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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga,Policíaco

La telaraña (5 page)

BOOK: La telaraña
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—¡Venga, dilo de una vez!

—Es alto secreto. —insistió él. Se interrumpió un momento y por fin anunció—: El primer ministro soviético, Kalendorff, se traslada mañana a Londres para una importante conferencia con nuestro primer ministro.

—Sí, ya lo sé —replicó ella impasible.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Henry con un sobresalto.

—Lo leí en el periódico el domingo pasado.

—No comprendo por qué lees esos periódicos de baja estofa —le reprochó él. Parecía muy ofendido—. De todas formas los periódicos no podían saber que Kalendorff venía a Londres. Es alto secreto.

—¡Ay, pobrecito mío! ¿Alto secreto? —dijo ella con tono entre compasivo e incrédulo—. ¡Dios mío! ¡Las cosas que os llegáis a creer!

Henry empezó a pasearse por la sala con aspecto de preocupación.

—Cielo santo, debe de haber habido una filtración.

—A estas alturas deberías saber que siempre hay una filtración. De hecho, deberías estar preparado para ello.

Henry parecía ofendido.

—La noticia sólo se ha anunciado oficialmente esta tarde. El avión de Kalendorff llega a Heathrow a las ocho cuarenta, pero en realidad… —Miró dudoso a su esposa—. Escucha, Clarissa, ¿de verdad puedo confiar en tu discreción?

—Yo soy mucho más discreta que cualquier periódico dominical —protestó ella, incorporándose.

Su esposo se sentó en el brazo del sofá y se inclinó hacia ella.

—La conferencia se celebra en Whitehall mañana por la mañana —informó—, pero sería muy conveniente que sir John y Kalendorff pudieran mantener antes una conversación privada. Ahora bien, los periodistas estarán esperando en Heathrow, por descontado, y desde el momento en que aterrice el avión los movimientos de Kalendorff serán más o menos del dominio público —Miró de nuevo en torno a él, como si esperara encontrarse con los periodistas—. Por fortuna —prosiguió, con tono cada vez más emocionado—, esta incipiente niebla juega a nuestro favor.

—Sigue —le animó Clarissa—. Me tienes en ascuas.

—En el último momento será poco aconsejable que el avión aterrice en Heathrow. Será desviado, como es habitual en estas situaciones…

—A Bindley Heath —concluyó ella—, que queda a veinte kilómetros de aquí. Ya veo.

—Eres siempre tan rápida, querida —comentó Henry con desaprobación—. Pero sí, iré yo mismo al aeródromo en el coche, recibiré a Kalendorff y lo traeré aquí a casa. El primer ministro vendrá directamente de Downing Street. Media hora bastará para lo que tienen que discutir, y luego Kalendorff y sir John irán juntos a Londres.

Henry se levantó y se alejó unos pasos antes de volverse hacia ella.

—¿Sabes, Clarissa? Esto puede ser muy importante para mi carrera. Están depositando una gran confianza en mí al celebrar esta reunión aquí en casa.

—Y hacen bien —replicó ella con firmeza. Se acercó a su marido y le rodeó el cuello—. Henry, querido. ¡Es maravilloso!

—A propósito, a Kalendorff hay que llamarle «señor Jones» en todo momento.

—¿Señor Jones? —repitió Clarissa intentando, aunque sin lograrlo del todo, suprimir una nota de burla en su voz.

—Exacto. Toda precaución es poca.

—Sí, pero ¿«señor Jones»? ¿No se les ha ocurrido nada mejor? A propósito, ¿yo qué tengo que hacer? ¿Me retiro de inmediato o traigo las bebidas, los saludo a los dos y desaparezco discretamente?

—Debes tomarte esto en serio, querida —la amonestó Henry.

—Pero, cariño, ¿no me lo puedo tomar en serio y al mismo tiempo divertirme un poquito?

Él pareció pensarlo un momento antes de responder con solemnidad:

—Tal vez sería mejor que no hicieras acto de presencia.

—Muy bien —convino ella—. Pero ¿y la comida? Querrán comer algo, ¿no?

—No, no, nada de organizar una cena.

—Unos canapés —sugirió ella—. Sí, unos canapés de jamón. Los taparé con una servilleta, para que no se sequen. Y café caliente en un termo. Sí, perfecto. La mousse de chocolate me la llevaré a mi habitación para consolarme por haber sido excluida.

—¡Clarissa! —la amonestó él. Pero ella volvió a abrazarle.

—Querido, te prometo que me lo tomaré en serio. No permitiré que nada salga mal —prometió, dándole un beso.

Él se apartó con suavidad.

—¿Y Roly? —preguntó.

—Se ha ido a cenar al club con Jeremy y Hugo. Luego van a jugar al bridge, así que no volverán hasta medianoche.

—¿Y los Elgin han salido?

—Ya sabes que siempre van al cine los jueves. No volverán hasta bien pasadas las once.

—¡Bien! La situación es del todo satisfactoria. Sir John y el señor…

—Jones —apuntó Clarissa.

—Muy bien, querida. El señor Jones y el primer ministro se marcharán mucho antes —Henry consultó el reloj—. Más vale que me dé una ducha rápida antes de salir hacia Bindley Heath.

—Sí, y yo voy a preparar los canapés —dijo ella, saliendo a toda prisa de la sala.

—¡Acuérdate de las luces, Clarissa! Aquí nos procuramos nuestra propia electricidad, y vale dinero. No es como en Londres, ¿sabes? —añadió, apagando todas las lámparas.

Después de echar un último vistazo a la sala, ahora a oscuras excepto por el débil resplandor que entraba del vestíbulo, Henry asintió con la cabeza y se marchó.

Capítulo 7

En el club de golf, Hugo se quejaba de la broma de Clarissa con el oporto.

—Realmente debería renunciar a esos juegos —comentaba mientras se dirigían a la barra—. ¿Te acuerdas, Roly, de la vez que recibí un telegrama de Whitehall diciendo que iban a ofrecerme el título de caballero? Yo se lo mencioné confidencialmente a Henry una noche que cenaba con ellos dos. Henry se quedó perplejo y Clarissa se echó a reír. Entonces me enteré de que había sido ella quien había mandado el maldito telegrama. ¡De verdad! Mira que llega a ser infantil a veces.

Sir Rowland soltó una risita.

—Sí, estoy de acuerdo. Y le encanta actuar. Lo cierto es que era una actriz bastante buena en el grupo de teatro de su colegio. En una época pensé que se lo iba a tomar en serio y se dedicaría a ello profesionalmente. Es tan convincente… incluso cuando está contando las mentiras más espantosas. Porque eso es lo que son los actores, sin duda: mentirosos convincentes —Sir Rowland se interrumpió un momento, sumido en sus recuerdos—. La mejor amiga de Clarissa en el colegio —prosiguió— era una tal Jeanette Collins, hija de un futbolista famoso. Jeanette era también muy aficionada al fútbol. El caso es que un día Clarissa la llamó, disimulando la voz, y dijo ser el encargado de relaciones públicas de no sé qué equipo. Aseguró que Jeanette había sido elegida nueva mascota del equipo, y que lo único que tenía que hacer era disfrazarse de conejo e ir al estadio Chelsea esa tarde mientras la gente hacía cola para entrar. Jeanette se las arregló para alquilar el disfraz a tiempo y llegó al estadio vestida de conejo, donde cientos de personas se rieron de ella y Clarissa, que la estaba esperando, le hizo una foto. Jeanette se puso furiosa. No creo que su amistad sobreviviera a aquel incidente.

—Ya —gruñó Hugo con resignación. Cogió el menú y dedicó su atención al serio asunto de decidir la cena.

Mientras tanto, en el salón de los Hailsham-Brown, minutos después de que Henry fuera a ducharse, Oliver Costello entraba en la sala a hurtadillas por la cristalera. Dejó las cortinas abiertas para que entrara la luz de la luna, barrió la habitación con una linterna y luego encendió la lámpara que había sobre el escritorio. Después de levantar el pasador del casillero apagó la lámpara rápidamente y se quedó inmóvil, como si hubiera oído algo. Al cabo de un momento volvió a encender la luz y abrió el cajón secreto.

Detrás de él, el panel junto a la estantería se abrió en silencio. Costello cerró el cajón y apagó la lámpara. Pero antes de que tuviera tiempo de moverse, recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó al suelo detrás del sofá, después de lo cual el panel de la pared volvió a cerrarse.

La habitación quedó a oscuras hasta que entró Henry y encendió la luz.

—¡Clarissa! —llamó. Se puso los anteojos y llenó su pitillera con los cigarrillos de una caja que había sobre la mesa.

—Aquí estoy, querido. ¿Te apetece un canapé antes de irte?

—No, más vale que salga ya —contestó él, palmeándose nervioso la chaqueta.

—Pero vas a tener que esperar allí varias horas. No tardarás ni veinte minutos en llegar.

Henry negó con la cabeza.

—Nunca se sabe. Podría tener un pinchazo o una avería en el coche.

—Tranquilízate un poco, cariño —le reprendió ella mientras le enderezaba la corbata—. Todo va a ir bien.

—¿Y Pippa? —preguntó él, ansioso—. ¿No se le ocurrirá bajar o irrumpir en la sala mientras sir John y Kalen… quiero decir, el señor Jones, hablan en privado?

—Descuida. Subiré a su habitación y nos daremos un festín. Calentaremos las salchichas del desayuno de mañana y nos terminaremos la mousse de chocolate.

Él sonrió con cariño.

—Eres muy buena con Pippa. Es una de las cosas que más te agradezco —Se interrumpió un momento, algo avergonzado—. No se me da muy bien expresarme. Yo… no sé… tanto sufrimiento… Y ahora todo es tan distinto… —Abrazó a Clarissa y le dio un beso.

Se quedaron un momento abrazados, hasta que ella se apartó con suavidad, pero sin soltarle las manos.

—Me has hecho muy feliz, Henry. Y a Pippa le va a ir muy bien. Es una niña encantadora. Anda, ahora ve a buscar a tu señor Jones. ¡Señor Jones! Me sigue pareciendo un nombre ridículo.

Henry estaba a punto de marcharse cuando Clarissa lo detuvo.

—¿Vais a entrar por la puerta principal? ¿Quieres que la deje abierta?

Él lo pensó un momento.

—No. Creo que entraremos por la cristalera.

—Más vale que te pongas el abrigo, Henry. Hace fresco —aconsejó ella, empujándole hacia el vestíbulo—. Y tal vez también la bufanda. Y conduce con cuidado, ¿quieres?

—Sí, sí. Ya sabes que siempre voy con cuidado.

Cuando Henry se marchó, Clarissa volvió a la cocina. No podía dejar de pensar en su reciente encuentro con Oliver Costello. Terminó de preparar los canapés, los colocó en una bandeja cubiertos con una servilleta húmeda y los dejó sobre la mesita del salón. Temerosa de pronto de incurrir en las iras de la señorita Peake por haber manchado la mesa, alzó de nuevo la bandeja y frotó la marca que había dejado. Al ver que no podía borrarla decidió taparla con un jarrón de flores.

A continuación dejó la bandeja en el escabel y ahuecó los cojines del sofá. Luego, tarareando una canción, fue a colocar en su sitio el libro que Pippa se había dejado.

De pronto tropezó y lanzó un grito. No tardó en reconocer el cuerpo de Costello.

—¡Oliver! —exclamó y se quedó mirándolo horrorizada.

Luego, convencida de que estaba muerto, se precipitó hacia la puerta para llamar a Henry. Pero su esposo se había marchado ya. Corrió entonces hacia el teléfono y comenzó a marcar, pero al cabo de un momento decidió colgar. Reflexionó. Miró el panel de la pared… y tomó una decisión. Un instante después arrastraba el cuerpo hacia la cámara secreta.

En ese momento se abrió el panel y salió Pippa, en bata y pijama.

—¡Clarissa! —gimió, corriendo hacia ella.

Clarissa intentó interponerse entre la niña y el cuerpo de Costello.

—Pippa, no mires. ¡No mires!

—¡Yo no quería! —lloró la niña con voz ahogada—. ¡De verdad que no quería hacerlo!

Clarissa la agarró por los brazos, horrorizada.

—¡Pippa! ¿Has sido… has sido tú?

—Está muerto, ¿verdad? ¿Está muerto del todo? —La niña sollozaba histéricamente—. Yo no quería… no quería matarle. No quería…

—Calma, calma. No pasa nada. Ven, siéntate —Clarissa la sentó en la butaca y se arrodilló junto a ella.

—Yo no quería. No quería matarle…

—Claro que no. Escucha… —Pero la niña seguía llorando—. ¡Pippa, escucha! Todo saldrá bien. Tienes que olvidarte de esto. Olvídalo todo, ¿me oyes?

—Sí—sollozó Pippa—, pero, pero…

—¡Escucha! Tienes que confiar en mí. Todo va a salir bien. Pero tienes que ser valiente y hacer exactamente lo que yo te diga.

La niña, todavía sollozando, intentó apartarse de ella.

—¡Pippa! ¿Harás lo que yo te diga? —preguntó, obligándola a mirarla de frente.

—Sí, sí —cedió por fin, apoyando la cabeza en el regazo de Clarissa.

—Muy bien. Ahora quiero que subas a tu cama.

—Ven conmigo, por favor.

—Sí, subiré enseguida, en cuanto pueda, y te daré una pastillita blanca. Luego te vas a dormir y por la mañana todo parecerá distinto. —Miró el cadáver y añadió—: Tal vez no tengamos que preocuparnos.

—Pero está muerto, ¿verdad?

—No, quizá no esté muerto —respondió Clarissa evasiva—. Ya veremos. Anda, haz lo que te he dicho.

En cuanto la niña se marchó, Clarissa se volvió hacia el cadáver.

—Supongamos que me encuentro un cadáver en el salón, ¿qué haría? —murmuró. Y tras pensarlo un momento exclamó—: ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?

Capítulo 8

Quince minutos más tarde Clarissa seguía en el salón. Las luces estaban encendidas, el panel de la pared cerrado y las cortinas echadas. El cuerpo de Oliver Costello se encontraba todavía detrás del sofá, pero Clarissa había estado moviendo los muebles y ahora se veía en el centro de la sala una mesa de bridge plegable, con las barajas y los marcadores listos.

Ella tomaba notas en uno de los marcadores:

—Tres picas, cuatro corazones, cuatro sin triunfo, pase —murmuró, señalando cada mano—. Cinco diamantes, pase, seis picas (doble) y creo que bajan —Miró la mesa un instante—. A ver, vulnerable, dos tricks, quinientos. ¿O dejo que lo consigan? No.

La interrumpió la llegada de sir Rowland, Hugo y Jeremy, que entraron por la cristalera. Ella dejó el lápiz y corrió hacia ellos.

—¡Gracias a Dios que habéis venido! —exclamó angustiada.

—¿Qué pasa, querida? —preguntó sir Rowland.

—¡Tenéis que ayudarme!

Jeremy advirtió entonces la mesa con las cartas dispersas.

—Parece que hay partida de bridge —observó.

—Te estás poniendo muy melodramática, Clarissa —terció Hugo—. ¿Qué te traes ahora entre manos?

Ella se aferró a sir Rowland.

—Es algo serio. Algo muy serio. Me ayudaréis, ¿verdad?

—Pues claro que te ayudaremos —aseguró sir Rowland—. ¿Pero de qué se trata?

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