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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (17 page)

BOOK: La iglesia católica
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  • El corrupto franciscano Della Rovere, Sixto IV, defensor del dogma de la «inmaculada concepción» de María, dispensó favores a numerosos sobrinos y favoritos a expensas de la iglesia y ordenó cardenales a seis parientes, incluyendo a su primo Pietro Riario, uno de los despilfarradores más escandalosos de la cuna romana, quien murió a causa de sus vicios a la temprana edad de veintiocho años.
  • Inocencio VIII, quien con su bula dotó de un poderoso estímulo a la caza de brujas, reconoció públicamente a sus hijos ilegítimos y celebró sus matrimonios con esplendor y boato en el Vaticano.
  • El astuto Alejandro VI Borgia, modelo de Maquiavelo, quien se abrió camino hasta el ministerio a través de la simonía y tuvo cuatro hijos con su amante (y también otros hijos de otras mujeres cuando todavía era cardenal), excomulgó a Girolamo Savonarola, el gran predicador de la penitencia, y fue el responsable de su cremación en Florencia.

Se decía que con Alejandro VI regía Venus; con su sucesor Julio II (1503-1513) della Rovere, siempre azuzando la guerra, Marte. El papa León X, quien había sido ordenado cardenal a la edad de trece años por su reprobado tío Inocencio VIII, era sobre todo un amante del arte; gran amante de la vida disipada, se concentró en adquirir el ducado de Spoleto para su sobrino Lorenzo. En 1517 no supo ver la importancia de un suceso que también iba a anunciar el final de las ambiciones del papado de occidente. Como profesor del Nuevo Testamento en Wittenberg, un monje agustino desconocido que había estado en Roma pocos meses antes y que se consideraba un católico leal, publicó noventa y cinco tesis críticas contra el comercio de indulgencias destinado a financiar la gigantesca nueva basílica de San Pedro que entonces se estaba construyendo. Su nombre era Martín Lutero.

La Reforma

Durante siglos Roma había frenado cualquier reforma, y ahora se encontraba con la Reforma, que pronto desarrolló vm extraordinario dinamismo religioso, político y social. Para Roma, que ya había perdido el oriente, la Reforma constituyó una segunda catástrofe que prácticamente le supondría la pérdida de la mitad norte de su imperio romano. Y con la pérdida de unidad, claro está, la catolicidad de esta iglesia también quedó en entredicho, pues se entienda como se entienda la catolicidad (dependiendo de si el punto de vista es original y sagrado, polémico y doctrinal, o geográfico, numérico y cultural), ya no se podía ignorar el hecho de que la «iglesia católica» que incluía a todos ya no era la misma que antes de la ruptura, y que conjuntamente con su unidad su propia catolicidad, independientemente de cómo se interpretara en términos teológicos, también parecía rota. Pronto incluso los católicos llamarían a su iglesia «católica romana», sin advertir que el calificativo «romana» fundamentalmente negaba la «catolicidad»: un verdadero oxímoron.

Los reformistas percibieron con mucha claridad la amenaza que habían cernido sobre la catolicidad. Martín Lutero en particular se resistió vigorosamente a prestar su nombre como atributo de la iglesia. Pero no pudo evitarlo: algunas iglesias todavía se llaman a sí mismas «luteranas». Desde el principio, tanto por razones teológicas como jurídicas (el reconocimiento de su iglesia por la ley imperial), los reformistas dieron gran importancia a su pertenencia a la «iglesia católica». Sin embargo, entendían esa catolicidad en un sentido doctrinal: la fe católica era la que siempre se había seguido, en todas partes y por todas las gentes, de acuerdo con las escrituras.

Martín Lutero no era en modo alguno en sus inicios el rebelde no católico en el que han querido convertirlo durante siglos la polémica romana y la historiografía de la iglesia. Más recientemente, historiadores católicos como Joseph Lorts han sacado a la luz al Lutero católico. Estos estudiosos han mostrado cómo la concepción de Lutero sobre la justificación del pecador tenía sus raíces en la piedad católica, cómo se centraba en el Cristo crucificado que Lutero había conocido en su monasterio agustino; cómo la teología de Agustín abrió los ojos de Lutero a la corrupción del pecado como egoísmo humano y la perversión del propio ser, pero también a la omnipotencia de la gracia de Dios, que se conjugaba con el misticismo medieval y su sentido de la humildad y la llaneza ante Dios, a quien se debía todo honor. Incluso las raíces de Lutero en el ockhamismo del estudioso de Tubinga Gabriel Biel, cuyo pupilo B. A. von Usmgen era maestro de Lutero, se ve ahora bajo un prisma positivo: la comprensión de la gracia como don de Dios, el caso de la justificación como un caso de juicio, que reside en la aceptación por parte de hombres y mujeres de una libre elección divina que no está fundada en ellos.

Así pues, Lutero, que en muchos aspectos tenía sus raíces en la tradición católica, no debería en modo alguno haber sido condenado radicalmente como no católico. Pero la comisión del Vaticano, que estaba formada casi enteramente por juristas canónicos, no deseaba ni era capaz de ver qué había en común entre él y la tradición católica. sin embargo, la discusión crítica no versa solo sobre el «Lutero católico» -un Lutero que sigue siendo católico—, sino también sobre el Lutero reformista, quien junto a Pablo y Agustín atacó la escolástica y el aristotelismo. Aquí el criterio para el juicio no puede ser simplemente el contrarreformista concilio de Trento, la teología de la alta escolástica o la patrística griega y latina; en último término, las Escrituras, el Evangelio, el mensaje cristiano original, debe constituir el criterio principal, fundamental y permanente de cualquier teología cristiana, incluida la teología católica.

¿Era católico el programa de la Reforma?

La inclinación personal de Lutero hacia la Reforma, así como su efecto histórico, tremendamente explosivo, derivaban de una fuente concreta reclamaba el retorno de la Iglesia al Evangelio de Jesucristo, que consideraba un Evangelio vivo en las Sagradas Escrituras, y especialmente en los escritos de Pablo. Específicamente esto quería decir que:

  • En oposición a todas las tradiciones, leyes y autoridades que se habían ido desarrollando con el paso de los siglos, Lutero subrayaba la primacía de las escrituras. «Solo las escrituras.»
  • En oposición a los miles de santos y miles sobre miles de mediadores oficiales entre Dios y la humanidad, Lutero subrayaba la primacía de Cristo: «Solo Cristo», que es el centro de las Escrituras y el punto de referencia para toda exégesis de las Escrituras.
  • En oposición a los logros religiosos piadosos y a los esfuerzos de hombres y mujeres (sus «obras») para conseguir la salvación de sus almas, que eran ordenadas por la Iglesia, Lutero subrayaba la primacía de la gracia y de la fe: «Solo la gracia», la gracia de Dios —como se había mostrado en la cruz y en la resurrección de Jesucristo—, y «solo la fe», la confianza incondicional de hombres y mujeres en ese Dios.

No hay duda de que en comparación con el «pensamiento en niveles superpuestos» tan característico de la escolástica, la teología de Lutero era mucho más proclive a entenderse a base de oposiciones: la fe en oposición a la razón, la gracia a la naturaleza, la ética cristiana a la ley natural, la iglesia al mundo, la teología a la filosofía, lo específicamente cristiano a lo humanista.

En sus inicios en el monasterio, y durante muchos años, Lutero había llegado a conocer los problemas de conciencia privados de un monje atormentado por la conciencia de ser un pecador y por la noción de la predestinación. El mensaje de la justificación en base a su confianza en la fe consiguió liberarlo de ello. Pero a él le preocupaba algo más que la paz íntima del alma. Su experiencia de justificación formaba la base para su llamamiento a la reforma de la iglesia católica, que debía ser una reforma según el espíritu del Evangelio, dirigida menos a la reformulación de la doctrina que a la renovación de la vida cristiana en todas las esferas.

En 1520, que para Martín Lutero fue el año de su ruptura teológica, cuatro trabajos teológicos, apropiados a la situación, escogidos con toda intención y dotados de gran poder teológico, mostraban la coherencia y la consistencia del programa reformador. Además de su edificante sermón «De las buenas obras» (y sobre la confianza en la fe) y su escrito
De la libertad del cristiano
(un resumen de su comprensión de la justificación), fue el apasionado llamamiento de Lutero a emperadores, reyes y nobles para la reforma de la iglesia lo que provocó mayor revuelo. Titulado
Manifiesto a la nobleza cristiana de Alemania
, retomaba los
gravamina
(cargos) de la nación alemana, que ya se habían expresado con frecuencia.

Este fue el ataque más agudo hasta ese momento contra el sistema curial, que evitaba una reforma de la iglesia con sus tres presunciones romanas («Los muros de los romanistas»): 1. La autoridad espiritual prevalece sobre la autoridad temporal; 2. Solo el papa es el verdadero intérprete de las escrituras; 3. Solo el papa puede convocar un concilio. Según Lutero, ninguna de las tres afirmaciones se podía sustentar en las Escrituras o la antigua tradición católica. Al mismo tiempo, Lutero desarrolló un programa de reformas en veintiocho puntos tan extenso como detallado. Las primeras doce demandas apelaban a la reforma del papado: la renuncia a las ambiciones de gobernar el mundo y la iglesia; la independencia del emperador y de la iglesia alemana, y el fin de las múltiples formas de explotación por parte de la cuna. Pero después el programa se convertía en un alegato a favor de la reforma de la vida de la iglesia y del mundo: la vida monástica, el celibato de los sacerdotes, las indulgencias, las misas de ánimas, las festividades de los santos, las peregrinaciones, las órdenes mendicantes, las universidades, las escuelas, el cuidado de los pobres y la abolición de la lujuria. Aquí ya se hallaban las afirmaciones programáticas para el sacerdocio de todos los creyentes y el ministerio de la Iglesia, que se basaba en el ejercicio público de la autoridad sacerdotal, que intrínsecamente se otorgaba a todos los cristianos.

Otro escrito programático del mismo año,
La cautividad de Babilonia
, se dedicaba a una nueva base para la doctrina de los sacramentos, los auténticos cimientos de la legislación de la iglesia romana El argumento de Lutero era que si uno tomaba la «institución por el mismo Jesucristo» como único criterio, solo había dos sacramentos en sentido estricto —el bautismo y la eucaristía— y como mucho tres si incluimos también la penitencia. Los otros cuatro —confirmación, ordenación, matrimonio y extremaunción— podían mantenerse como costumbres piadosas de la iglesia, pero no como sacramentos instituidos por Cristo. Aquí volvían a hallarse muchas propuestas prácticas para la reforma, desde la comunión con el cáliz para el laicado hasta la posibilidad de que las partes inocentes en un divorcio pudieran volver a casarse. Pero ¿era necesario que esas demandas llevaran a la ruptura?

La responsabilidad de la ruptura

Desde luego, todo dependía de cómo, tras siglos de obstrucciones, reaccionara Roma a las demandas de una reforma ahora ya evidentemente radical. Si los moradores del Vaticano hubieran sido capaces de reconocer los signos de los tiempos podrían haber decidido arrepentirse en el último momento para seguir el evangelio de Jesucristo, tal como se cita irrevocablemente en las Sagradas Escrituras incluso para aquellos que desempeñan ministerios en la iglesia. Claro está que podrían haber criticado los excesos de Lutero: sus formulaciones eran a menudo emocionalmente limitadas y exageradas. Roma podría haber solicitado elaboraciones y correcciones. Pero eso habría exigido inevitablemente de Roma una reorientación fundamental. Hoy en día sé que se podría haber llegado a un acuerdo en el tema de la justificación, como argumenté en mi disertación doctoral
Justificación
en 1957 y como han confirmado los documentos de consenso de 1999 tras las conversaciones entre las iglesias católica y luterana.

Pero lo que el serio Inocencio III, enfrentado ahora a Francisco de Asís, pretendía evitar ni siquiera surgió durante el papado de ese
playboy
superficial, León X. Una Roma sin deseos de reformarse respondía a las demandas de los reformadores de un «retorno al Evangelio de Jesucristo» con el mismo simplismo de siempre y con peticiones de «sumisión a las enseñanzas de la iglesia», presuponiendo que la iglesia, el papa y el Evangelio eran la misma cosa. ¿Cómo podía tenerse en cuenta a un joven monje hereje del lejano norte antes que al papa de Roma, el señor de la iglesia, que todavía gozaba del apoyo de los poderes terrenales? Estaba bastante claro que el monje debía retractarse: esta era la posición de Roma, o de otro modo le habrían quemado en la hoguera como a Hus, Savonarola y a cientos de «herejes» y «brujas».

Todo el que haya estudiado esta historia no puede albergar dudas de que no fue el reformista Lutero sino Roma, con su resistencia a las reformas —y sus secuaces alemanes (especialmente el teólogo Johannes Eck)—, la principal responsable de que la controversia sobre la salvación y la reflexión práctica de la iglesia sobre el Evangelio se convirtiera rápidamente en una controversia diferente sobre la autoridad e infalibilidad del papa y los concilios. A la vista de la cremación del reformista Jan Hus y de la prohibición en el concilio de Constanza de que el laicado bebiera del cáliz en la eucaristía, se trataba de una infalibilidad que Lutero no podía refrendar en modo alguno.

Ahora debemos examinar un punto decisivo: más que nadie antes de él en los quince siglos de historia de la iglesia, Lutero había hallado un acceso existencial directo a la doctrina del apóstol Pablo para la justificación del pecador a través de la fe, y no a través de las obras. Este punto había quedado completamente tergiversado con la promulgación de indulgencias en la iglesia católica, que defendía que el pecador podía salvarse realizando penitencias acordadas e incluso mediante el pago de sumas de dinero El redescubrimiento del mensaje de Pablo sobre la justificación —entre los múltiples virajes, oscuridades, encubrimientos y descripciones exageradas— es un logro teológico inaudito, que el mismo reformador siempre reconoció como obra especial de la gracia de Dios A la luz de esta cuestión central, parece obligada una rehabilitación formal de Lutero y la revocación de su excomunión por parte de Roma Es uno de los actos de reparación que deberían acompañar a las actuales confesiones de culpabilidad del papa.

Desde la perspectiva de hoy en día podemos comprender mejor la Reforma como un cambio de paradigma un cambio en la constelación general de la filosofía, la Iglesia y la sociedad De un modo comparable a la revolución de Copérnico en el cambio de un concepto geocéntrico a otro heliocéntrico del mundo, la Reforma de Lutero fue un cambio mayúsculo del paradigma católico romano medieval al paradigma evangélico protestante en teología y en el ámbito eclesiástico equivalía a un alejamiento del «eclesiocentrismo», humano en demasía, de la Iglesia poderosa hacia el «cristocentrismo» del Evangelio Más que en otra cuestión, la Reforma de Lutero puso el énfasis en la libertad de los cristianos.

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