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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (22 page)

BOOK: La iglesia católica
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El proletariado reaccionó. En la segunda mitad del siglo XIX, frente a la dominación desatada por el capital privado, se desarrolló el socialismo. Fue un movimiento de trabajadores socialistas bastante heterogéneo, que abarcaba desde los primeros socialistas «utópicos» franceses y los anarquistas hasta el «socialismo científico» de Karl Marx y Friedrich Engels En 1848 se proclamó el
Manifiesto comunista
. En lugar de la libertad del individuo (la preocupación básica del liberalismo), ahora se reivindicaba la justicia social (la preocupación básica del socialismo) y, por consiguiente, un orden social más justo. Pero ¿cuál fue la actitud de la iglesia católica ante la Revolución industrial y la justicia social?

Una condena radical de la modernidad
El concilio de la Contrailustractón

Para las iglesias católica, protestante y anglicana, la ruptura con la tradición inherente a la democratización y la industrialización fue todo un
shock
, pero también un desafío para la recuperación, mediante una serie de formas novedosas en la acción de la iglesia, de los trabajadores perdidos. Sin ningún género de dudas, en el siglo XIX se produjo un reavivamiento de las fuerzas religiosas tanto en el clero como en el laicado, en las órdenes religiosas, el movimiento misionero, las obras caritativas y la educación, y especialmente en la piedad popular. Las asociaciones eclesiásticas, provistas de gran riqueza en iniciativas religiosas, sociales e indirectamente políticas, eran características de ese período, especialmente en Alemania; entre ellas destacaba la Asociación Popular Católica, la mayor asociación católica del mundo. Siguiendo esta línea se desarrolló un importante movimiento social en el seno del catolicismo alemán, en particular por la influencia del obispo Wilhelm Emmanuel von Ketteler de Maguncia, que convirtió a la iglesia en la abogada de los pobres y de las clases necesitadas.

Pero incluso estas actividades sociales en el seno de la Iglesia acabaron perdiendo credibilidad como resultado de las controversias sobre la definición de la infalibilidad papal en el concilio Vaticano I de 1870. Su conveniencia fue criticada con tanto vigor como escaso éxito por el obispo Kettler y por la mayoría de los episcopados alemanes y franceses. En esta discusión quedó claro que la democracia moderna, que ya había abolido en gran medida el sistema absolutista, y el sistema romano, que se había formado en el siglo XI y suponía un freno religioso al absolutismo, estaban en conflicto, que en verdad eran como el fuego y el agua En las democracias el sistema de clases había desaparecido, en el sistema romano, el clero gozaba de dominio en virtud de su estatus. En las democracias se realizaban esfuerzos para asegurar y establecer derechos humanos y civiles, en el sistema romano se negaban los derechos humanos y los derechos de los cristianos. En una democracia representativa, el pueblo era soberano; en el sistema romano, el pueblo y el clero quedaban excluidos de la elección de los sacerdotes, los obispos y el papa. En una democracia existía una división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial); en el sistema romano, toda la autoridad estaba en manos de los obispos y el papa (primacía e infalibilidad). En una democracia, existía Igualdad ante la ley; el sistema romano era un sistema de dos clases, el clero y el laicado. En una democracia existía libre elección de aquellos que debían desempeñar responsabilidades a todos los niveles; en el sistema romano se practicaba el nombramiento por parte de la autoridad superior (los obispos y el papa). En una democracia los judíos y los miembros de otras confesiones estaban en pie de igualdad; en el sistema romano, el catolicismo era la religión del estado allí donde pudiera establecerse.

La oleada revolucionaria que se inició en París en 1848 también engulló al estado eclesial. Para empezar, Pío IX, elegido dos años antes, promulgó reformas liberales, decretó una amnistía y fue celebrado con entusiasmo por el pueblo, pero debido a su negativa a emprender reformas profundas, fue obligado por los rebeldes a huir a Gaeta. Tras la derrota de la revolución italiana, volvió a Roma con la ayuda de tropas francesas y austríacas convertido en un hombre nuevo. Se había transformado en enemigo implacable de todos los movimientos «liberales» (es decir, de todos aquellos que mostraran una buena disposición hacia las reformas), intelectuales, culturales, políticos, en el pensamiento y en la teología. Durante su mandato, un «ultramontanismo» paternalista, esa veneración emocional y sentimental al santo padre «de allende las montañas», que resultaba desconocido tanto en la Edad Media como en la Contrarreforma, se extendió por el norte y el oeste de Europa. Un número creciente de congregaciones de hombres y mujeres, asociaciones (como la Asociación Pía) y organizaciones de todas clases «leales a Roma», fueron muy activas en el espíritu de la restauración romana y la obediencia incondicional al papa. Estos se esforzaron en lograr la polarización política de la sociedad en lugar de superarla.

Era una estrategia de corto alcance: la consolidación interna y el aislamiento del exterior. Con la dirección de Pío IX, un hombre emocionalmente inestable desprovisto de dudas intelectuales que mostraba los síntomas propios de un psicópata, se erigió en fortaleza de la Contrarreforma medieval contra la modernidad con todos los medios a su alcance. En el mundo moderno exterior prevalecían la frialdad de la indiferencia religiosa, la hostilidad hacia la iglesia y la falta de fe. Pero en el interior, el papismo y el marianismo prodigaban el calor del hogar: la seguridad emocional a través de la piedad popular de cualquier clase, desde las peregrinaciones a las devociones para las masas pasando por las celebraciones de mayo, cuando se honraba a María con velas y flores.

Aquí se colocaron los cimientos para lo que Karl Gabriel ha llamado una «forma social específicamente católica». Los católicos de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX parecían estar inmersos en un ambiente confesional cerrado con una visión propia del mundo. A duras penas advertían cuan burocratizada y centralizada estaba la estructura del ministerio de la iglesia. Las formas de organización de la iglesia se modernizaron y se sacralizaron al mismo tiempo, y el clero se disciplinó más que nunca debido a que se había separado del «mundo» tanto como era posible. El resultado fue un sistema ideológicamente cerrado que legitimaba, por una parte, un distanciamiento con respecto al mundo moderno y, por otra, reclamaba el monopolio de las interpretaciones fundamentales del mundo.

Muchos factores contribuyeron a la construcción de este sistema antimoderno y sus pretensiones de verdad. Paralelamente al neorromanticismo, a la arquitectura neogótica y la música neogregoriana, en la iglesia católica romana se propagó la neoescolástica. La iglesia prescribía el neotomismo como la teología católica romana normal para todas las escuelas religiosas, aunque esta ya no atraía el interés general ni formulaba las preguntas teológicas adecuadas. Los movimientos de renovación teológica, particularmente en las facultades estatales de Alemania, sentían la represión de la cuna: la iglesia suprimió facultades (Marburgo, Giessen) o las dividió (Tubinga) y despidió a grupos enteros de profesores, algunos de los cuales hasta se incluyeron en el índice (Bonn, Viena).

El retraso temporal entre las evoluciones en el seno de la Iglesia y en la sociedad moderna era impresionante: en el mismo decenio en que Charles Darwin anunciaba al público su teoría de la evolución, Pío IX tuvo la idea, en demostración de su poder pleno y de su infalibilidad de fado, de promulgar un dogma por propia iniciativa. Promulgar un dogma es una acción que tradicionalmente siempre se ha ejecutado en el seno de un concilio en respuesta a una situación conflictiva para evitar la herejía. La intención de Pío IX era avivar la piedad tradicional y fortalecer el sistema romano. El extraño dogma que tenía en mente era el de la «Inmaculada Concepción» (María fue concebida en el cuerpo de su madre sin pecado original), fechada en 1854. No encontraremos ni una sola palabra en la Biblia ni en la tradición católica del primer milenio acerca de ello, y apenas tiene sentido a la luz de la teoría de la evolución.

Las fuerzas de oposición en Alemania y Austria aún eran poderosas, especialmente en los centros teológicos de Tubinga, Viena y Munich, aunque el papa intentó aislar a los teólogos reformistas y limitar a los obispos con una serie de documentos doctrinales y la intervención de los nuncios papales. Diez años después del dogma de Pío IX, en 1864, se celebró en Munich un congreso de expertos católicos bajo el liderazgo del historiador de la iglesia más reputado de Alemania, Ignaz von Döllinger. En respuesta, el papa publicó una encíclica reaccionaria (
Quanta cura
), acompañada de un
Syllabus errorum modernorum
, un compendio de los errores modernos, ocho en total. En su conjunto, significaba una defensa inflexible de la doctrina y las estructuras de poder de la Edad Media y la Contrarreforma, y una declaración de guerra general a la modernidad.

Lo más pernicioso no era que el papa se opusiera a la amenaza que se cernía sobre la omnipotencia del estado y que la política sustituyera a las religiones, sino que rechazaba la modernidad como tal. Las asociaciones clericales y las sociedades bíblicas fueron condenadas; también se condenaron los derechos del hombre, así como la libertad de conciencia, de religión, de prensa y el matrimonio civil El panteísmo, el naturalismo y el racionalismo, la indiferencia y el latitudinarismo, el socialismo y el comunismo fueron condenados sin distinciones. Cualquier renuncia al estado eclesial se incluía en la lista como un error, lo que promovió un clima general de condena y la afirmación de que el pontífice romano podía y debía «reconciliarse y aceptar el progreso, el liberalismo y la nueva civilización».

Tras el éxodo de los reformistas y más tarde de los científicos naturales modernos y los filósofos, ahora era prácticamente inevitable la migración de muchos trabajadores e intelectuales fuera de la iglesia católica En cuanto a la ciencia y la educación, tan fundamental para los hombres y mujeres modernos, este catolicismo no tenía nada más que ofrecer; en general, se correspondía con el nivel educativo de las masas católicas.

Un síntoma importante de este pernicioso desarrollo fue que gran número de los espíritus más representativos de la modernidad europea se incluyeron en el índice de libros prohibidos a los católicos. Junto con numerosos teólogos críticos con la iglesia, Copérnico y Galileo, los fundadores de la ciencia moderna, aparecían los padres de la filosofía moderna, Descartes y Pascal, Bayle, Malebranche y Spinoza, acompañados de los empiristas británicos Hobbes, Locke y Hume. También estaba la
Crítica de la razón pura
de Kant, evidentemente Rousseau y Voltaire, y más tarde John Stuart Mill, Comte, y también los grandes historiadores Gibbon, Condorcet, Ranke, Taine y Gregorovius. Después aparecía Diderot y D'Alembert con su
Encydopédie
y hasta el
Diccionario Larousse
; Grotius, el jurista constitucional e internacional, Von Pufendorf y Montesquieu; y finalmente la élite de la literatura moderna: Heine y Lenau, Hugo, Lamartine, Dumas padre e hijo, Balzac, Flaubert, Zola, Leopardi y D'Annunzio… en nuestros días Sartre y Simone de Beauvoir, Malaparte, Gide y Kazantzakis… Este «magisterium» y este «buen catolicismo», no entraban seriamente en una discusión crítica constructiva con el ateísmo moderno y el laicismo; para defenderse, el «magisterium» utilizaba clichés apologéticos, caricaturas y condenas.

Todo ello mostraba hasta qué punto el paradigma católico romano de la Edad Media se había puesto a la defensiva, en Roma y en todos los frentes. Pero el mundo moderno, que se había conformado sin Roma y contra ella, proseguía su marcha sin dejarse impresionar por la utopía retrógrada de la burocracia propia del estado eclesial que, anclada en la Edad Media, era hostil a la reforma. Sobre todo, la iglesia llamaba a cerrar filas (
acies ordinata
), a la sumisión, la humildad y la obediencia. Pero cuanto más juicios falsos socavaban el «magistenum» romano en cuestiones de ciencias naturales y exégesis bíblica, democracia y moral pública, y más aumentaba la oposición, más se parapetaba el hombre del Vaticano en su propia infalibilidad para confirmarse y legitimarse Lo que una vez fue Contrarreforma era ahora Contrailustración.

Más aún, trescientos años después del concilio de Trento —que en buena medida siguió esta misma línea de contrailustración— se convocó un nuevo «concilio ecuménico» en Roma en 1869, en el mismo Vaticano. La mayoría de los padres conciliares (muchos de los cuales viajaron especialmente desde las plazas fuertes de Italia y España para prestar su apoyo al concilio) llevaban consigo la impronta de la restauración y el Romanticismo de sus primeros años (que políticamente ya estaban superados desde 1848) Los embargaba el temor al liberalismo, al socialismo y al positivismo racionalista, y estaban obsesionados con la «cuestión romana»: si los Estados Pontificios, ya reducidos a Roma y sus alrededores como resultado de la intervención del gobierno del Piamonte en 1860, debían rendirse. En la cuna se pensaba que solo la definición solemne de la primacía y la infalibilidad papales por parte del concilio ecuménico podría evitar que la nación italiana lo conquistara El concilio Vaticano iba a constituir un claro contrapunto al concilio de Constanza (1414-1418), de modo que los puntos de vista tradicionales de este último con respecto a la supremacía del concilio sobre el papa podían olvidarse.

Y así Pío IX, quien rápidamente había cambiado de reformista liberal a reaccionario político y teológico y enemigo de los derechos del hombre, con el apoyo de la prédica y la prensa ultramontanas, especialmente en Francia, avanzó en la definición de las prerrogativas papales como su principal preocupación personal En las peregrinaciones papales y en las audiencias papales, que se estaban convirtiendo en costumbre, y en sus viajes a través de Italia, este hombre amigable y elocuente interpretaba el papel del «perseguido por los poderes anticristianos» y creó un ambiente favorable a la definición de la infalibilidad entre el pueblo y el clero católicos Mientras tanto, el adoctrinamiento ultramontano de las masas católicas y la centralización del aparato administrativo de la iglesia habían progresado, en parte gracias a la creciente influencia romana en la elección de los obispos y la atención prestada internamente a las diócesis Esta influencia se ejerció en la concesión del título de prelado con honores a los miembros del clero o del laicado que mostraran buena disposición hacia Roma, nombrando cardenales adecuados y pronto estableciendo centros de enseñanza romanos para los candidatos al sacerdocio de todas las partes del mundo (siguiendo el modelo del Collegium Germanicum)

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