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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (26 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—Quieren que vaya a la universidad a declarar —lo interrumpió, indignada, caminando de un lado a otro de la habitación, agitando nerviosa los brazos—. ¡A declarar! Por supuesto todos presenciaron la discusión con Alfonso y, encima, fui la última en salir del departamento. —Se detuvo de golpe y fijó los ojos en los suyos—. Creen que he sido yo.

—Por eso mismo no te conviene que puedan descubrir las imágenes —continuó él, concentrándose plenamente en sus palabras y ella asintió—. Espera a que todo se resuelva. Incluso es posible que pronto aparezca el material robado y todo esto no sea más que una anécdota —improvisó, esforzándose en resultar convincente, aunque no tenía duda alguna de que eso difícilmente ocurriría si el manuscrito estaba en manos de Gabriel—. Y si no es así —siguió diciendo—, cuando se haya aclarado qué ha sucedido, tal vez, puedas desvelar las fotografías y retomar la investigación.

Ángel tenía razón, aquellas fotografías, que podrían salvar el proyecto, en ese momento jugaban en su contra. No tenía dudas de que sospechaban de ella, ni tampoco del motivo por el que lo hacían. Probablemente, comprobarían cualquiera de sus movimientos, registrarían hasta la última de sus pertenencias, y la tarjeta de memoria del teléfono sería interpretada como una evidencia de su culpabilidad, aunque no encontraran más que las imágenes de los objetos desaparecidos. Pensarían que los había escondido o que, directamente, los había introducido en el más que rentable mercado negro de antigüedades. Debía impedir que encontraran las fotografías si pretendía continuar con el proyecto y salvar su reputación profesional.

—Guárdala tú —se escuchó pedirle a Ángel mientras, con movimientos automáticos, le quitaba la carcasa y la batería al teléfono y extraía la tarjeta de memoria—. No sospecharán de ti, apenas podrán relacionarnos…

—¿Tanto confías en mí? —Él la interrumpió con evidente asombro y ella asintió de inmediato—. ¿Por qué?

—No lo sé —confesó, tendiéndole la pequeña pieza de plástico—. Pero lo hago, confío en ti. Y necesito tu ayuda.

Ángel permaneció en silencio y ella creyó ver en su rostro, sereno y hermoso como siempre, el reflejo de un sinfín de emociones encontradas mientras mantenía la vista fija en la tarjeta de memoria que ella seguía ofreciéndole. Él negó con la cabeza, acercándose más a ella, con los ojos verdes fijos, ahora, en los suyos, atrapándolos, y sin aceptar el trozo de plástico que contenía las pruebas gráficas de los hallazgos de la cripta.

—Debes ocultarla tú —dijo él, después de un silencio que le pareció eterno—. No debes confiársela a nadie, ni siquiera mí. Busca un lugar seguro, uno en el que no la pueda encontrar nadie y que sólo conozcas tú, y escóndela hasta que pase el temporal.

—Pero… ¿por qué? —preguntó y se dio cuenta enseguida de que Ángel tenía razón, no podía confiar en nadie, ni en Alfonso, recordó, y comprendió que esa era su única opción—. ¿Dónde?

—No lo sé. —Ángel se sentó en la cama, dejándose caer, y, por un momento, pareció cansado y abatido… Viejo, a pesar de su rostro y su cuerpo, que decían exactamente lo contrario—. Sin duda, el mejor lugar para esconder algo es el último sitio donde quien lo esté buscando crea que lo puede encontrar —habló bajo, casi para él mismo, antes de levantar la cabeza y fijar otra vez en ella su mirada—. En la universidad —sentenció.

Tenía lógica. Difícilmente nadie buscaría unas fotografías ilícitas del material en el mismo lugar en el que hubieran sido tomadas. Y, de pronto, supo exactamente dónde ocultar la tarjeta de memoria.

—Debo irme —dijo, repentinamente animada por la idea, montando de nuevo las piezas del teléfono y escondiendo la tarjeta de memoria en un bolsillo—. Tengo que esconder esto y supongo que antes tendría que ir a mi habitación a cambiarme, en especial si me espera un día de conversaciones con la policía, con Alfonso, quizás también con el rector o el vicerrector… —suspiró, agobiada sólo de pensar en ello.

—Te veré esta tarde. —Ángel se levantó de la cama y caminó hacia ella, mostrando esa media sonrisa que podía hacer que ella perdiera el sentido.

De pronto, al verlo de pie, ante ella, sonriendo, fue consciente de la sensación que se había instalado en su estómago desde que lo había encontrado junto a la cama al despertarse, y a la que apenas había prestado atención. Había estado tan pendiente primero de explicarle la locura que había cometido el día anterior, y que ahora pensaba que había sido la mejor decisión de su vida, y, después, de la noticia del robo, que no había sido consciente de todos aquellos sentimientos que bullían en su interior y que, en aquel momento, parecían inundarla, anulando todo lo demás. Sintió la necesidad de rodearlo con sus brazos y acariciar de nuevo sus labios con los suyos, aunque, a la vez y con la misma intensidad, la duda se apoderó de ella, y se quedó quieta, mirándolo. Ángel pareció leer la intención en su rostro, porque, de inmediato, su sonrisa se amplió, con picardía, al tiempo que daba un paso hacia ella y la rodeaba con sus brazos.

—Si tardas mucho en llegar pensarán que te has fugado a Tombuctú con las piezas robadas —susurró, burlón, antes de besarla con más ternura de la que ella creía posible.

—En todo caso me decantaría por Asia y no por África como destino de una eventual huída precipitada —contestó, satisfecha, cuando él liberó sus labios y clavó en ella su intensa mirada.

—¿Pekín? ¿Tokio? ¿Bombay, quizás? —Ángel siguió el juego, antes de volver a impedir que respondiera atrapando de nuevo sus labios.

Deseó protestar, liberarse, negar con la cabeza, pero todas sus intenciones desaparecieron al instante cuando la ternura anterior se convirtió en una pasión casi violenta, y se dejó llevar, prácticamente sin sentido, disfrutando de todas y cada una de las emociones intensificadas con aquel beso y el abrazo firme de Ángel alrededor de su cuerpo.

—Dacca —afirmó rotundamente cuando él se separó de ella, y saboreó su tardía victoria en aquel juego que le resultaba extremadamente divertido.

—¿Bangladesh? —El asombro y la diversión se mezclaron en igual medida en la voz de Ángel—. Nunca dejarás de sorprenderme —añadió, complacido, antes de que su expresión se volviera de nuevo seria y la acercara otra vez a su cuerpo, fijando en ella su mirada, llena de emociones que no sabía interpretar, y su voz se transformara en un profundo susurro—. Nada me gustaría más que te quedaras. Pero tienes que irte antes de que toda una universidad, la policía y, seguramente también, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana piense que te has fugado, contra todo pronóstico, a Dacca, Bangladesh.

Rió, divertida y consciente de que aunque tampoco ella tenía las más mínimas ganas de salir de la habitación, debía marcharse antes de que la situación empeorara.

—Hasta esta tarde —se despidió, sin poder disimular una sonrisa de satisfacción.

Ángel no respondió, simplemente permaneció de pie, impasible, con la vista fija en ella, y con aquella expresión entre la arrogancia y la irreverencia que cada vez le resultaba más familiar.

Observó cómo Luz cerraba tras ella la puerta de la habitación y toda la ira que se había esforzado en contener hasta aquel momento se desbocó, inundándolo por completo. Sabía que debía arreglar el asunto de los permisos si quería que Luz pudiera seguir con la maldita investigación, pero era incapaz de pensar en nada que no fuera romper el cuello de Gabriel con sus propias manos. Si ella había recuperado el manuscrito debía arrebatárselo antes de que tuviera oportunidad de plantar sobre su espíritu maldito un nuevo sello. No sabía el tiempo que había transcurrido desde que los humanos habían robado el legajo, pero estaba claro que aún no se lo habían entregado, porque ella no perdería ni un segundo antes de añadir una nueva condena a su ya de por sí condenado espíritu.

Sintió la proximidad de Asmodeo y de inmediato pensó que tal vez él pudiera hacerse cargo del asunto del permiso de Luz para bajar a los túneles, mientras él se ocupaba personalmente del maldito cuello de Gabriel. Salió a la calle y encontró al ángel caído frente a la puerta del hotel, recostado contra una pared. Caminó hacia él y sintió una oleada de ira del arrogante príncipe.

—Son los arcángeles —explicó el diablo, con la voz llena de rabia, cuando él llegó a su lado— han restaurado el viejo acuerdo con los humanos, aunque la verdad es que no sabemos qué efecto pueda tener. Los tiempos han cambiado, y las lealtades también.

Ángel asintió en silencio, furioso por no haberse percatado antes de que Gabriel había involucrado a los humanos, y comenzó a caminar junto al diablo, que lo siguió de inmediato. Aunque tal vez Asmodeo tenía razón y ese era el motivo por el que Gabriel aún no tenía el manuscrito. Como había dicho el diablo, las lealtades habían cambiado mucho más de lo que cualquier ser sagrado estaba dispuesto a creer, y la mayoría de humanos en los últimos años no conocían más ley que la suya propia y su única devoción era, igualmente, su propio interés. Quizás aún había alguna posibilidad de que Gabriel no se saliera con la suya.

—¿Qué habéis averiguado? —preguntó, a pesar de estar convencido de conocer la respuesta.

—Poca cosa, en realidad. Quieren detener la investigación sobre tu manuscrito.

Sonrió, arrogante, seguro de que no lo lograrían mientras Luz estuviera involucrada en el proyecto. La conocía lo suficiente para saber que ella no dejaría que un asunto como ese quedara sin resolver, su curiosidad era demasiado grande y, si de él dependía, tendría todas las facilidades posibles para conseguir llegar al fondo de la investigación.

—Yo me ocuparé de Gabriel. —Se detuvo y fijó su mirada en el ángel caído—. Mientras tanto quiero que te ocupes de un asunto con la Iglesia —dijo, y Asmodeo lo miró con curiosidad—. Luz solicitó el acceso a los viejos túneles de la ciudad, quiero que lo consiga cuanto antes.

—Eso es fácil —respondió el diablo, sin ocultar la repugnancia que se reflejaba en su mirada.

—¡Pues hazlo ya! —gritó, al reconocer de inmediato el motivo de aquella antigua repulsión, que encendió de nuevo la ira en su interior.

—¡Rafael! —llamó, mientras Asmodeo se alejaba rápidamente, sin decir palabra.

Ángel se quedó a solas, tratando de frenar de nuevo un poder que en aquel momento le parecía incontenible mientras esperaba a Rafael que, por una vez, parecía no estar escuchando lo que no debía. Encendió un cigarrillo y echó a andar mientras absorbía el humo con furia, como si realmente fuera capaz de calmarlo, como si algo en todo el universo pudiera calmar la furia que ardía en su espíritu.

—¿Qué ha hecho Gabriel? —dijo entre dientes cuando vio a Rafael caminando hacia él.

—Ese es el menor de tus problemas —respondió el arcángel y Ángel fijó en él sus ojos sin esconder la ira desatada que reflejaban—. Ha sido Uriel quién se lo ha pedido. Ella quiere, digamos, devolverte el golpe…

—Se llama venganza… —rectificó con rabia al ser sagrado que caminaba ahora junto a él.

—Es un ángel, Heylel, no quiere vengarse.

—¿Ah, no? —replicó, mirándolo con burla—. Pues vigila que no le salgan cuernos y rabo.

El arcángel suspiró.

—Cómo te he dicho, ese es el menor de tus problemas —dijo Rafael y Ángel sonrió con malicia adivinando sus palabras—. Los humanos, por decirlo de algún modo, van por libre…

—¿Y qué esperabais, que se arrodillaran ante vosotros sin más? —gruñó, al tiempo que aceleraba el paso y sentía crecer su ira, alimentando su propio poder—. Os habéis equivocado de época.

—¿A dónde vamos? —preguntó Rafael, pero él no le contestó—. Tú me has llamado…

—A buscar a Gabriel.

Capítulo VIII

L
UZ se encontró con Alfonso en el Departamento de Historia, donde una decena de policías uniformados estaban recogiendo una serie de artilugios y colocándolos dentro de lo que le parecieron maletas de herramientas. Un hombre al que no reconoció estaba sentado junto a Alfonso, ojeando una libreta.

—Te estábamos esperando —dijo Alfonso, con seriedad, mientras los policías uniformados, que parecía que ya habían terminado su trabajo, se marchaban hablando distraídamente entre ellos—. Él es el inspector Sánchez, quiere hacerte algunas preguntas. Inspector —llamó, girándose hacia el hombre, que seguía enfrascado en su lectura—. Ella es Luz Martín.

El inspector asintió con la cabeza, sin dignarse ni a dirigirle la mirada.

—Os dejo solos, estaré en el Departamento de Antropología, si me necesitáis.

Alfonso salió del departamento, después de dedicarle a Luz una mirada de reproche. Era evidente no sólo que todos consideraban que era la principal sospechosa, sino también que Alfonso ya la había sentenciado, sin necesidad siquiera de juicio. No podía creer esa reacción de quien durante años había considerado un auténtico amigo.

—Tome asiento, por favor —indicó el tal Sánchez, que, por su aspecto, tenía pinta de cualquier cosa menos de inspector, con la vista clavada aún en aquella ridícula libreta—. Ajá —dijo, dignándose al fin a mirarla a la cara—. Licenciada en historia y antropología y doctorada en… ¿historia religiosa?

—De las religiones —corrigió ella—. Seguramente hubiéramos terminado antes si me lo hubiera preguntado directamente.

—¿Es correcto? —El inspector se levantó y dio una serie de golpecitos con el bolígrafo en su libreta.

—Correcto, aunque parcial.

—¿Parcial? —preguntó, mirándola de abajo a arriba, analizándola, y ella asintió.

—Faltan las especializaciones.

—No tiene usted aspecto de… —dudó durante unos instantes, buscando una palabra que le pareciera adecuada— académica —dijo finalmente.

—Ni usted de inspector.

Y, definitivamente, no lo tenía, pensó Luz, viéndolo allí de pie, frente a ella. Era alto y extremadamente delgado, y aunque no debía tener más de treinta y cinco años, aparentaba mucha más edad. El pelo, despeinado y grasiento, y las ropas demasiado holgadas, no hacían más que empeorar el conjunto.

—¿Por qué vino a Salamanca? —preguntó el hombrecillo, buscando de nuevo entre las notas de su cuaderno.

—Porque Alfonso Vázquez me lo pidió.

El inspector asintió mientras golpeaba de nuevo sobre la libreta con el bolígrafo.

—Pero usted tenía un trabajo en… —pasó una página del cuaderno—. ¿Gerona? —preguntó.

—Y lo sigo teniendo, o eso espero.

—¿Entonces, por qué vino? —preguntó de nuevo y la miró fijamente, como si con ese gesto pudiera obtener una respuesta distinta a la anterior.

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