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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (19 page)

BOOK: La iglesia católica
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Finalmente, en 1545 (casi tres décadas después de la súbita aparición de la Reforma y solo dos años antes de la muerte de Lutero), con la aprobación del emperador, Paulo III inauguró el concilio tanto tiempo esperado, el concilio de Trento.

Después del concilio comenzó a desarrollarse lentamente, en oposición al cristianismo protestante del norte y del oeste de Europa, un catolicismo mediterráneo con sello italiano y español. No solo tuvo influencia en la Alemania católica, sino que se trasladó a las tierras de los indios, que pronto pasaría a llamarse «América Latina». Sin embargo, allí no conseguiría desarrollar una forma auténticamente indígena. Los continentes recién descubiertos no tuvieron una influencia decisiva en Roma hasta mediados del siglo XX, y no pueden ser objeto de un tratamiento específico en el marco de esta breve historia.

La Contrarreforma católica romana

Tras la Reforma, el papado se mantuvo a la defensiva y condenó a la reacción. En 1542, bajo el cardenal Carofa, se fundó el famoso Sanctum Officium Sanctissimae Inquisitionis, hoy llamado Congregación para la Doctrina de la Fe, el centro de la Inquisición en todos los países, y se publicó un primer índice de libros prohibidos, que constituyó un acontecimiento trágico para los reformistas católicos de disposición evangélica, y quedó sellado con la elección del mismo Carofa como papa en 1555.

Como Paulo IV, de nuevo intentó consolidar una teocracia medieval, y fracasó estrepitosamente.

Desde el principio los partidarios italianos de la reforma tenían poco que decir en el concilio, que finalmente se celebró en Trento, en el norte de Italia, de 1545 a 1563. En contraste con los primeros concilios verdaderamente ecuménicos, y en contraste con el concilio de Constanza, este fue de nuevo un concilio papal, como los sínodos generales del medievo. Al comienzo solo tomaron parte prelados esencialmente españoles e italianos; los protestantes, comprensiblemente, rehusaron participar.

Sin embargo, los serios esfuerzos reformistas de este concilio no pueden pasarse por alto; tendrían su efecto en el curso de los decenios siguientes. Los decretos doctrinales, deseados en Roma, sobre las Escrituras y la tradición, la justificación, los sacramentos, el purgatorio y las indulgencias, provocaron algunos malentendidos. Los decretos disciplinarios, solicitados por el emperador, constituyeron la base de nuevas formas de educación sacerdotal (siguiendo el modelo del Pontificium Collegium Germanicum, fundado por Ignacio de modo similar), la vida de las órdenes religiosas y la predicación. Con el tiempo los decretos reformistas también condujeron a la renovación de la actividad pastoral, las misiones, la catequesis y el cuidado de los pobres y los enfermos.

Pero el concilio no se pronunció sobre la reforma del papado, que con tanta urgencia se necesitaba, aunque tampoco dijo nada sobre la primacía papal ni la infalibilidad. La curia romana estaba demasiado atemorizada por los decretos del concilio de Constanza acerca de la supremacía del concilio sobre el papa. Más aún, se solicitó su renovación en una sesión posterior del concilio por parte de destacados obispos alemanes y delegados de los territorios evangélicos, aunque tan en vano como la abolición del juramento de fidelidad de los obispos al papa.

Una demarcación militante del protestantismo formaba ahora la frontera exterior y el límite sustantivo de la renovación en el seno del catolicismo De hecho, la repentina aparición de la reforma católica solo había llegado a nacer bajo la presión de la Reforma La Reforma, pues, no era únicamente la ocasión para el encuentro de la Iglesia en Trento, como piensan algunos historiadores de la Iglesia católica, también desafió a la Reforma, la aceleró y fue su adversaria permanente La Contrarreforma no comenzó, como piensa el historiador conciliar católico Hubert Jedm, solo setenta y cinco años después de convocarse el concilio de Trento, sino con el concilio mismo La autorreforma católica y la Contrarreforma militante no eran dos fases, eran dos caras de un mismo movimiento reformador El concilio reaccionó ante la preocupación teológica de la Reforma con decenas de anatemas y demandas de excomunión, e incluso las preocupaciones prácticas de los reformistas, que en parte también eran compartidas por el emperador y numerosos reformistas católicos —el cáliz para el laicado, la liturgia en lengua vernácula y el matrimonio de los sacerdotes— fueron rechazadas sin discutirse seriamente, solo el concilio Vaticano II, cuatrocientos años después, se ocuparía de las dos primeras.

La actitud antirreformista básica del concilio de Trento quedó mucho más patente en sus decretos sobre los sacramentos, pues la doctrina romana de los sacramentos era la base para la ley eclesiástica romana Con una falta total de consideración por las objeciones sobre la exégesis, la historia y la teología de los reformistas, se definieron los sacramentos, bajo amenaza de excomunión, como siete, el número medieval: no solo el bautismo, la eucaristía y la penitencia, sino también la confirmación, la ordenación, el matrimonio y la extremaunción fueron declarados sacramentos «instituidos» por Cristo. Al mismo tiempo se restauró la misa medieval, despojada de sus excrecencias más notorias, que quedaba bajo el control, hasta la última palabra y la posición de los dedos de los sacerdotes, de las «rúbricas» (instrucciones escénicas impresas en rojo). Esta liturgia totalmente regulada por el clero, que a menudo se celebraba a la manera barroca en aquellos tiempos, seguiría siendo la forma básica de la liturgia católica hasta el concilio Vaticano II, junto con las devociones cada vez más numerosas, la vivaz piedad popular de las procesiones y las peregrinaciones, y la veneración de María.

Así, para el concilio de Trento (en contraste con el Vaticano II), las reformas en el seno de la iglesia formaban parte de un programa de lucha contra la Reforma, y no una reconciliación o una simple reunión. Eso también quedó patente en el arte: la grandiosa arquitectura, escultura, pintura y música del barroco eran expresión de las renovadas demandas de una «Ecclesia militans et triumphans» y, al mismo tiempo, el único estilo unitario de la vieja Europa. Hablando en términos generales, la reforma católica llevaba el sello de la restauración. Era el espíritu medieval ataviado de Contrarreforma. Esto también resultó cierto para lo que Jedin llama el «resurgimiento de la escolástica» en España y en Roma, y la ahora novedosa «teología de la controversia» contra los protestantes.

Así pues, el concilio de Trento no podía ser y no sería el concilio ecuménico para la unión del cristianismo (o al menos del cristianismo occidental) que se había deseado y demandado tanto tiempo. Fue más bien el concilio confesional particular de la Contrarreforma, y se puso totalmente al servicio de la recatolización de Europa. Esto podía llevarse a cabo a través de la política siempre que fuera posible y con la fuerza de los ejércitos en caso necesario. Con la presión diplomática en combinación con la intervención militar: en la segunda mitad del siglo XVI, esta estrategia llevó en Europa a un auténtico aluvión de actos de violencia, «batallas de fe» y guerras de religión (¡qué mal uso de la fe y de la religión!). En Italia y España los pequeños grupos protestantes fueron reprimidos; en Francia hubo ocho guerras civiles contra los hugonotes (tres mil protestantes fueron masacrados en París la noche de San Bartolomé); en los Países Bajos los calvinistas holandeses se enzarzaron en una lucha por sus libertades contra el gobierno de España que duró más de ocho años. Finalmente, Alemania quedó asolada por la temible guerra de los Treinta Años (1618-1648), que la convirtió en un campo de batalla en ruinas no solo para los católicos y los protestantes, sino también para daneses, suecos y franceses.

La paz de Westfalia de 1648 reguló la situación en Alemania de acuerdo con el principio de paridad de ambas confesiones y el reconocimiento de la iglesia reformada. En esencia, las regiones propias de las dos confesiones que entonces se delimitaron han seguido así hasta hoy en día. Y también la independencia de Suiza y Holanda del imperio germánico, que se reconoció en aquellos días en el derecho internacional.

Toda una época había llegado a su fin. Las fuerzas religiosas que se habían esforzado al máximo estaban exhaustas. La religión no supo mostrar el camino hacia el fin del infierno de la guerra. Por el contrario, las disputas religiosas sobre cuál es la única verdad fueron un factor clave en la guerra de los Treinta Años. La paz solo se pudo lograr dejando la fe a un lado. El cristianismo se había mostrado incapaz de lograr la paz. Y por ello perdió credibilidad de un modo decisivo, de manera que a partir de ese momento tuvo cada vez menos influencia en la creación de los vínculos religiosos, culturales, políticos y sociales de Europa. De este modo contribuyó al proceso del alejamiento de la religión, la secularización, el creciente talante mundano que llegaría a determinar en modo decisivo el carácter de una nueva era' la modernidad. Una nueva cultura secular estaba en proceso de creación.

- VII -
LA IGLESIA CATÓLICA CONTRA LA MODERNIDAD
Una nueva era

¡Qué diferente es El Escorial, a las afueras de Madrid, del palacio de Versalles! El Escorial es un palacio monástico solitario, frío y gris ubicado en el paisaje de colinas peladas de Castilla, residencia real, sede de la autoridad, centro de estudio y de plegaria, con la iglesia en su centro; Versalles es un espléndido chateau rodeado de un gigantesco jardín artificial, un edificio clásico muy representativo con la «chambre du roi» en el centro y la iglesia en un ala. Sus constructores y señores eran también radicalmente diferentes uno de otro: Felipe II de Habsburgo, un estricto ortodoxo católico, el hombre más poderoso de la segunda mitad del siglo XVI, y el Borbón Luis XIV, «católico», pero a duras penas religioso; de hecho, era más bien un autócrata totalmente secularizado, y la personalidad más poderosa de la segunda mitad del siglo XVII.

He aquí dos gobernantes, dos mundos, separados por el gran abismo de la historia europea de mediados del siglo XVII.

  • España era la potencia católica romana preeminente, enriquecida por los descubrimientos, pero agotada por las guerras: una derrota por parte de Francia (1643) y la paz de los Pirineos (1659), la pérdida de Flandes (1648) y Portugal (1668). A finales de siglo España había quedado relegada del concierto de las potencias europeas.
  • Alemania (tras la guerra de los Treinta Años) e Italia (como resultado de las luchas entre las ciudades-estado y presa fácil para las grandes potencias) resultaban irrelevantes para la política mundial.
  • El papado, que había sido excluido como autoridad reguladora en el derecho internacional por la paz de Westfalia, no fue sustituido por una nueva institución que trascendiera a los estados. Pero la capacidad del protestantismo para involucrarse en nuevas ofensivas también parecía agotada. La confesión quedaba subordinada al estado: la edad de las confesiones fue sustituida por la edad del absolutismo monárquico durante casi ciento cincuenta años, de 1648 a 1789.

Se produjo un nuevo cambio de equilibrio, que ya no tenía su centro, como en los tiempos de la Reforma y la Contrarreforma, en el Mediterráneo y la Europa central, sino en el centro de Europa y la periferia occidental de las naciones atlánticas: los Países Bajos, Francia e Inglaterra, que se disputaban el «libre océano» para sus flotas con España y Portugal.

Sin embargo, Francia era ahora la potencia dominante en Europa. Con Luis XIII, hijo del antiguo hugonote Enrique IV de Navarra, que se convirtió al catolicismo (declarando «París bien vale una misa»), Francia siguió siendo una monarquía católica, pero se convirtió en un estado centralista secularizado, el más moderno de Europa, por obra del omnipresente
premier ministre
, el cardenal Richelieu. Internamente estableció el absolutismo monárquico enfrentándose a la nobleza, el Parlamento y los campesinos, y restó poder a los hugonotes en términos políticos y finalmente militares. Pero en el exterior, enfrentado a los ejércitos españoles, las flotas inglesas y los ejércitos mercenarios alemanes, Richelieu estableció el predominio de Francia sobre el continente europeo situando los intereses de estado por encima de los intereses de la iglesia o de la fe. Por primera vez puso en práctica, con toda coherencia, los principios de Maquiavelo para una
realpolitik
. Las guerras hegemónicas seguían este esquema, así como los altos costes de tales guerras y todas sus consecuencias.

En tiempos de Luis XIV estos principios de la política moderna —estado-nación soberano, razón de estado y lucha por la hegemonía— llegaron a su punto álgido. La religión servía para legitimar el absolutismo monárquico: en lugar de «un Dios, un Cristo, una fe», como en la Edad Media, ahora había «un Dieu, une foi, une loi, un roi». Los pensadores racionalistas de la política, tanto en el continente como en Inglaterra, argumentaban que el absolutismo monárquico era el único medio de prevenir el caos y garantizar la paz interna a través de un estado fuerte y centralizado (Thomas Hobbes,
Leviatán
, 1651). Este estado —en principio desprovisto de la gracia divina— era el producto de un pacto entre el pueblo y el soberano, y los pactos, como más tarde quedaría demostrado, estaban hechos para incumplirse.

Al mismo tiempo Francia se convirtió en la potencia cultural de Europa: tras la hegemonía de España, llegó la hegemonía de Francia. El francés reemplazó al latín como lengua internacional (y lengua de los tratados), y el clasicismo francés sustituyó al exuberante barroco. Todo quedó dominado por la geometría, que se convirtió prácticamente en algo característico de la época: el estado visto como una máquina racionalmente construida, desde la edificación de las ciudades, las fortificaciones y la arquitectura de los jardines hasta los ejercicios, la música y la danza. Todo esto estaba relacionado con el primero de una serie de impulsos revolucionarios que anunciarían la mudanza de los tiempos: el cambio a la modernidad, que haría época. Europa ya no se orientaba como en el Renacimiento hacia los modelos de la Antigüedad, sino que hacía uso de la razón autónoma, del progreso técnico y del concepto de «nación».

No resulta sorprendente, pues, que las innovaciones paradigmáticas y los «efectos modernizadores» en la sociedad, la iglesia y la teología no se pudieran encontrar en la esfera incuestionablemente romana de la norma. El paradigma católico romano, que inicialmente resultaba tan innovador en la Edad Media, se vio constreñido en la camisa de fuerza medieval, aunque el sistema romano siguiera desempeñando sus funciones como instrumento efectivo de gobierno en los países católicos. Desde el concilio de Trento, la iglesia se fue encerrando progresivamente en el «bastión» católico romano, desde el cual, en los siglos posteriores, atacó usando las mismas viejas armas de las condenas, la prohibición de libros, las excomuniones y las inhabilitaciones a los cada vez más numerosos «enemigos de la iglesia», que aparecían en tropel. Su éxito fue escaso: tras unos cuantos papas de importancia en la Contrarreforma —de Pío V a Urbano VIII pasando por Gregorio XIII entre los siglos XVI y XVII—, en la segunda mitad del siglo el papado se vio progresivamente arrinconado en las sombras de la historia.

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