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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (12 page)

BOOK: La iglesia católica
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Pero estas diferencias culturales y religiosas no tenían por qué provocar una ruptura. Antes bien, fueron factores eclesiásticos y políticos los responsables de ello, principalmente por la amenaza que suponía el creciente poder papal. Hasta el presente, para la iglesia ortodoxa, la Iglesia de los «siete concilios», desde el primero de Nicea en 325 hasta el segundo de Nicea en 787, las demandas papales de primacía son el único obstáculo seno a la restauración de la comunión de las iglesias. Debemos recordar que para oriente la «iglesia» ha seguido siendo principalmente la
koinonia, communio
: una «hermandad» de creyentes, de iglesias locales y de obispos, una federación de Iglesias con un orden colegiado basado en los sacramentos comunes, los órdenes litúrgicos y la profesión de fe. Es lo contrario de una iglesia uniforme, comprendida sobre todo en términos legales, monárquicos, absolutos y centralistas, predominantemente basada en la ley de la iglesia romana y en los decretos romanos que resultaban completamente desconocidos en oriente. En resumen, una iglesia uniforme y centrada en el papa era una innovación inaceptable para oriente. El pueblo nunca había reclamado los «Decreta» y «Responsa» papales, nunca había pedido que se instaurara una «exención» papal para los monasterios, nunca se había visto obligado a aceptar obispos nombrados por el papa, nunca había reconocido la autoridad absoluta y directa del obispo de Roma sobre todos los obispos y creyentes.

Pero Roma intentó infatigablemente, con todos los medios de su derecho canónico, con su política y su teología, desmontar la antigua constitución de la iglesia y establecer la primacía legal romana en todas las iglesias, también en oriente, estableciendo una constitución centralista elaborada según los patrones de Roma y del papa. La consecuencia fue un alejamiento recíproco de las iglesias en tres fases principales. Como hemos visto:

  • En la confusión propia de las invasiones bárbaras de los siglos IV y V, los obispos romanos hicieron todo lo que pudieron para llenar el vacío de poder de occidente con su propio poder. Los papas León I y Gelasio intentaron establecer el principio de la iglesia pontificia —una autoridad suprema e ilimitada sobre el conjunto de la iglesia, ciertamente independiente del poder imperial— en oposición a la iglesia imperial.
  • En los siglos VII y VIII el papa Esteban viajó para verse con el rey de los francos en busca de garantías para una iglesia estatal a expensas de los territorios anteriormente bizantinos. Después el papa León III confirió por su propia autoridad a Carlomagno el título de César, que previamente se reservaba al emperador de Bizancio, y así coronar junto a un único emperador legítimo un nuevo emperador occidental germánico por la gracia del papa. Finalmente, el altanero Nicolás I excomulgó al patriarca bizantino Focio, un respetado teólogo y obispo acostumbrado a pensar en términos pastorales, y que en oriente llegó a ser venerado como santo. Focio defendía la autonomía tradicional del patriarcado de la Roma oriental y también se oponía a la introducción de un
    filioque
    en el credo tradicional de los concilios, declarando que el Espíritu Santo procedía del Hijo tanto como del Padre.
  • Y ahora, en los siglos XI y XII, el arrogante y prejuicioso Humberto se encaraba con el patriarca Cerulario, igualmente arrogante y carente de formación. En cuanto este llegó, Humberto negó a Cerulario el título de patriarca ecuménico, dudó abiertamente de la validez de su ordenación y le criticó públicamente. En efecto, finalmente el 16 de julio de 1054 promulgó una bula de excomunión contra el «obispo» de Constantinopla y sus auxiliares en el altar de Hagia Sofía, resultando él mismo excomulgado por el patriarca y su escolta.

Desde entonces la ruptura entre la iglesia de oriente y la de occidente se ha revelado irreparable, a pesar de todos los intentos de reconciliación. La ruptura quedaría sellada por las cruzadas, que se iniciaron a finales del siglo XI. Roma no solo tenía la esperanza de forzar la retirada del islam, sino de someter finalmente a la iglesia imperdonablemente «cismática» de Bizancio a la supremacía papal. Para entonces los papas habían obtenido ya un poder tan total que se sentían no solo dueños de la iglesia, sino también del mundo.

Una iglesia católica romanizada

Habían transcurrido cerca de seiscientos años antes de que el papado, tras incontables derrotas y fracasos, diera forma a la iglesia católica romana, cuyos cimientos fueron colocados por Agustín y los obispos romanos del siglo V, haciendo realidad el programa desarrollado por León I y Gelasio. El objetivo de ese programa era el gobierno único del papa sobre la iglesia y sobre el mundo, tal y como supuestamente había establecido el apóstol Pedro e incluso el mismo Jesucristo. La iglesia era ahora romana hasta la médula. La iglesia romana debía entenderse como «madre» (mater) y «cabeza» (
caput
) de todas las iglesias, y se le debía obediencia. Un sentido místico romano de la obediencia, que en parte persiste en la iglesia católica hasta hoy en día, tenía allí su fundamento; la obediencia a Dios debía ser obediencia a la iglesia, y la obediencia a la iglesia obediencia al papa.

¿Y por qué no? Ahora en Roma había incontables documentos y decretos y una efectiva maquinaria de propaganda para imponer, paso a paso, la primacía del poder papal apoyándola con la historia y el dogma, en forma de leyes y con una organización desarrollada. El sucesor de León IX sería el último papa en ser nombrado por un rey germano. Y su sucesor, Nicolás II, sería el primer papa en coronarse a sí mismo, como los reyes y los emperadores. Declaró al colegio cardenalicio órgano exclusivo para la elección de los papas (el clero y el pueblo de Roma solo podían confirmar la elección) y lo designó como órgano consultivo («consistorio») para el papa.

En este punto apareció en el escenario del mundo un hombre que ya había desempeñado un papel clave entre bastidores como legado papal, el archidiácono Hildebrando. Mientras todavía se celebraban las ceremonias fúnebres de Nicolás II fue elegido tumultuosamente y con una falta de respeto absoluta por los requisitos propios de las elecciones papales. Se llamó a sí mismo Gregorio VII (1073-1085). Más duro que un diamante y hombre de apasionadas convicciones (su colega el cardenal Pedro Damián le llamó un «santo Satán»), instituyó radical e irrevocablemente lo que se daría en llamar la «reforma gregoriana», y se involucró en la histórica «querella de las investiduras» con el rey germano y emperador Enrique IV.

Para Gregorio VII, de la «plenitud de poderes» (León I,
plenitudo potestatis
) otorgada por Dios al sucesor de Pedro se derivaban lógicamente las máximas prerrogativas legales. Gregorio declaró al papa pontífice único y sin restricciones de la iglesia y de todos los creyentes, clero y obispos, iglesias y concilios; señor supremo del mundo, a quien incluso los reyes y el emperador quedaban subordinados, pues también eran «seres humanos y pecadores»; e indudablemente santo en su ministerio (en virtud de los méritos de Pedro); después de todo, la iglesia romana, fundada por Dios, nunca había errado y nunca erraría.

Así pues, se reclamó para el papa una competencia ilimitada en materia de consagración, legislación, administración y el juicio. En 1077, veinte años después de la ruptura con oriente, esta postura provocó inevitablemente el conflicto histórico con el rey y emperador germano, el gobernante más importante de Europa, Enrique IV. Contrario a todas las leyes de la iglesia primitiva, y en su fanática batalla contra el matrimonio de los sacerdotes, Gregorio VII declaró nulas todas las actividades de los sacerdotes casados; de hecho, llamó al laicado a rebelarse contra sus sacerdotes. Renovó de forma muy estricta la prohibición de la práctica, muy extendida, de la investidura laica del clero y envió serios mensajes al joven Enrique IV Sin embargo, Enrique no tenía intención de dejar de nombrar obispos. La cuestión era, ¿quién es la autoridad suprema de la cristiandad, el rey o el papa? Después Gregorio amenazó con la excomunión. Enrique, mal aconsejado, reaccionó en el imperio deponiendo al papa, pero no pudo dotar de efecto a esta decisión a distancia y gozó de poca credibilidad en la nueva coyuntura, que debido a la publicidad de Humberto y de otros viró a favor del papa.

Gregorio asombró al mundo excomulgando y deponiendo al rey, suspendiendo a los obispos que le apoyaban y liberando a sus súbditos del juramento de fidelidad. Finalmente, el rey Enrique capituló. Abandonado a su suerte por sus obispos y sus príncipes, viajó a través de los Alpes en el crudo invierno de 1077 acompañado de su joven esposa, su hijo de dos años y su corte, y llegó a postrarse con los pies desnudos ataviado como penitente frente al castillo de Canossa, en la falda de los Apeninos. Allí pidió perdón al papa. Al principio Gregorio no se conmovió, pero después de tres días de penitencia por parte de Enrique y atendiendo las súplicas de Matilde, la señora del castillo, y del abad de Cluny, el papa reinstauró a Enrique.

Pero el triunfo de Gregorio en Canossa no duró mucho tiempo, y lo que quedaba de su remo cayó en desgracia. La elección de un antirrey provocó la guerra civil en Alemania; la segunda excomunión de Enrique no hizo ninguna gracia. Roma fue asediada por Enrique, y un antipapa llegó al trono. Gregorio tuvo que huir al Castel San Angelo y finalmente fue liberado por los normandos; sin embargo, sus «libertadores» tomaron e incendiaron Roma durante tres días. De modo que Gregorio y sus normandos tuvieron que huir al sur de Italia. Allí murió en 1805, en Salerno, abandonado por casi todo el mundo. Sus últimas palabras fueron: «He amado la rectitud y he odiado la iniquidad, y por ello muero en el exilio.»

Todo aquello por lo que Gregorio VII había luchado y sufrido y al final solo había conseguido en grado limitado, sus seculares e imperiales ambiciones para el pontificado, llegaron a realizarse de modo más completo durante el remado de Inocencio III (1198-1216), tal vez el papa más brillante de todos los tiempos. En él coincidían por completo la ambición y la realidad. Elegido papa a la edad de treinta y siete años, este sagaz jurista, administrador capaz y refinado diplomático, que también era escritor de teología y avezado orador, era un gobernante por naturaleza. Sin discusión posible representó la culminación, pero también el punto de inflexión, del papado medieval.

El cuarto concilio de Letrán de 1215, convocado por Inocencio, con cerca de doscientos obispos, abades y plenipotenciarios de las órdenes seglares, fue un sínodo puramente papal, que demostró tanto el poder del papado como cuan insignificante era el episcopado en la práctica. Ya no era el emperador, como en los concilios ecuménicos del primer milenio, sino el papa quien convocaba el concilio, quien lo presidía y confirmaba los setenta decretos que su curia había preparado a fondo. Sin embargo, en gran medida quedaron como papel mojado, aparte de un impuesto papal sobre el clero, la confesión obligada y la comunión en Pascua, así como las resoluciones contra los judíos, que en muchos aspectos anticipaban las medidas antisemitas posteriores: los judíos debían vestir atuendos especiales para identificarse, se les prohibía el desempeño de cargos públicos o salir a la calle en Viernes Santo, y debían pagar un impuesto obligatorio al clero cristiano local. Como ya había sucedido con Gregorio VII, así también con Inocencio III el papismo y el antijudaísmo iban de la mano.

Con Inocencio III la romanización alcanzó su punto álgido, y se consolidaron cinco procesos superpuestos como sello del sistema romano que todavía perduran hoy en día: la centralización, la legalización, la politización, la militarización y la clericalización.

1. Centralización

La iglesia papal absolutista se declaró a sí misma madre. En la iglesia primitiva y en la iglesia bizantina, se concebía todavía como hermandad (koinionia, cornmunio), desprovista de una autoridad centralista sobre todas las iglesias. Por el contrario, la iglesia católica de occidente en tiempos de Gregorio VII e Inocencio III se presentaba a sí misma como una iglesia que en fe, leyes, disciplina y organización se orientaba por completo hacia el papa. Aquí hallamos la obsesión por un monarca absoluto que, como único señor, detentara la supremacía de la iglesia. Esto ya no tenía nada que ver con los modelos originales de iglesia del Nuevo Testamento.
Inocencio III prefería el título «representante de Cristo» (
vicarius Christi
) al de «representante de Pedro», que había sido utilizado por los obispos o sacerdotes hasta el siglo XII, y como papa se consideraba un nexo entre Dios y la humanidad. Para él, el apóstol Pedro (el papa) era el «padre» y la iglesia romana la madre (
mater
). «Madre» se utilizaba ahora, según el caso, tanto para la iglesia universal como madre de todos los creyentes como para la iglesia romana en su papel de madre, «cabeza» (
caput
) y «señora» (
magistra
) de todas las iglesias. Ciertamente, la iglesia universal prácticamente se identificaba con la iglesia romana, que reclamaba ser «madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad (
urbis
) y de la tierra (
orbis
)», como aún puede leerse hoy en grandes letras en la basílica de Letrán.

2. Legalización

La iglesia, gobernada por la ley, precisaba una ciencia de la ley eclesiástica. Desde sus inicios la iglesia primitiva y la iglesia bizantina fueron incorporadas legalmente al estado imperial, y así siguieron. Por el contrario, desde la Edad Media la iglesia católica de occidente desarrolló una ley eclesiástica propia, con su propia ciencia y su propio derecho canónico, que igualaba en complejidad y sofisticación a la ley del estado, pero ahora se centraba totalmente en el papa, el pontífice absoluto, legislador y juez del cristianismo, al que todos, incluido el emperador, quedaban subordinados.

Los tiempos de la reforma gregoriana asistieron al origen en Roma de compilaciones acordes con el espíritu romano. Los papas del siglo XII promulgaron más decisiones legales para el conjunto de la iglesia que todos sus predecesores juntos. Dado que eran tan abundantes, demasiado para poderse contemplar todas, además de inciertas y contradictorias, en esos días se le dio universalmente la bienvenida a un texto resumido obra de Graciano, el monje camaldulense que enseñaba en la Universidad de Bolonia: el
Decretum Gratiani
. (Sin embargo, 324 pasajes atribuidos a los papas de los primeros cuatro siglos se habían extraído de las decretales del pseudo-Isidoro, y de esos, 313 eran falsificaciones demostrables.) No era de extrañar que los «canonistas» profesionales, los «juristas de la iglesia», de hecho «juristas papales», se convirtieran en un apoyo ideológico de inestimable ayuda para el sistema romano en Roma, así como para innumerables cancillerías y cortes europeas.

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