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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (9 page)

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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—Pues esa santa era una guarrita —le ha dicho Mamá a don Ignacio.

Y el pobre capellán, débil por la pena, se ha puesto a llorar. Mamá inamovible en su postura.

—Don Ignacio, déjese de pucheros. Usted no se hablaba con su prima desde hace treinta años. Además yo no he dicho que su prima fuera una guarrita, sino la mártir Genuflexa esa. Una débil. Recuerde el caso de Josefina Vilaseca, por poner un ejemplo reciente. Prefirió la muerte al deseo carnal. Respecto a su prima, tampoco era para tirar cohetes. Se quedó con la herencia de sus abuelos, y si no llega a ser por mí, viviría en la indigencia. Su prima de usted era una ladrona. O sea, que pare de llorar, que ya sabe que el servicio doméstico se caracteriza por dos cosas. Que lloran por todo y que van a la playa por las tardes. Y ahora, vamos a rezar un poco por esa rufiana de Genuflexa, que en estos momentos las está pasando moradas para ser admitida en el Purgatorio.

Mano de santo. Don Ignacio ha dejado de llorar y se ha lanzado a la oración siguiendo el ritmo impuesto por Mamá, que varía mucho según sea el alma por la que ruega. Si se trata del alma de una persona conocida, Mamá reza muy despacio, recreándose en la intención. Con el alma de Genuflexa, ha sido poco generosa. Pocas semanas atrás, cuando lo de John-John Kennedy, se pasó un día completo en oración. «Tenía una facha estupenda», comentaba entre rezo y jaculatoria.

A pesar de todo, don Ignacio ha sido autorizado a desplazarse hasta su pueblo natal —creo recordar que Cardeñosa, en la provincia de Ávila-, para asistir al entierro de Genuflexa. Su intención, de paso, es traerse el arcón con los objetos valiosos de la familia.

—¿Me puede llevar Manolo el chófer, señora? —ha preguntado con la esperanza de una respuesta positiva.

—No, don Ignacio. Si usted pretende arramplar con el arcón y traérselo, es mejor que le lleve Severiano en la camioneta «Dos Caballos».

—Esa camioneta tiene treinta años, señora marquesa.

—Los mismos que usted llevaba sin hablarse con la difunta. Y está de dulce.

No ha podido ser de otra manera. Severiano, el encargado de la vieja camioneta, se ha llevado a don Ignacio a Cardeñosa.

—Pero en tres días, aquí —le ha recordado Mamá cuando ha puesto el motor en marcha.

Tres días no son nada. Al atardecer del tercero, amparados en el frescor dulce de septiembre, don Ignacio y Severiano han llegado a La Jaralera. En la camioneta, el arcón. Un arcón de madera repujado y barroco, espeluznante. Se lo han llevado a su habitación.

—¿Qué tal el entierro, don Ignacio? —le ha preguntado Mamá.

—Precioso, señora. He recordado los días de mi infancia.

Sospechosa la felicidad de don Ignacio. Tomás, siempre bien informado, me ha puesto al día.

—Señor marqués, la difunta Genuflexa ha muerto sin herederos. Y a don Ignacio, después de impuestos, le van a soltar treinta millones de pesetas. Ya me he chivado a la señora marquesa viuda.

Pero a Mamá no le ha importado.

—Siempre es mejor confesarse con un. cura rico que con un capellán pobre.

Y ha cerrado los ojos, regodeándose en la caricia tibia del verano que muere.

El saltillo

Ni un minuto más de espera. Todavía me acuerdo de su beso a orillas del Guadalmecín. He sabido por Tomás que Marisol ha vuelto a La Jaralera después de su viaje de estudios. Necesito verla.

—Tomás, recado de escribir, por favor.

Sólo unas líneas, pero concisas y directas. «Querida Marisol: te espero a las doce del mediodía en el lugar de nuestro beso. Sotoancho.»

—Tomás, llévale este sobre a Marisol, pero que no te vea Lucas.

—Señor marqués, me niego a convertirme en el mamporrero de un infanticida.

—Tomás, la quiero de verdad.

—En ese caso, aunque con recelo, cumpliré su encargo.

He dejado a Mamá con don Ignacio discutiendo acerca del Purgatorio. Mi madre sigue empeñada en no pasar por ahí cuando se muera y tiene apuntados los días de indulgencia que ha ganado a lo largo de su vida con sus oraciones. En total, a 8 de septiembre de 1999, son 687.456.117 días perdonados. Sus cosas, sus obsesiones. Un polo rioja. Pantalones beige y Sebagos de suela de goma. Tengo buen color y me favorece esta combinación. Veinte minutos antes de las doce he llegado al punto exacto de la cita. Corre triste el Guadalmecín. Apenas una hilerita de agua clara. Los álamos aún verdes y triunfantes. A las doce y diez minutos, un chasquido de ramas. Marisol.

Viene de postre de monja. Unos vaqueros ajustados, zapatillas de deporte y una camiseta blanca. No quiero fijarme más para no perder las formas. Me quema una fogarada interior. Más de un paso quiero dar. Si no un salto al vacío, un saltillo de riesgo. El sol del verano me la ha puesto rubia. Nos hemos sonreído, y a un pie una del otro, abrazado. Hierve la fogarada.

—Me ha encantado Florencia, señor marqués. Gracias por el viaje.

—No vuelvas a llamarme señor marqués. Para ti soy Cristian.

—Y también me han gustado los italianos, Cristian.

Una garra invisible se ha instalado en mi estómago. Celos rabiosos que jamás había padecido. Ella, listísima, lo ha notado.

—Pero estaba deseando volver a casa y verte.

La garra se ha soltado, el estómago ha recuperado su armonía y yo he visto abierta la esperanza.

—Marisol, lo tengo decidido. Si tú quieres, yo quiero. Si tú te enfrentas, yo me enfrento. Si tú te atreves, yo me salto todas las barreras, empezando por la social.

Me ha mirado con dulzura. Otro beso, como el de aquel día, pero más largo y hondo. Se ha tumbado. Silencio y más silencio.

—Tu madre puede matarte, Cristian.

—Mi madre no puede hacer nada. Soy yo el que decido, soy yo mi dueño, y mi vida es sólo mía.

El instinto, que no la experiencia, me ha nacido. Mis manos han abierto el dique prohibido, y muy suavemente, sin resistencia de su parte, la han desnudado de medio cuerpo para arriba. ¡Dios mío, qué cosa! Y un abrazo, y los dedos multiplicados por cien, y su cuerpo bajo el mío, y con todo el campo por testigo, una voz, la suya, que se ha dejado ir de su fortaleza para decir «te quiero».

—Nos van a ver —ha dicho Marisol de repente.

Quizá ha huido de ella misma para no comprometerse demasiado. Me ha vuelto a besar, ha guiado mis manos hasta sus pechos, como despidiéndolas para poco tiempo, y muy pausadamente ha alzado los brazos y se ha cubierto con la camiseta. Se ha incorporado, me ha tirado un último beso, y ha desaparecido camino de su casa. Antes, ya alzada, me había respondido.

—Si tú te atreves, yo también, Cristian.

En casa, Tomás esperándome. Seco y desconfiado.

—Su madre, la señora marquesa, ha preguntado por su paradero.

Mamá y don Ignacio, en el salón.

—Cristian, don Ignacio y yo estamos preocupados por tu futuro. Creo que deberíamos intentar de nuevo la búsqueda de una mujer decente y de buena familia, aunque sea difícil.

—Ya la he encontrado, Mamá. Cuando esté en condiciones de hablarte, lo haré.

Y ahí los he dejado, con los ojos como mochuelos y el corazón en la boca. Porque ya la he encontrado. Ahora viene lo peor… y lo mejor. Estos pantalones beige me aprietan demasiado.

El cuaderno

—Tomás, ¿has visto mi cuaderno de poesías?

—Sí, señor marqués. Y las he leído todas. He pasado una noche muy divertida. Se lo devuelvo inmediatamente.

Cólera de zulú. Desde que Marisol y yo dimos el primer pasó me he dedicado a la poesía. Me salen los poemas divinamente y parece que Dios me ayuda a escribirlos. Dicen que a Mozart le pasaba algo parecido cuando componía sus cosillas. Además, en la cubierta de pasta del cuaderno se lee con claridad: «Sotoancho. Poesías a Marisol». Tomás ha abusado de mi confianza. La cólera del zulú ha dejado paso al furor del artista. Ya vuelve Tomás con el cuaderno.

—Tomás, a la próxima te pongo de patitas en la calle.

—Si me pone de patitas en la calle, procederé a publicar sus poemas, señor marqués. He copiado todos.

Tensión y espesura. Tomás carece de sensibilidad y ha insistido en recordarme su desleal delito.

—Me ha gustado mucho el poema
Mientras trinaban las oropéndolas.
Es de premio, señor marqués.

Efectivamente, el poema al que se refiere mi fiel mayordomo es de los mejores del cuaderno. Dice así: «Mientras trinaban las oropéndolas / amada Marisol / yo bebía tus besos lentamente / y me quemaba la espalda por el sol».

—No obstante, señor marqués —persiste Tomás-, necesitan de alguna corrección antes de ser entregadas al ser amado.

O sea, que además de cotilla, impertinente.

—Ignoraba que fueras crítico literario —le he soltado a Tomás con la peor de las intenciones.

—No hace falta serlo para adivinar en sus versos la elemental simpleza del poeta aficionado —me ha respondido con acritud y amargura.

—Estoy seguro de que a Marisol le van a encantar.

—Allá usted, señor marqués.

Tomás se ha marchado y he quedado a solas con mi obra. El primer poema no admite corrección alguna. Se titula
Nenúfar
. «Cuando llego hasta el Puente del Plumbago / y te veo esperando en la otra orilla / eres como un nenúfar sobre el lago / por hermosa, por pálida y sencilla.» En efecto, el poema decimotercero cae en contradicción peligrosa. Se titula
Peonía y
reza de esta guisa: «Eres, mi amor, como una peonía / que crece sola y libre, sin halagos / y carece de la cursilería / de los nenúfares que nacen en los lagos». Así, también reconozco mensajes confusos en los poemas
Tus besos, Tus pechos son de nácares pulidos y Tuyo será el hijo que porte mi corona.
En
Tus besos
escribo: «Cuando me das, amor, tus dulces besos / me alcanza el frenesí de la locura / hasta el rincón más hondo de mis huesos». Bellísima figuración que no se corresponde con la segunda estrofa de
Tus pechos son de nácares pulidos:
«Tus pechos son de nácares pulidos / tus pezones, arándanos traviesos / y cuando yo los siento poseídos / me tiembla el alma, pero no los huesos». Y en
Tuyo será el hijo que porte mi corona
, estrofa trigésimo cuarta, el poeta dice: «Cuando sea bebé nuestro heredero / y duerma en tu regazo, arrebolado / yo le diré orgulloso y altanero: / Sólo por ti a tu madre yo he tocado».

Tiene razón Tomás. Hay que pulir los versos, hacerlos más coherentes, fortalecer su cuerpo común sin herir la belleza de su forma. No hay mal que por bien no venga, y la deslealtad de Tomás me ha abierto las puertas de la rectificación. He leído que Garcilaso de la Vega corregía mucho, y que san Juan de la Cruz, mi inspiración principal, dejaba posar sus poemas meses y meses, y sólo con la frialdad del tiempo pasado, los mandaba a la editorial. Eso sí, antes de enviarlos a la editorial se los dejaba a santa Teresa para su aprobación. Ha entrado Tomás con el café.

—Tomás, tienes razón. Voy a pulir los versos.

—Me alegro, señor marqués.

—Retiro lo de ponerte de patitas en la calle.

—Y yo lo de publicar sus versos sin su permiso.

—Me voy a dar un paseíto por el Guadalmecín. Si no llego a tiempo para la comida, me disculpas ante la señora marquesa viuda. Dile que estoy en el pueblo, arreglando unos asuntillos de papeleo.

Sigue sin llover y el sol cae a plomo. En el lago, cuatro parejas de malvasías argentinas, que he comprado para enriquecer la variedad de mis patos. Vuela un tarro canelo. ¡Qué cansancio el de las garzas! Allí al fondo, el tejadillo de la casa de Lucas. ¿Qué estará haciendo Marisol? Pudiera ser que renunciara a mis versos. Al fin y al cabo, la poesía es mi campo, mi paisaje, mi esperanza…

¡Oh!

Me siento humilladísimo. O mucho me equivoco o Mamá ha puesto su maquinaria de poder en marcha. Paso a describir mi desventura. No había terminado mi café de media mañana cuando Flora se acercó a mi oreja izquierda para hacerme saber que…

—La señora marquesa viuda le reclama con urgencia, señor marqués.

—Cuando acabe con el café, acudo en vuelo rasante, Flora. Ya propósito, no me hable siempre como si fuéramos espías. Me molesta que me soplen en las orejas, Flora.

Tomás se ha unido a mi curiosidad.

—Tanta urgencia me mosquea, señor.

—En fin, Tomás. Cuanto antes sepamos el motivo de la convocatoria, mejor para todos. Me voy a ver a mi madre.

—Mucha suerte, señor. «Ojo, vista y al toro», dicho sea con el mayor de los respetos.

Mamá estaba leyendo. Los ojos chispeantes, el cutis de melocotón temprano. No pasa el tiempo por ella.

—Susú. Como no quieres decirme quién es la mujer que has elegido, no pienso obligarte a ello. Allá tú con tus reservas. Pero como madre tengo la obligación de ir preparándote para recibir el sacramento del matrimonio. Como bien sabes, hijo, el matrimonio es una promesa de amor y lealtad para toda la vida, también el árbol que procura los frutos de la descendencia y asimismo, la única razón que justifica la culminación del acto sexual. Para ello, para llevarlo a cabo con éxito, tanto el cuerpo como el alma han de estar compenetrados y dispuestos. Me consta que tu alma no va a depararnos sorpresas negativas. Pero sí tu cuerpo, que por dejadez y hastío, no se halla en disposición de victoria nupcial. Susú, mañana te hacen la fimosis.

—¿Cóooomo? ¿Quéee? ¿Cuándooo?

—Deja de hacer ecos, hijo. Mañana te practican la fimosis, lo que antes se llamaba la circuncisión. No estás circuncidado, y apenas duele. El doctor Prieto, que es un manitas, te espera a las nueve en punto. No desayunes. Procura hacer pipí esta noche y lleva contigo la estampa de san Arturo de Capadocia, patrón de los bebés.

Ya en mi cuarto, la respiración se ha calmado. Me duelen los ancestros, las raíces, el alma y la dignidad. Una humillación de esta índole no es tolerable. Tengo que enterarme si de verdad es necesaria la intervención. Tomás puede informarme, pero debo sacarle la conversación sin que sospeche nada.

—¿Bien con la señora marquesa, señor?

—Muy bien, Tomás, una bobada administrativa.

—Me alegro, señor.

—Una cosa, Tomás. Estoy leyendo un libro muy interesante en el que se narra la oposición de un muchacho a ser circuncidado. No entiendo por qué.

—Me figuro, señor marqués, que por miedo a las molestias posteriores. Ahora se le llama practicar una fimosis, o sea, liberar las adherencias del prepucio para descubrir el glande. En resumen, señor marqués, poner el pito en condiciones. Duele bastante. ¿Le ocurre algo, señor?

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