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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (16 page)

BOOK: La iglesia católica
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No es de extrañar que la oposición al papa aumentara considerablemente en el siglo XIV. Tuvo su origen en las universidades, colegios y escuelas, en el surgimiento de la clase media en las ciudades y entre las personalidades literarias y los juristas más influyentes. En su
Divina Comedia
, Dante Alighieri condenaba a Bonifacio VIII al infierno, y en su confesión política
De monarchia
(escrita alrededor de 1310) cuestionaba la capacidad del papado para ejercer el gobierno temporal (hasta 1908 sus obras se incluían en el índice papal de libros prohibidos). Aún más influyente fue la polémica obra
Defensor pacis
(1324), la primera teoría no clerical del estado, obra de Marsilio de Padua, antiguo rector de la Universidad de París. En ella reclamaba la independencia de la autoridad del estado con respecto a la iglesia, de los obispos con respecto al papa y de la comunidad respecto de la jerarquía. Este «defensor de la paz» veía en la «plenitud de poderes» papal, «plenitudo potestatis», la causa de la mayor parte de los conflictos de la sociedad, además de señalar que carecía de base tanto bíblica como teológica. Esta «plenitud de poderes» fue también criticada en términos parecidos por el filósofo y teólogo inglés Guillermo de Ockham, principal responsable de la teología nominalista, que atacaba a la tradición afirmando que lo que se consideraban universales no estaban dotados de una existencia separada, sino que de hecho eran nombres (en latín
nomina
) de origen humano. Debido a la Inquisición Guillermo huyó de Aviñón a Munich y trabajó en Alemania.

En esa época se asistió a la creación de la doctrina de la infalibilidad papal, que no se encuentra en el
Decretum Gratiani
, en Tomás de Aquino o en las palabras de los papas canonistas de los siglos XII y XIII. Fue propagada por un excéntrico franciscano llamado Pedro Olivi, quien había sido acusado de herejía debido a su asociación con las visiones apocalípticas de Joaquín de Fiore. La afirmación de la infalibilidad papal vinculó a todos los papas posteriores de modo irrevocable al decreto de Nicolás III en favor de la orden franciscana. Pero esta primera doctrina de la infalibilidad y la irrevocabilidad de las decisiones papales, que al principio no se tomó especialmente en serio, fue finalmente condenada en una bula de Juan XXII en 1324 como obra del diablo, el «padre de todas las mentiras», para ser retomada por los teóricos y los papas en el siglo XIX.

Una reforma frustrada

En el siglo XIV, la situación en Italia era progresivamente caótica Solo en 1377 volvió el papa Gregorio XI —a petición de Catalina de Siena y Brígida de Suecia, y ciertamente debido a consideraciones políticas— a situar su trono en Roma, pero murió un año después Su sucesor legalmente elegido, Urbano VI, empezó casi inmediatamente después de su elección a mostrar un exceso tal de incompetencia, megalomanía y perturbación mental que incluso bajo el punto de vista canónico tradicional había razones más que suficientes para relevarle de inmediato de su ministerio Ese mismo año algunos eligieron otro papa, Clemente VII de Génova, pero en Roma, Urbano VI no estaba dispuesto a rendir su ministerio, y tras la derrota de sus tropas a las puertas de Roma, Clemente VII volvió a ubicar su trono en Aviñón.

Ahora había dos papas en la cristiandad, que pronto se excomulgaron el uno al otro Así nació el gran cisma de occidente, la segunda ruptura de la iglesia después de la de oriente, que duraría cuatro decenios Francia, Aragón, Cerdeña, Sicilia, Nápoles, Escocia y algunos territorios de la Alemania occidental y meridional se mantuvieron «obedientes» a Aviñón, el imperio germánico, la Italia central y septentrional, Flandes e Inglaterra, y los países del este y del norte fueron «obedientes» a Roma Ahora había dos colegios cardenalicios, dos cunas y dos sistemas financieros que duplicaban la nefasta economía papal, dando como resultado incontables conflictos de conciencia para los cristianos.

En esta deplorable situación, a finales del siglo XIV «la reforma de la iglesia, de su cabeza y de sus miembros» se convirtió en el gran lema programático en toda Europa. El movimiento reformista fue dirigido por la Universidad de París, que en la Edad Media mantenía algo semejante a un
magisterium ordinarium
en el seno de la iglesia, aunque sin reclamar la infalibilidad. Fierre d'Ailly, el canciller de la universidad, y Jean Gerson proporcionaron la base teológica y jurídica para la
via concilii
. solo un concilio general podía ayudar a restaurar la unidad de la iglesia y llevar a cabo la reforma. Sin embargo, este concilio no debía considerarse, contrariamente a los concilios papales medievales, como una emanación de la «plenitud de poderes» papal; debía representar a toda la cristiandad. Como Brian Tierney ha señalado, esta teoría conciliar —más tarde desacreditada por parte de los miembros de la curia como «conciliarismo»— tenía sus raíces no en Marsilio y Ockham, sino en el derecho canónico ortodoxo de los siglos XII y XIII, siguiendo la tradición patrística del concilio ecuménico como representación de la iglesia.

Pero ¿qué debía hacerse frente a dos papas, ninguno de los cuales estaba dispuesto a ceder? En 1409 los cardenales de ambas partes celebraron un concilio general en Pisa. Allí depusieron a ambos papas y eligieron un tercero. Pero ninguno de los antiguos papas renunció a su cargo, de modo que la iglesia católica tenía ahora tres papas. El infausto «binomio papal» se había convertido en una infausta «trinidad papal».

Fue el concilio ecuménico de Constanza, que duró de 1414 a 1418, el único concilio ecuménico celebrado al norte de los Alpes, el que restauró la unidad de la iglesia (
causa unionis
) y el que se encargó de su reforma (
causa reformationis
). Fuera de Roma existía la convicción casi universal de que el concilio, y no el papa, era en principio el órgano supremo de la iglesia. En su famoso decreto
Haec sancta
, este punto de vista, que ya había sido defendido por la iglesia primitiva, quedó establecido de forma solemne por el concilio de Constanza: el concilio estaba por encima del papa. Como concilio general, legítimamente reunido de acuerdo con el Espíritu Santo, que representaba a toda la iglesia, recibía su autoridad directamente de Cristo, y todos, incluido el papa, debían obedecer sus dictados en materia de fe, en la superación del cisma y en la reforma de la iglesia. Todo aquel que no le rindiera obediencia debía ser castigado en consecuencia. No se cuestionó la aprobación papal de estos decretos conciliares, como era la costumbre en los sínodos papales, pues el concilio de Constanza no recibía su autoridad del papa, sino de Cristo.

La severa derrota del sistema de la curia romana, que había llevado a la iglesia de occidente al borde del desastre, parecía sellada. Los tres papas rivales fueron obligados a renunciar a sus cargos. Y mediante otro decreto posterior (
Frequens
) el concilio de Constanza estableció la celebración continuada de concilios generales como el mejor medio para una reforma duradera de la iglesia. El próximo concilio debía celebrarse cinco años después, el siguiente siete años más tarde, y los posteriores a intervalos de diez años.

Solo tras la aprobación por parte de los representantes moderados de la resolución conciliar para la publicación de los decretos reformistas accedieron los radicales a la elección de un nuevo papa. Sin embargo, un cardenal de la curia, Martín V, fue el elegido. La legitimidad de todos los papas ha dependido desde entonces de la legitimidad del concilio de Constanza y sus decretos, que resultaron, como es natural, muy inconvenientes para la teología papista centrada en Roma, pues cada poco tiempo surgían deseos de celebrar un nuevo concilio para seguir reformando la iglesia, su cabeza y sus miembros. La teología romana prefiere citar las condenas de Constanza (
causa fidei
) al estudioso de Oxford John Wycliffe y al confesor de Praga John Hus. La vergonzosa cremación del patriota y reformista bohemio John Hus fue un escándalo, pues se le había prometido inmunidad frente al arresto cuando acudió al concilio. Y la norma según la cual el laicado no debía beber el vino durante la eucaristía fue una de tantas decisiones erróneas que impulsaron a teólogos como Lutero a dudar incluso de la infalibilidad de los concilios generales.

Pero tal como sucedió siglos después, tras las esperanzas suscitadas por el Vaticano II, también después de las exitosas reformas del concilio de Constanza se produjo una restauración sorprendentemente rápida del gobierno único del papa. La reforma de la Iglesia y su constitución, que con tanta urgencia se precisaba, quedó frustrada por todos los medios posibles. Por supuesto, después se celebraron los concilios de Pavía, Siena y Basilea, pero la reforma quedó socavada; ya en esa época la curia, como cuerpo regulador y autoridad permanente, era más fuerte que la institución extraordinaria del concilio. Su lema era: «Los concilios vienen y van, pero la curia romana permanece.»

Aun así, en esa época la consolidación del absolutismo papal no era solo una cuestión de política curial. Algunos de los representantes más vocingleros de la idea del concilio (como Enea Silvio Piccolomini, más tarde Pío II) apoyaban al papado por razones oportunistas. En particular los cardenales, nombrados por el papa, a menudo preferían la curia al concilio. Pero también después del concilio los obispos y abades no pensaban permitir que el «bajo clero» y el laicado tomaran parte en el proceso de toma de decisiones en el seno de la iglesia. Y los monarcas temían aún más las ideas conciliares (por «democráticas») y, por tanto, estaban más interesados en la preservación del statu quo eclesiástico que en la reforma del papado.

Así pues, sin sentirse amenazados por los decretos del concilio, los papas retomaron sus demandas medievales. Incluso ese antiguo «conciliarista» Piccolomini, ahora Pío II, no se avergonzaba al prohibir oficialmente que el concilio pudiera referirse al papa o castigarle con la excomunión. Como es natural, estos gestos amenazadores por parte de la curia no se tomaron muy en serio en el seno de la iglesia de aquel tiempo, que estaba orientada hacia el concilio. Pero Roma siguió desdeñando y suprimiendo infatigablemente los decretos del concilio de Constanza. Y en la misma víspera de la Reforma, en el quinto concilio de Letrán de 1516, León X podía declarar abiertamente: «El pontífice romano existente en estos tiempos, que posee autoridad sobre todos los concilios…»

En ese momento, el ecumenismo de este concilio papal, formado casi exclusivamente por italianos y miembros de la curia, ya se discutía. Y ningún papa se ha aventurado nunca a revocar el decreto, tan impopular,
Haec sancta
sobre la supremacía del concilio o a declarar que no es umversalmente vinculante por temor al daño que podría causar a la idea de la infalibilidad papal. Sería como socavar la base que legitima a la Santa Sede, sobre la cual se asienta el papa. ¿Cuál fue el resultado de esta controversia? Doblemente insatisfactorio. El conciliarismo extremo, desprovisto de auténtico liderazgo y primacía, condujo al cisma (en el concilio de Basilea, 1431-1449), pero el papismo extremo sin control conciliar llevó al mal uso del ministerio (el papado del Renacimiento) .

Renacimiento, pero no para la iglesia

¿Quién discutiría que el Renacimiento, empezando con Giotto y acabando con Miguel Ángel, desde el primer Renacimiento florentino del Quattrocento y el elevado Renacimiento romano del Cinquecento hasta el saqueo de Roma de 1527, representa una de esas insólitas cimas de la cultura humana? Nombres y obras acuden de inmediato a la mente: Bramante, Fra Angélico, Botticelli, Rafael y Leonardo da Vinci… Desde el historiador francés Jules Michelet y el historiador de Basilea Jakob Burckhardt, «Renacimiento» se ha entendido no solo como un movimiento de la historia del arte, sino como el término propio de una época de la historia cultural que asistió al nacimiento de los valores humanistas.

Se ha demostrado difícil realizar una separación precisa entre la Edad Media y el Renacimiento. Ciertamente, el Renacimiento fue más bien una importante corriente intelectual y cultural de fínales de la Edad Media. El entusiasta retorno a la Antigüedad, a la literatura y la filosofía grecorromanas (especialmente Platón), su arte y su ciencia desempeñaron un papel decisivo. La educación clásica se convirtió en propiedad común de la élite Italiana y desplazó a la escolástica medieval. La Antigüedad proporcionó el criterio para la superación por parte de hombres y mujeres de numerosas formas medievales de vida y el logro de una nueva confianza en sí mismos. Pero salvo raras excepciones, el Renacimiento no se oponía al cristianismo como un «nuevo paganismo», sino que se desarrolló dentro del marco social del cristianismo. No solo Bernardino (Siena) y Savonarola (Florencia), los grandes predicadores de la penitencia, sino también los grandes humanistas —Nicolás de Cusa, Marsilio Ficino, Erasmo de Rotterdam y Tomás Moro— estaban dispuestos a una
renovatio Christianismi
y a una piedad laica según el espíritu del humanismo reformista y de la Biblia, que desde el siglo XIV podía leerse cada vez más en lengua vernácula.

Los papas del Renacimiento, de nuevo todos italianos y una vez más rodeados de una curia italianizada, se ocupaban en especial de los asuntos italianos. Todo lo que quedaba de sus antiguas ambiciones para gobernar el mundo era un estado de extensión territorial moderada en Italia, que junto con el ducado de Milán, las repúblicas de Florencia y Venecia y el reino de Nápoles formaban los cinco
principati
. En tales circunstancias, los papas deseaban indicar, a través de sus construcciones a gran escala y su mecenazgo del arte, que la capital del cristianismo era al menos el centro del arte y de la cultura.

Pero esas actividades extraordinariamente costosas se llevaron a cabo a costa del rechazo a reformar la iglesia, lo que habría presupuesto un cambio fundamental de disposición por parte de los papas, totalmente secularizados, y de los miembros de su curia. Estos papas, que demostraron ser unos extraordinarios príncipes del Renacimiento Italiano, eran claramente los culpables de que el Renacimiento no fuera acompañado de ningún renacer de la Iglesia. Con una
realpolitik
desprovista de escrúpulos, gobernaron el estado de la iglesia como un principado italiano de su propiedad. Otorgaron una preferencia impúdica a sus sobrinos o a sus hijos bastardos e intentaron establecer dinastías en forma de linajes hereditarios para las familias papales de los Riario, Della Rovere, Borgia y Medici. El sistema se basaba en la institucionalización de la hipocresía. Los papas del Renacimiento mantuvieron el celibato para «su» iglesia con mano de hierro, pero ningún historiador podrá descubrir nunca cuántos hijos concibieron esos «santos padres» que vivían en la lujuria más licenciosa, la sensualidad desenfrenada y el vicio desinhibido Tres ejemplos bastarán:

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