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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (15 page)

BOOK: La iglesia católica
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Recientemente Tomás de Aquino ha sido criticado no solo por ser incapaz de criticar el «escarnio a la mujer» de Agustín, sino en realidad por aumentarlo Sujeto a la influencia de Aristóteles, consideraba al hombre como la única parte activa y «procreadora» gracias a su esperma y a la mujer como receptora, como parte pasiva (la existencia del óvulo de la mujer no se demostró hasta 1827) Así pues, describió a la mujer como «imperfecta y fallida», ciertamente como un «hombre fallido» fortuitamente imperfecto (
mas occasionatus
) También hablaba contra la ordenación de las mujeres para el sacerdocio sin embargo, para ser justos debería añadirse que a menudo Tomás expresaba las nociones generalmente extendidas de su tiempo Pero, afortunadamente, la Edad Media no estaba únicamente constituida por los elementos del papado y el imperio, la universidad y la teología.

La vida cotidiana de los cristianos

En este punto de esta breve historia de la iglesia católica haríamos bien en recordar que la historia del establecimiento de la iglesia como institución, como poder político, es una cosa, y la historia de la auténtica vida de los cristianos otra muy distinta. Podrían decirse muchas cosas sobre el activo trabajo caritativo de innumerables cristianos y su preocupación por el sufrimiento y por los pobres; sobre el cuidado de los enfermos, que se organizó en momentos muy tempranos y de los que surgieron los muchos hospitales que aún encontramos hoy en día; sobre la preocupación por la paz en oposición a las sangrientas venganzas y los feudos («la paz de Dios» para todos los tiempos sagrados); y las numerosas vidas diversas y pintorescas, tanto públicas como privadas; el
ars moriendi
, el arte y la cultura del morir, establecido en un entorno de interminables hambrunas, epidemias, pestes y guerras.

También se debería hablar del florecimiento de la caballería, de los trovadores y de la épica popular, de las incomparables catedrales románicas y góticas, de sus esculturas y vidrieras, de los hábitos, ritos de piedad y experiencias íntimas de los laicos, y las particulares experiencias de las mujeres, princesas, monjas y damas. Sin embargo, buena parte de la vida cristiana fue dominada por la iglesia «desde arriba» de un modo bastante práctico y concreto, acústicamente por el sonido de las campanas y ópticamente por las torres de las iglesias que se elevaban sobre todo lo demás. ¿Cómo podían los cristianos sencillos de esa época, «allí abajo», que apenas sabían leer o escribir y que recibían pocas noticias auténticas, interesarse en las grandes batallas entre el emperador y el papa, en todos los decretos y los escritos polémicos? El poder y la supremacía del obispo local estaba mucho más cerca, y a menudo era causa de rebeliones por parte de los ciudadanos envalentonados.

Como es natural, al considerar la a veces alegre y a veces opresiva piedad medieval de la salvación por las buenas obras, las grandes festividades y las misas solemnes, las numerosas procesiones y las prácticas penitenciales, uno se pregunta: ¿qué había de cristiano en todo ello y qué no lo era? ¿Qué era simplemente una costumbre y qué respondía a unas convicciones íntimas? ¿Qué era solo una fachada propia de la época y qué era verdaderamente sustancia cristiana?

Y aun así, resulta indiscutible que en la Edad Media, tan a menudo tildada de «oscura», la sustancia esencialmente cristiana se mantenía: el mismo culto, el mismo rito de iniciación (el bautismo), la misma celebración en común (la eucaristía) y la misma ética (ser discípulos de Cristo), a pesar de las imposiciones, las desviaciones, las ocultaciones y las falsificaciones. En la Edad Media, ser discípulo de Cristo se entendía ciertamente de manera equivocada: el ser discípulo de la cruz se confundía con un culto al crucifijo o a una inmersión mística en la participación arrebatada en el sufrimiento de Cristo. Pero hubo innumerables hombres y mujeres que deseaban vivir como auténticos discípulos de Jesús en su vida cotidiana: entregados a sus hermanos y hermanas, especialmente a los débiles y a los marginados, a los hambrientos, los forasteros, los enfermos y a aquellos que cumplían penas en prisión. Existió una práctica cotidiana del amor al prójimo: en la Edad Media numerosas personas vivían su cristianismo de una manera práctica y natural. Esta es la historia del cristianismo que no aparece en ninguna crónica de la iglesia m se describe en los libros de los teólogos.

Sin embargo, algo debe reconocerse En la visión ideal de la iglesia oficiosa el mundo medieval estaba dominado por sacerdotes, monjes, monjas y su ideal de continencia. Estos grupos no solo ostentaban el monopolio de la lectura y la escritura, también ocupaban los rangos más altos en la jerarquía de los cristianos, pues al no casarse y no tener posesiones (privadas), solo ellos representaban el remo de los cielos en la tierra. Para los casados esto quería decir que precisamente porque el cuerpo se consideraba ahora un templo sacrosanto, si se unía al cuerpo del otro sexo solo podía ser con el propósito de la procreación. La contracepción se igualaba al aborto y a la muerte provocada de los niños, una actitud que todavía puede hallarse hoy entre algunos católicos.

Las mujeres podían desempeñar un papel muy importante como señoras de la casa, y muchas nobles ejercieron una considerable influencia política incluso en su viudez, pero no hay manera de soslayar el hecho de que en la Alta Edad Media la estructura de la sociedad era absolutamente patriarcal. Las mujeres de la Edad Media que permanecían libres, y no siervas, no podían en su mayor parte ofrecer su lealtad m prestar juramento ante un tribunal En el ámbito del hogar y la familia se imponía la voluntad del señor de la casa Ciertamente, las ciudades más grandes ofrecían a las mujeres más posibilidades de desarrollo profesional que antes en los oficios y el comercio, tanto a pequeña como a gran escala, pero esto no les proporcionaba igualdad de derechos ni las mismas recompensas ni posibilidades de participar en la política.

A través de esta teología y práctica del matrimonio, la iglesia contribuyó en gran medida a la reevaluación del papel de la mujer en la sociedad. Ahora una demostración de buena voluntad por ambas partes, el consenso entre los dos compañeros, era parte esencial del matrimonio. Pero también se produjo una progresiva patriarcalización de las normas y estructuras de poder, y en parte también la represión legal de las mujeres. La ley de la iglesia sustentaba la posición subordinada de la mujer con respecto al hombre con argumentos de la ley natural.

Para la iglesia, la monja era la mujer ideal. Las mujeres seguían excluidas de todo ministerio en las iglesias, y debido al atractivo de los ideales cátaros y valdenses, que mostraban buena disposición hacia las mujeres, se les prohibió la predicación. Pero gracias a los monasterios se les proporcionó a las solteras y a las viudas, en la esfera de la iglesia, tanto el espacio como las posibilidades de acción que la sociedad les negaba. Ciertamente, la iglesia posibilitaba una existencia completa, con ricas posibilidades de educación y una nueva afirmación femenina. Unas pocas monjas como Hildegarda de Bingen, Brígida de Suecia, Catalina de Siena y más tarde Teresa de Ávila tomaron parte activa en la política de la iglesia; de hecho, gozaron de una autoridad carismática sin precedentes.

Las mujeres desempeñaron un papel especial en el misticismo cristiano, del cual surgieron brotes locales en la Baja Edad Media en Italia, los Países Bajos, Inglaterra, España, Francia y Alemania. Junto con Hildegarda de Bingen encontramos a Matilde de Hackenborn, Gertrudis de Helfta y Matilde de Magdeburgo, aunque su importancia se veía a menudo oscurecida por hombres como Meister Eckhart, Johann Tauler, Heinnch Seuse y Jan van Ruysbroeck. Este misticismo de hombres y mujeres representó una reacción a la progresiva secularización de la Iglesia en la Baja Edad Media, la transformación de la teología en una disciplina académica y la externalización de la piedad. El misticismo, la búsqueda de la salvación de modo intimista, fue considerado por muchos una alternativa espiritual: debido a su tendencia a la interiorización y la espiritualidad; su libertad interior en comparación con las instituciones, las obras piadosas y las coacciones de los dogmas; su superación de los dogmatismos, formalismos y autoritarismos mediante una experiencia directa e intuitiva de la unión con la presencia divina, la hermandad y la unidad en Dios.

No resulta sorprendente, pues, que la iglesia oficial observara el misticismo con desconfianza, que la Inquisición actuara contra Meister Eckhart, Juan de la Cruz o Teresa de Ávila, y que la mística Margarita Porete acabara en la hoguera. Incluso las comunidades de mujeres que vivían una vida mundana, como las «vírgenes y viudas devotas de Dios», que al principio lucharon en Holanda para dedicarse a la artesanía y a las actividades caritativas, fueran tildadas de herejes. Estas beguinas (seguramente una corrupción de albigenses, es decir, herejes) fueron suprimidas por el concilio de Viena (1311) junto con otras comunidades masculinas paralelas, los begardos. El misticismo se mantuvo en la periferia de la iglesia, incapaz de ejercer una influencia formativa de importancia en la teología o en la práctica.

Debería añadirse brevemente que la veneración de María, la madre de Jesús, que se desarrolló primeramente en la esfera helénica bizantina (concilio de Éfeso, 431: «madre de Dios» en lugar de simplemente «madre de Cristo») arraigó en occidente en la segunda mitad del primer milenio. Llegó a su punto culminante en los siglos XI y XII, sobre todo con la influencia del monje cisterciense Bernardo de Claraval. Ahora bien, hacía especial énfasis en el papel cósmico de María como madre virgen y reina de los cielos, y constituía una idealización que, al igual que el papismo, el marianismo y la ideología monástica clerical del celibato, se reforzaban mutuamente. Por otra parte, resulta fácil comprender por qué, dados los espacios abstractos en los que se había desarrollado la cristología, la amable figura humana de María la mujer, como en la forma de la «Madre de Dios del manto», llegó a ser extremadamente popular, en especial como auxiliadora de los pobres, los oprimidos y los marginados. El «Ave María» del Nuevo Testamento se convirtió, junto con el «Padrenuestro», en la plegaria más extendida en la Edad Media, pronto complementada con «en la hora de nuestra muerte».

Y ciertamente no fue la devoción mariana sino el papismo lo que provocó el cisma entre las iglesias de oriente y occidente, del mismo modo en que no fue el marianismo sino el papismo el que más tarde provocaría la ruptura en el seno de la iglesia de occidente.

- VI -
LA REFORMA:
¿Reforma o Contrarreforma?
El fin de la dominación papal

A comienzos del siglo XIII, en los tiempos en que Inocencio III gobernaba el mundo, ¿quién habría imaginado la impotencia del papado a finales del mismo siglo? Nos hallamos ante una inversión radical. A Bonifacio VIII (1294-1303) le gustaba presentarse como señor del mundo con gran pompa, tocado con tiara o con corona. En su primera bula de importancia
Clericis laicos infestos
(El laicado hostil al clero) declaró la dirección del clero derecho único del papa, discutió la jurisdicción del rey sobre el clero y amenazó a Francia y a Inglaterra con la excomunión. En 1300 celebró pomposamente el primer «Año Santo» con un jubileo de indulgencias que proporcionó ricos ingresos a la curia, la cual consumía una cantidad cada vez mayor de dinero. Al año siguiente provocó un conflicto con el rey francés Felipe IV, el Hermoso, y después, en la bula
Unam Sanctam
proclamó una formulación más concisa de las enseñanzas romanas acerca de la superioridad del poder espiritual, con Tomás de Aquino definiendo la obediencia al papa como «absolutamente necesaria para la salvación de toda criatura humana». Y ahora, al estilo de Gregorio VII, este legislador sagaz y hombre de poder carente de principios, que padecía algo así como una megalomanía papal, planeó el 8 de septiembre de 1303 la excomunión del rey francés y la anulación del juramento de lealtad de sus súbditos. Pero los tiempos habían cambiado desde Canossa: Bonifacio VIII fue simplemente arrestado y encarcelado en su castillo de Anagni por los representantes armados del rey francés y la familia Colonna.

Aunque el papa fue posteriormente liberado por las gentes de Anagni, tras esa lacerante humillación fue un hombre abatido, y un mes más tarde murió en Roma. Su sucesor, previamente arzobispo de Burdeos, no fue entronizado en Roma sino en Lyon, y en cierto momento llegó a establecer su sede en Aviñón. Lo que el pueblo de Roma llamó «la cautividad de Babilonia» de los papas duraría cerca de setenta años. Los siguientes papas eran todos franceses y políticamente muy dependientes de la corona francesa.

Este proceso constituyó algo más que un cambio geográfico de los equilibrios. El papado hierocrático, cuya credibilidad moral había quedado en entredicho a causa de su megalómana política de poder, demostró ser lo que Walter Ullmann ha denominado un «sistema en declive», en comparación con el cual los nuevos estados-nación que se estaban formando aparecían como el «sistema emergente» de gobierno y de justicia. Y, paradójicamente, en las décadas siguientes el papado quedó dominado por esa tierra a la que tanto había favorecido durante décadas a expensas del imperio germánico: Francia, que ahora experimentaba su desarrollo como potencia predominante en Europa.

Pero cualquiera que pensara que los papas aprenderían algo de la historia y moderarían sus exageradas demandas estaba muy equivocado. El aparato de los funcionarios papales, la administración financiera y los vastos mecanismos de las ceremonias papales se establecieron en Aviñón con un coste muy elevado. El estado papal, que había sido derribado, el gigantesco Palacio de los papas de Aviñón, con su «capilla» para el culto de palacio, y finalmente la adquisición del condado de Aviñón, requerían dinero, grandes sumas de dinero. Los impuestos papales que exprimían toda Europa se aumentaron aún más: se produjo una explotación incomparable por parte de la iglesia, que se lamentó en todas partes y que provocó un peligroso distanciamiento entre el papado y muchas naciones, una factura que aún hoy se está pagando.

En la Baja Edad Media, el papado romano perdió progresivamente su liderazgo religioso y moral, y se convirtió en el primer gran poder financiero de Europa. Los papas aducían una base espiritual para sus demandas mundanas, claro está, pero no dejaban de cosechar beneficios con todos los medios a su disposición, incluidos la excomunión y los interdictos.

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