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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (30 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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Disfrutó de aquella sensación y un nuevo fuego, aún más intenso que el anterior, se desató en su interior, dominándolo y tomando por él el control. Y, en un instante, se sorprendió sintiendo a Luz como nunca antes la había sentido. Su alma estaba unida a su espíritu más de lo que jamás lo hubiera estado, estaban entrelazados, mezclados como una sola esencia. Quiso disfrutar de la sensación, abrazar el alma de Luz aún con más intensidad, pero de inmediato entendió que no era su espíritu el que contenía su alma, sino que, en aquel momento, era él quién estaba en su interior. Dejó que su ser se entremezclara con el de ella y se asombró al sentir intensificado el tacto de Luz y comprender que también sus cuerpos se habían unido. Abrió los ojos, instintivamente, y se encontró con los de Luz, que lo miraba como nunca antes lo había hecho, atrapándolo en el fuego que ardía en su interior. Un nuevo sentimiento lo inundó y creyó que podría desaparecer en su intensidad. Se dejó llevar y disfrutó de aquella sensación, desconocida y placentera, asombrándose con sus matices, de una increíble belleza. El tiempo se detuvo para él, hasta que una nueva certeza lo inundó y comprendió que era amor lo que estaba sintiendo. Su propio amor por la mujer que lo acogía en su cuerpo y el amor de ella por él, fundiéndose y entrelazándose, arrastrando su espíritu a un lugar desconocido, del que no quería regresar. Todos los sentimientos de sus espíritus anudados se intensificaron, mezclándose con las sensaciones de su cuerpo, estallando finalmente en una explosión que lo sumergió, apartando de él todas las tinieblas, toda la pena, la nostalgia, la ira y el dolor, y se descubrió a sí mismo, por un instante, de nuevo lleno de la antigua Gracia.

Luz no podía apartar la mirada de Ángel que, jadeante, la miraba fijamente mientras aún estaba en su interior. Estaba inmóvil, respirando con agitación por el reciente placer, y pensó que podría perderse en sus ojos, que reflejaban mil matices indescriptibles. Su propia respiración seguía alterada y aún no podía creer las sensaciones que él había provocado en su cuerpo, del que parecía conocer cada rincón, cada secreto. Le sonrió, extasiada aún por el cercano recuerdo de aquellas nuevas sensaciones, pero él no respondió a su sonrisa. En cambio, sus ojos parecieron llenarse de comprensión en aquel instante y retomó con fiereza el movimiento entre sus piernas, que apenas unos segundos antes había detenido. Ella no pudo más que dejarse envolver de nuevo por las sensaciones que explotaban en su interior con cada una de sus embestidas, mientras él mantenía sus ojos fijos en los de ella. Ángel la besó, con dulzura y desesperación, como si su boca fuera lo único que lo mantuviera con vida, mientras la acariciaba, sin dejar de moverse, con violenta pasión, llevándola de nuevo a un orgasmo que empequeñecía todo el placer anterior. Un grito escapó de su garganta cuando el placer explotó y sintió como Ángel contenía al mismo tiempo un gemido, apretando los labios contra su cuello. Él relajó su cuerpo con suaves caricias, manteniendo su erección en su interior, y Luz quiso proporcionarle el mismo placer que ella había sentido. Se incorporó y, abrazándolo, lo guió para que se girara, tumbándolo sobre su espalda, mientras seguía el movimiento de su cuerpo, manteniendo su unión. Sonrió al ver el deseo y el asombro reflejados en igual medida en aquel rostro, que le pareció aún más hermoso, y lo besó a la vez que comenzaba a moverse sobre él, despacio primero, y con fiereza después, sintiendo cómo él se estremecía bajo la presa de sus piernas antes de acompañar sus movimientos casi con desesperación. Disfrutó observando en su rostro el placer multiplicándose con cada uno de sus movimientos y acarició aquel cuerpo, que podría haber hecho avergonzar a cualquier antiguo dios griego, hasta que sintió que ambos ascendían directamente al cielo cuando explotaron a la vez en un orgasmo mayor aún que los anteriores. Se dejó caer sobre él, moviéndose aún suavemente, aliviando mutuamente sus cuerpos, y no pudo evitar besar su clavícula, ascender por su cuello y recorrer suavemente su mandíbula para acabar alabando su boca con sus labios.

Ambos permanecieron inmóviles, con sus cuerpos entrelazados, en silencio, acariciándose. Jamás había sentido nada como lo que Ángel le hacía sentir y nunca había conocido un placer como el que él le había dado. Se descubrió sintiendo miedo por aquellos sentimientos, pero no quiso permitirse pensar en ellos, sino disfrutar de todas las sensaciones que aún bullían en su interior. Deslizó con suavidad una mano por su torso y siguió con la mirada su movimiento, hasta que, finalmente, toda su angustia desapareció cuando levantó el rostro y se encontró con los ojos de Ángel, fijos en ella, llenos de una nueva luz, y creyó poder distinguir todos los colores del arco iris reflejados en su interior.

Capítulo IX

Á
NGEL era incapaz de apartar la mirada de Luz, que se había quedado dormida entre sus brazos, recostada sobre su pecho. No comprendía lo que aquella mujer había provocado en su espíritu por mucho que se esforzara en tratar de entender esas nuevas emociones, que lo llenaban completamente y hacían que su ser maldito se estremeciera, rompiendo todas las cadenas a su alrededor. Todas las tinieblas que atormentaban su ser se habían disuelto estando dentro de ella, y, por un instante, incluso habían llegado a desaparecer cuando se había derramado en su interior, elevándose hasta el punto de creer que podía recuperar su naturaleza sagrada. Cada milímetro de su cuerpo aún palpitaba con la reciente sensación y su espíritu, de nuevo sometido, aún se sobrecogía por la luz que, durante un instante, lo había inundado, curándolo y liberándolo del peso de su condena, permitiéndole sentir algo que sólo podía comparar con la sensación de haber recuperado la Gracia que le había sido negada. Aunque, pensó, ni la antigua Gracia podía compararse con lo que había sentido, y en aquel instante supo que no cambiaría un solo segundo de aquello que Luz le hacía sentir, de lo que sentía por ella, ni por toda una eternidad en el Paraíso.

Luz se removió entre sus brazos y vio como sus labios se curvaban en una leve sonrisa, invitándolo a asomarse a su mente. No pudo resistir la tentación de perderse de nuevo en su alma y sintió que todo su ser se expandía cuando comprobó que estaba soñando con él. Quiso penetrar aún más en el alma de aquella mujer, un alma que ya conocía como su propio espíritu, que sentía tan familiar y de una manera tan placentera junto a él, que apenas llegaba a comprenderlo. Se sumergió en ella, recordó todo el dolor que una vez la había atormentado, y, en silencio, le prometió que jamás permitiría que volviera a sufrir, justo antes de comprender que él era, precisamente, quién un mayor sufrimiento podía llegar a provocarle. Se maldijo por ser lo que era, porque, de entre todos los seres, fuera él quien se hubiera acercado a ella, porque, de entre todas las criaturas, ella hubiera abierto su corazón a la más maldita. Debería alejarse de ella, dejarla ser feliz, no condenarla a sufrir con él una existencia demasiado dolorosa. Pero no podía. Maldijo su egoísmo con todas sus fuerzas y, a la vez, se dio cuenta de que había algo más, algo que lo ataba a ella, que lo mantendría ligado a su alma aunque él hubiera sido capaz de alejarse. Debería de haberse dado cuenta antes, la primera vez que la vio, la primera vez que el sello de Gabriel los mandó juntos al abismo. ¿Cómo había sido posible que el efecto del poder del arcángel la afectara también a ella? Con una caricia retiró el cabello de Luz, descubriendo el tatuaje de su espalda, y una oleada de ira lo invadió cuando comprendió que su soberbia le había impedido entender lo que aquel maldito dibujo maorí implicaba.

Conocía aquel símbolo, igual que conocía todos y cada uno de los ritos, sortilegios, oraciones y demás tonterías que los humanos habían probado a lo largo de la historia para protegerse de él y de los suyos, en el mejor de los casos, y para tratar de contactar e influir en algo que eran incapaces de controlar ni comprender, en el peor de ellos. Pocos eran los que realmente tenían algún efecto, y, en su mayoría, él mismo se lo había otorgado, o alguno de los suyos, o bien Gabriel, en uno de sus alardes de generosidad comunicativa. Pero él no le había dado ningún poder a aquel o cualquier otro símbolo maorí, y sabía perfectamente que detrás de aquello no estaba tampoco el poder de ninguno de los diablos, ni siquiera de los arcángeles. Aquel símbolo tatuado era una simple protección, sin efecto alguno, pero tatuada en su carne con la mejor de las intenciones.

Los recuerdos de Luz del día en el que un chamán maorí cortó su piel para teñir la carne con pigmento y dibujar la bella forma que decoraba su piel eran claros, y él contempló la escena en su mente una vez más. «Eres la luz que atrapará a las tinieblas», le había dicho el sacerdote cuando la invitó a participar en el antiguo ritual. Ella no dudó ni un solo segundo en aceptar, a pesar del dolor que sabía que conllevaba el rito de paso al que se iba a someter. No había fe en su interior, y tampoco le otorgaba crédito alguno a aquellos rituales arcaicos que se empeñaba en estudiar, analizar y desmenuzar para encontrar en ellos un sentido lógico y racional del que en realidad carecían. En cambio, su curiosidad, el ansia de saber y comprender, eran en ella mayores de lo que nadie pudiera imaginar, y para saciarlas hubiera estado dispuesta a participar en infinitos ritos y ceremonias, sin ser consciente de que, en realidad, nunca podría alcanzar las respuestas que buscaba, al menos no mientras rechazara albergar en su interior cualquier tipo de fe. Cuando, después de tres días de ayuno y varios rituales de purificación, Luz se tumbó desnuda sobre un altar rústico y bellamente decorado, dispuesta a dejar que su carne fuera cortada con herramientas afiladas y sin esterilizar, sólo para cumplir con todos los pasos de aquella ceremonia, algo en su interior había cambiado. La mujer que se levantó de aquel altar, con la piel de la espalda ensangrentada y recubierta de una mezcla espesa y oscura cubriendo sus heridas, no era la misma que se había tumbado dispuesta únicamente a vivir una nueva experiencia para comprender un poco más, para saber más de aquellas gentes que la habían acogido. Ella nunca se había permitido reconocer que el cambio se hubiera producido en su interior, pero, en lo más profundo de su ser, sabía que así había sido.

Ese símbolo maorí, sin ningún efecto ni poder real, había provocado una transformación en su interior, había despertado algo en ella que siempre había estado allí. Sin saber cómo había sido posible, el sacerdote maorí había acertado al escoger a aquella extranjera de entre todas las personas a las que podía marcar con aquel símbolo tan sagrado como prohibido, con aquella vana protección. Porque ella, en efecto, había atraído, y atrapado hasta unirlo a su propia alma, al espíritu más oscuro que jamás hubiera caminado sobre la tierra. Ella había acogido en el interior de su cuerpo y de su espíritu a la mismísima encarnación de las tinieblas de las que aquel símbolo, supuestamente, debía protegerla. Pero qué demonios era lo que había despertado aquel ritual en su alma. Qué había en aquella mujer que él no era capaz de comprender.

La presencia de Belial en la habitación rompió el hilo de los pensamientos de Ángel, que acarició la suave piel de Luz, antes de besarla suavemente, y sumirla en un sueño más profundo, del que no despertaría hasta el amanecer. Lo último que deseaba era apartarse de ella, pero le debía una explicación al Rey del Infierno sobre lo que había ocurrido aquella tarde, y debía organizar la búsqueda de Legión si no quería que el demonio le diera todavía más problemas de los que ya le estaba dando. Colocó a Luz suavemente sobre la almohada, se levantó, y se visitó en silencio. Le echó una última ojeada antes de salir, y se le ocurrió que, tal vez, no debía influir en ella de aquella manera, pero no quería que se despertara en su ausencia, y decidió no pensar en ello. Frente a la entrada del hotel, encendió un cigarrillo y esperó a que el diablo fuera a encontrarlo.

—Debería de haberme dado cuenta antes —masculló, antes de llevarse el pitillo a la boca y aspirar con rabia, cuando Belial llegó a su lado—. Legión está aquí por el mismo motivo que yo, quiere el manuscrito —explicó al diablo, que lo miró confundido, y ambos comenzaron a caminar por las tranquilas calles de la ciudad—. No sé cómo, pero supo de la rotura de los sellos, y supongo que pensó que un documento escrito de mi puño y letra era prueba más que suficiente para presentarse como el Príncipe de Este Mundo ante los humanos.

—Y así alimentarse de ellos a placer —concluyó el diablo y Ángel asintió.

—Aunque creo que eso ya lo ha estado haciendo. —Dio dos caladas rápidas al cigarrillo antes de tirarlo al suelo y seguir hablando—. Los infelices del caserón y los que hemos visto esta tarde no son más que una parte de todos los idiotas que le están siguiendo el juego. En algún sitio hay más, mejor preparados, e imagino que en contacto continuo con él… Esa manera de esfumarse delante de mis narices… —Gruñó con rabia por el recuerdo—. La única explicación es un sacrificio.

—¿Qué quieres que hagamos?

Sabía que la pregunta de Belial no era más que una formalidad. Aquel poderoso ángel caído, que había sido el primero en seguirlo en el Paraíso y que desde entonces había permanecido siempre fiel a su lado, estaba dispuesto a arrasar con todo ser vivo en un radio suficiente como para acabar con cualquier imbécil que estuviera jugando a los pactos con Legión. Y una parte de él quería hacer lo mismo, si no fuera porque sabía que en realidad aquel demonio antiguo no estaba más que aprovechándose de un error suyo, y de la ineptitud de los lerdos que lo adoraban. Ninguno de aquellos absurdos humanos tenían ni la menor idea de con quién estaban tratando realmente, al contrario, los muy idiotas pensaban que trataban con él. Cargarse de un golpe a cualquiera que, aunque sólo fuera durante un instante, hubiera sentido algún tipo de curiosidad, simpatía o fascinación por él, no le parecía ni de lejos lo más adecuado. Ninguno de esos imbéciles tenían la culpa de que él hubiera decidido tomarse unas vacaciones demasiado largas, de que ya no sintiera ningún tipo de aprecio o curiosidad por su frágil naturaleza, de que cualquier interés hacia ellos hubiera desaparecido tres siglos atrás. Además, estaba Luz. Si tenía intención de acabar con cualquier rastro de vida en aquel lugar, antes debía sacarla a ella de allí. Y eso no haría más que dificultar su propósito de romper definitivamente el último sello de Gabriel. A pesar de que deseaba acabar con aquello tanto, o incluso más, que el enorme diablo que caminaba a su lado, sabía que esa no era en absoluto una solución.

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