disimular mi alegría, la dulce sorpresa.

—No estoy para esas cosas, Tomás. Me preocupa mucho más el debate en el Parlamento Europeo sobre las subvenciones a la naranja española.

—A usted le importa menos la naranja española que a mí la Semana Grande de Bilbao. No me engañe, señor marqués.

Lo cierto es que tiene razón. Me he bañado en un santiamén, a todita pastilla, y cuando me he topado con Mamá mi saludo no ha sido pausado como es de costumbre.

—Buenos días, Mamá.

—Susú, ¿adónde vas con esa aceleración?

—A ver los naranjos, Mamá. Hoy en Europa se decide su futuro y nuestro dinero.

—Me dejas de una piedra, hijo… pero anda, después me cuentas.

No me ha preguntado por el bulto que se aprecia en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta. Se trata de un
spray
que me ha regalado mi primo Moby, y que según él es tan infalible como milagroso. Lo compró en Ámsterdam, en la Feria del Erotismo. El
spray
se llama «Kiss me» (Bésame), y tiene poderes mágicos. En sus instrucciones se lee que no ha fallado jamás. Es un producto fundamental para los hombres tímidos e inexpertos que no saben cómo iniciar una relación amorosa con una mujer. Aprovechando cualquier distracción de la mujer amada, se aprieta el botón, y el líquido pulverizado que emana de su pitorrín actúa de tal modo sobre la mujer, que ésta, sin previo aviso y con una vehemencia extraordinaria, te besa apasionadamente. Lo tenía reservado para Marisol, y ha llegado el momento de probarlo.

Ahí estaba, donde siempre. A orillas del Guadalmecín, quizá esperándome.

—Hola, niña, ya sé que has aprobado todo.

—Mucho cotilla hay por aquí, señor marqués.

—¿Te quedarás todo el verano en La Jaralera?

—No lo sé. He pedido una beca para hacer un curso en Londres.

—En Londres, en verano, los cursos no sirven para nada —le he dicho para quitarle las ilusiones.

—No puedo perder el tiempo. Tengo que aprovechar mi vida y todas las oportunidades que me vayan surgiendo.

Mal asunto. Si Marisol se quiere marchar a Londres, sus razones tendrá. Está guapísima. El pelo claro, casi rubio, le ha crecido un palmo. Mira mejor que antes, con más profundidad, y creo que me domina. Curioso lo de esta chiquilla. Hija de un guarda y con tanto poder sobre mí. De pronto me ha sonreído.

—Siéntese a mi lado. Sea lo que sea, muchas gracias por todo. Por el Colegio Mayor, por las clases de idiomas, por los profesores particulares. Si suspendiera, no me lo perdonaría por usted.

He intentado decirle algo, pero no me ha salido nada. Mudez absoluta. No tengo remedio. Bueno… y me he acordado del
spray
milagroso.

Mientras Marisol me hablaba, su mano izquierda se había posado de forma naturalísima sobre mi rodilla derecha. He sacado el tubo, y cuando ha mirado hacia el río, pulsado el botón. Mareante aroma a pétalo de rosa.

—¿Qué es eso, señor marqués? —ha preguntado Marisol mientras me arrebataba la prueba del delito.

No he sabido responder. Me muero de vergüenza. Entonces Marisol ha leído las instrucciones y se ha puesto a reír.

—¿Y todo esto para que yo le dé un beso?

Y más risas, y yo más colorado que el alcalde de Marinaleda.

—A usted le han engañado, señor marqués. Para que una mujer bese a un hombre sólo es necesario que quiera hacerlo. Y yo quiero. Mire.

Con una dulzura que no existe, con una naturalidad que no se ha inventado, con una suavidad que Dios no conoce, Marisol me ha besado. Lo ha hecho porque ha querido, y segundos después, sonriente, se ha incorporado, y tras mirarme de nuevo, me ha dado la espalda y se ha marchado campo arriba, hacia su casa. Me tiemblan las piernas, y sobre todo, el alma.

Al llegar a casa me he vuelto a topar con Mamá.

—¿Qué tal los naranjos, Susú?

—En su sitio, Mamá. Y con naranjas. Me importan un bledo las naranjas. A propósito, Mamá. Estás engordando. Se te ha formado una papada horrorosa. No quiero que me llames Susú. Si lo sigues haciendo, yo te llamaré «Chuchurri» delante del servicio. Esto está cambiando, Mamá. Comeré solo en mi despacho. Me aburre tu conversación con don Ignacio. Hasta luego, Mamá. Y acuérdate de lo de «Chuchurri». Y de la papada. Tienes mucha papada. Pareces un pavo. Sí, Mamá, lo siento. Un pavo. Hasta luego, Mamá.

¡Yabadabadú!

El cólico

Mis relaciones con Mamá, algo tensas. No olvida lo de la papada y la comparación con un pavo. Me volví loco y se lo solté. No obstante, me ha perdonado sin excesivo esfuerzo. Me quiere demasiado y ha entendido que lo mío fue una niñería, una travesura a destiempo.

—En efecto, señor marqués, a los sesenta y dos años, las travesuras son muy chocantes.

Tomás, que no deja pasar la ocasión de zaherirme. Pero así como Mamá me ha perdonado, el que no lo ha hecho es don Ignacio, del que reconocí que me aburría su conversación. Está receloso, poco receptivo y muy distante. También se ha apercibido de ello Tomás.

—El capellán está de morros con usted, señor marqués; le ha dolido lo de «cura tostón».

—Ya se le pasará.

La comida, muy desagradable. Mamá casi sin hablar y don Ignacio resoplón y poco comunicativo. Ha sonreído por primera vez cuando Flora ha aparecido con una bandeja repleta de tocinos de cielo.

—¡Tocinitos! —ha gritado el hombre de Dios con indescriptible ilusión. Y se ha tragado seis. Tomás me ha guiñado un ojo, como diciéndome «¡caray con el cura!». Un bandido, este Tomás.

El café, sosísimo. He aprovechado la modorra de Mamá para comerme una uña de las buenas. Una uña con trapío, de las que no abundan. Don Ignacio, a todas éstas, se ha levantado sin previo aviso y ha justificado su intento de ausentarse:

—Con su permiso, voy al excusado.

A Mamá la frase le ha dado muchísimo asco y ha abierto los ojos.

—Vaya a donde tenga que ir, pero no nos lo anuncie. Y tú, hijo, deja de masticar esa uña, que te vas a quedar sin dientes.

Y me la he tenido que tragar.

Ya don Ignacio de vuelta, la conversación se ha animado. Mamá ha leído que van a canonizar a la madre Maravillas, a la que conoció siendo niña. Cuando principiaba el relato de su conocimiento, don Ignacio ha vuelto a incorporarse, con expresión de urgencia.

—Perdón —ha musitado, un segundo antes de desaparecer.

—Para mí, que don Ignacio está de colitis.

Mamá ha fruncido el ceño, con repulsión antigua. Tomás, que retiraba el café, se me ha acercado para susurrarme al oído.

—Cagalera olímpica, señor marqués.

A los diez minutos, don Ignacio de nuevo. Mamá le ha mirado con cierto reparo. Nada más sentarse, ha saltado como un corzo asustado e iniciado una alocada carrera hacia la puerta.

—Perdón, perdón, que se me ha olvidado una cosa.

Mamá se ha atrevido a dar un diagnóstico:

—Los tocinos de cielo.

Hemos llamado al médico, que le ha recetado un astringente para detener el correntio, y arroz blanco bien hervido.

—Eso le pasa a usted por pecar de gula —le ha animado Mamá en el mejor momento-; a la próxima me chivo al obispo.

Don Ignacio, avergonzado y atenazado por los retortijones, no ha sabido responder. Se ha limitado a ulular mientras se incorporaba de la cama y corría hacia el cuarto de baño del corredor, segunda puerta a la izquierda según se llega de la escalera principal. El doctor, optimista.

—Mañana estará mejor. Pero mucho me temo que don Ignacio no va a volver a comer tocinos de cielo en su vida.

Se lo tiene merecido, por heliogábalo, por incontinente, por avaricioso y por gorrón. Hemos abandonado su cuarto a toda prisa, por si las moscas. Mamá, tajante:

—Si no mejora mañana, al hospital. Todo, menos tener en casa a un cura con diarrea.

Por fortuna para don Ignacio, el astringente ha triunfado. Tres días se ha pasado comiendo arroz y jamón de York

—Me está saliendo su colitis por un ojo de la cara, don Ignacio —le ha dicho Mamá a modo de reproche.

El pobre no ha podido responder. Está triste, se apoya en un bastón, tiene mala cara, ha adelgazado y nunca más comerá tocinos de cielo. Se lo tiene merecido, qué caramba.

El novelista

—Tomás, he decidido escribir una novela en la que yo seré el protagonista.

—Será muy interesante, señor marqués. Su vida ha sido muy intensa.

—Y azarosa y difícil, Tomás. Y llena de peligros.

—Eso sobre todo, señor marqués.

—Y muy variada.

—Mucho, muy variada.

—Y si me apuras, ejemplar.

—Ejemplar en todos los sentidos, señor.

—Si tú no me conocieras tanto, ¿leerías mi novela?

—Con avidez, señor marqués. Y si ganara un poco más de lo que gano, después de leerla, la encuadernaría.

—No hace falta que la encuadernes, Tomás.

—Me lo figuraba, señor marqués.

—Voy a saludar a mi madre. Prepárame papel y pluma. Pasearé un poco por el lago y la albariza para renovar vivencias y recuerdos.

—Lo tendrá todo dispuesto, señor. A propósito, creo que sería conveniente y respetuoso que acudiera a saludar a la señora marquesa viuda con la bragueta abrochada.

—¿No ves, Tomás? Todos los novelistas somos unos despistados. El arte nubla las normas.

—Abrocharse la bragueta no es una norma, señor marqués. Si acaso, una saludable, civilizada y estética costumbre.

—Papel y pluma, Tomás.

Mamá algo distante. Don Ignacio todavía no ha sanado de su colitis galopante y permanece en su cuarto bajo la vigilancia de Manolo el chófer. Mamá se lo ordenó de esta guisa:

—Manolo, si el capellán intenta salir de su cuarto con esa asquerosidad de infección que tiene, puede usted hacer uso de la fuerza.

El cura se ha arrugado y ahí está, a régimen de arroz y jamón de York. Pero Mamá sigue dándole vueltas a lo de su papada. La conozco mejor que nadie.

—Mamá, he decidido escribir una novela.

—Nunca has sabido escribir, hijo. Dedícate a otra cosa.

No entran sus palabras en el ámbito de la amabilidad y el maternal aliciente.

—Lamento discrepar contigo, Mamá. Escribo con mucha soltura y tengo magníficas ideas. La novela se titulará
Nunca me gustaron los caballos ni los toros.
Es un título llamativo y comercial.

Mirada de desprecio, resignación de párpados, dedos a las cuentas del rosario y silencio absoluto. Allá ella.

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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