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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (25 page)

BOOK: La iglesia católica
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Contra la vehemente oposición de la curia, tradicionalmente antijudía, hacia el fin del concilio se aprobó la declaración
Nostra aetate
sobre las religiones del mundo. Por primera vez en un concilio se desaprobó estrictamente una «culpa colectiva» del pueblo judío, entonces o ahora, por la muerte de Jesús; se oponía a cualquier rechazo o desprecio dirigido al antiguo pueblo de Dios, y especialmente se lamentaba «todo estallido de odio, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo que se hayan dirigido contra los judíos en cualquier época por parte de cualquiera», y se prometía el «mutuo reconocimiento y respeto». En este punto el concilio finalmente hizo justicia a las intenciones de Juan XXIII.

No resulta fácil en modo alguno realizar una evaluación del concilio Vaticano II (1962-1965). Pero como persona que ha asistido a ese concilio y todavía alberga algunas críticas hacia el mismo, casi cuatro décadas después de su conclusión, mantengo mi veredicto: para la iglesia católica, este concilio representó un incuestionable punto de inflexión. Con el concilio Vaticano II, la iglesia católica —a pesar de las dificultades y obstáculos impuestos por el sistema romano medieval— intentó llevar a la práctica dos cambios de paradigma simultáneos: integró rasgos fundamentales tanto del paradigma de la Reforma como del paradigma de la Ilustración y la modernidad.

En primer lugar integró el paradigma de la Reforma. La complicidad católica en la división de la iglesia quedó reconocida, así como la necesidad de reformas constantes.
Ecclesia semper reformanda
, constante renovación de la iglesia en los ámbitos de la vida y la enseñanza según los evangelios: este era el punto de vista oficial de la iglesia católica. Las hermandades cristianas fueron finalmente reconocidas como iglesias. Se reclamaba una actitud ecuménica por parte de la iglesia católica. Al mismo tiempo se asumieron una serie de cuestiones de máxima importancia, al menos en principio, y a menudo también de un modo práctico: había un nuevo respeto por la Biblia en la predicación, la teología y la vida de la iglesia, así como en la vida de los creyentes individuales en general. Se aprobaba una predicación auténtica destinada a las gentes en su lengua vernácula y una celebración reformada de la eucaristía dedicada a la comunidad. Se produjo una reevaluación del laicado a través de los consejos parroquiales y diocesanos y su admisión en el estudio de la teología. La iglesia se adaptó a las condiciones locales y nacionales poniendo énfasis en las iglesias locales y en las conferencias episcopales nacionales. Finalmente, se Uevó a cabo la reforma de la piedad popular y la abolición de muchas formas concretas de piedad que provenían de la Edad Media, el barroco y el siglo xix.

También hubo una integración del paradigma de la modernidad. Aquí hallamos unos cuantos principios centrales clave. Hubo una clara afirmación de la libertad religiosa y de conciencia y de los derechos humanos en general, que habían sido condenados por Pío XII en 1953. Hubo un reconocimiento fundamental de la complicidad con el antisemitismo y un giro positivo hacia el judaísmo, del cual deriva el cristianismo. Pero también hubo una actitud nueva y constructiva hacia el islam y las restantes religiones del mundo. Se reconoció que en principio la salvación también es posible fuera del cristianismo, incluso para los ateos y los agnósticos si actúan de acuerdo con su conciencia. Hubo también una actitud fundamentalmente positiva hacia el progreso moderno, que había sido largo tiempo despreciado, y hacia el mundo seglar, la ciencia y la democracia.

Cuando llegó el momento de la concepción de la iglesia en particular, la Constitución de la Iglesia resultante del concilio se disoció de la concepción de la iglesia como una especie de imperio romano sobrenatural, que se había mantenido desde el siglo XI. Según este punto de vista, el papa está en cabeza como pontífice único y absoluto; después llega el turno de la «aristocracia» de los obispos y sacerdotes; y finalmente, con una función pasiva, el «pueblo súbdito» de los creyentes. Había deseos de superar una visión tan clericalizada, legalista y triunfalista de la iglesia, que fue vigorosamente criticada en el concilio. En consecuencia, la primera versión de la constitución de la iglesia, redactada por la comisión preparatoria de la curia, fue rechazada por el concilio en una elocuente votación por abrumadora mayoría. El cambio decisivo que se había llevado finalmente a cabo era que todas las declaraciones sobre la jerarquía eclesiástica estaban prologadas por una sección que versaba sobre el pueblo de Dios. «Pueblo de Dios» se entendía como una hermandad en la fe que constantemente recorre su camino en el mundo, un pueblo de pecadores y peregrinos provisionales, siempre dispuestos a aceptar nuevas reformas. Al mismo tiempo, verdades que se habían desdeñado durante siglos eran ahora reclamadas. Aquellos que desempeñaban algún ministerio no se hallaban por encima del pueblo de Dios sino que forman parte del mismo; no son señores, sino servidores. El sacerdocio universal de los creyentes debe tomarse tan en serio como el significado de las iglesias locales en el marco de la iglesia en su conjunto: las comunidades dedicadas al culto constituyen la iglesia en su significado más original. Y los obispos, independientemente de la primacía papal, deben ejercer una responsabilidad común y colegiada para el liderazgo de la iglesia. Pues el obispo no se convierte en obispo por designación del papa, sino a través de la consagración. Finalmente, el diacanato fue restablecido (aunque hasta el presente solo se ha pensado en los hombres) y la ley del celibato fue abolida al menos para los diáconos. Sin embargo, este era un aspecto del concilio. Había otro aspecto menos positivo.

Desde el principio, la maquinaria de la curia hizo todo lo posible para mantener el concilio bajo control. Pronto se comprendió que, en contraste con el concilio Vaticano I, el Vaticano II estaba apoyado por una mayoría sólida y creciente. Sin embargo, desde el principio la curia se aseguró (una nefasta concesión del papa Juan) de que todos los presidentes de cada comisión conciliar fueran cardenales de la curia, y que tanto el secretario general como los secretarios de las comisiones fueran teólogos de la curia. Fue como si en un Parlamento las comisiones parlamentarias de investigación estuvieran controladas por los propios ministros a controlar y sus ayudantes.

El resultado fue un forcejeo constante entre el concilio y la curia. Una y otra vez, la mayoría conciliar progresiva buscaba un compromiso con la pequeña minoría reaccionaria y el aparato de la curia que la apoyaba. También una y otra vez quedaba la mayoría del concilio desplazada por las decisiones individuales del papa o por los cambios que el papa realizaba sobre los textos (como sucedió con el decreto sobre el ecumenismo). Ningún obispo ni ninguna conferencia de obispos se aventuró a presentar una protesta.

Por desgracia, Juan XXIII murió después de la primera sesión del concilio a la edad de ochenta y dos años; demasiado pronto. Si los papas Píos no merecían la beatificación, Juan XXIII no la necesitaba; los católicos ya hacía tiempo que le habían beatificado con dudosas pruebas de milagros. Roncalli fue sustituido por el papa Montini, Pablo VI (1967-1978), serio pero indeciso (como Hamlet), quien en última instancia, y considerando el conjunto de su carrera, pensó en términos más curiales que conciliares.

Ciertamente, en algunos casos, sobre todo en cuestiones de libertad religiosa y judaísmo, la mayoría del concilio podía oponerse a la cuna, pues en último término esta era también la voluntad del papa Pero en especial con respecto a la constitución de la iglesia y la corrección del concilio Vaticano I, se produjo un compromiso oportuno. Para decirlo abiertamente, parecía como sigue. La cuna toleraba los primeros dos capítulos básicos de la constitución de la iglesia del concilio Vaticano II que se refería a la iglesia como «misterio» y del «pueblo de Dios» y poseía una orientación bíblica. Pero en el tercer capítulo restableció claramente la antigua estructura jerárquica, con algunas ampliaciones sobre la colegialidad, la consagración de los obispos y la infalibilidad (el ominoso artículo 25 que retomaba de los textos teológicos romanos, y sin discusión, la tesis de un infalible magisterio «ordinario» incluso para los obispos) Todo esto quedó finalmente decidido con una
Nota praevia explicativa
de Pablo VI, que se impuso al concilio apelando a su supuesta «autoridad superior», al concluir la tercera sesión, incluyó en el centro del texto de constitución la antigua ideología de la primacía como norma hermenéutica Esto lo empañó todo. Se produjeron escándalos, lamentaciones, irritación e indignación entre los obispos, pero no hubo protestas al respecto ni se opusieron resistencias ante esta y otras acciones arbitrarias del papa, que de nuevo distorsionaron la colegialidad episcopal.

El sistema romano, que hizo su entrada en el siglo XI con la Roma gregoriana y atribuía la única regencia de la Iglesia al papa y a su cuna, fue sacudida, pero no deshecha, en el concilio Vaticano II, igual que había sucedido en el concilio de Constanza. Ahora se aceptaba tácitamente que el sistema romano de gobierno sería estrictamente rechazado por las iglesias ortodoxas del este y las iglesias de la Reforma, pero que estas pondrían probablemente pocas objeciones a un papado realmente ecuménico.

Dos de las tres demandas prácticas centrales de los reformistas se cumplían en principio: el uso de las lenguas vernáculas en la liturgia y la apertura de la comunión en la eucaristía para incluir la ofrenda del cáliz también a los laicos. Pero otros tabúes del concilio resultaron muy nocivos. El matrimonio de los sacerdotes no podía discutirse. Ni podía haber debates sobre las demandas prácticas de los reformistas, el divorcio, un nuevo orden para el nombramiento de los obispos, la reforma de la curia o, sobre todo, el mismo papado. En una misma tarde tres cardenales importantes realizaron sendas alocuciones en favor de una doctrina comprensiva con el control de natalidad (la contracepción). Pero la discusión fue vetada de inmediato por el papa, y el asunto (como la cuestión de los matrimonios mixtos entre confesiones) se remitió a una comisión papal. Más tarde esta se declararía en contra de las enseñanzas romanas tradicionales, pero fue desautorizada por el papa en persona en 1968 con la encíclica
Humanae vitae
.

En el concilio resultó imposible llegar a poco más que un compromiso entre el paradigma de la iglesia antimodernista de la Contrarreforma medieval y un paradigma contemporáneo. Así pues, durante el concilio (y esto también forma parte de esta historia), decidí desarrollar una concepción responsable de la iglesia para el tiempo presente que se basaba en gran medida en el mensaje de la Biblia, y escribí mi libro La iglesia. En el mismo año de su publicación, 1967, se entablaron procesos inquisitoriales por parte del Santo Oficio (Congregación para la Doctrina de la Fe): todas las traducciones fueron inmediatamente prohibidas, un decreto que decidí dejar de lado (la edición inglesa apareció en 1968). Se iniciaron unas negociaciones que duraron años en base a las justas condiciones para la celebración de un «colloquium». Lo que ahora se da por descontado en cualquier tribunal seglar —la inspección de los informes, la participación de un defensor y la posibilidad de apelar a una autoridad independiente— nunca se permitía en los procesos romanos. Si el acusado no se somete de inmediato, ya está de hecho condenado. Mientras tanto, sin embargo, se habían estado gestando unos acontecimientos aún más dramáticos que muchos católicos observaban con desconfianza. Las gentes habían empezado a preguntarse adonde se dirigía la iglesia católica.

Restauración en lugar de renovación

Casi inmediatamente después de la conclusión del concilio Vaticano II resultaba evidente que, a pesar de las concesiones en la reforma de la liturgia, la renovación de la iglesia católica y el entendimiento ecuménico con otras iglesias cristianas deseado por Juan XXIII, el concilio estaba estancado. Al mismo tiempo, la jerarquía de la iglesia estaba empezando a perder credibilidad de forma espectacular. La disociación romana entre la «política exterior» y la «política interior», tan típica ahora, ya era evidente en 1967: de cara al exterior (lo que no le costaba nada a la iglesia), la iglesia era progresiva, como en la encíclica
Populorum progressio
. Pero de puertas adentro, en sus propios asuntos, la iglesia era reaccionaria, y publicó una encíclica sobre el celibato
(Sacerdotalis coelibatus)
: las más altas verdades del Evangelio se aderezaban para demostrar lo que no puede probarse; que debe existir un celibato obligatorio para los sacerdotes. Este documento tampoco hizo nada por resolver la contradicción básica: apelando al Evangelio, los líderes de la iglesia católica romana tergiversaron lo que, según el Evangelio, era una vocación completamente libre para el celibato en una ley que reprimía las libertades.

Aquí, y por primera vez desde el concilio, el papa, de nuevo de un modo autoritario y preconciliar, tomaba una decisión unilateral, burlándose del colegio episcopal que se adoptó solemnemente en el concilio. Esta decisión sobre el celibato fue especialmente importante para las iglesias de América Latina, África y Asia, donde hay carencia de vocaciones, y el propio papa prohibió que se discutiera en el concilio. De nuevo no hubo protestas por parte del episcopado, que, por primera vez desde el concilio, había sido abiertamente despreciado; solo un número cada vez menor de obispos en Bélgica y Canadá elevaron sus voces en favor de la colegialidad.

Resultaba bastante evidente que, a pesar del impulso del concilio, en este período posconciliar no había sido posible impulsar un cambio decisivo en la estructura autoritaria, institucional y personal del gobierno de la iglesia acorde con el espíritu del mensaje cristiano: a pesar de los cambios inevitables, el papa, la curia y la mayoría de los obispos siguieron comportándose de un modo autoritario y preconciliar. Poco parecían haber aprendido del proceso llevado a cabo en el concilio. En Roma y en otras áreas de la iglesia, personalidades concretas llevaban todavía las riendas del poder, y mostraban más interés en preservar ese poder y en el mantenimiento del statu quo adecuado que en una renovación seria según el espíritu del Evangelio y la colegialidad.

En toda decisión posible, grande o pequeña, todavía se apelaba al Espíritu Santo, a la autoridad apostólica supuestamente otorgada a Cristo. El alcance de todo esto quedó claro a los ojos de todos cuando, en 1968, con una nueva encíclica perniciosa contra la contracepción,
Humanae vitae
, Pablo VI arrojó a la iglesia a una crisis de credibilidad que todavía persiste hoy en día. Una vez más, ¡qué retraso en el tiempo había entre la evolución de la iglesia y la de la sociedad!: esta encíclica retrógrada apareció precisamente tres meses después, de «mayo del 68», cuando en Francia estaban empezando los movimientos sociales que, en esencia, implicaban una puesta en cuestión de todas las autoridades tradicionales.
Humanae vitae
era el primer ejemplo en la historia de la iglesia del siglo XX en que la amplísima mayoría del pueblo y el clero rechazaban rendir obediencia al papa en una cuestión de importancia, aunque, según el punto de vista papal, esta era una enseñanza «infalible» del magisterio «ordinario» del papa y los obispos (artículo 25 de la constitución de la iglesia). Trazaba un paralelo preciso al más reciente rechazo de Juan Pablo II a la ordenación de las mujeres «para toda la eternidad», que también se ha declarado explícitamente infalible.

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