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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (26 page)

BOOK: La iglesia católica
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El desarrollo de los acontecimientos resultaba profundamente perturbador. ¿Cuál era la causa profunda de este renacer del autoritarismo? Las ansias de poder romanas y la doctrina de una supuesta infalibilidad de las enseñanzas de la iglesia y de las decisiones papales (que nunca se han investigado después del Vaticano I). Como es natural, esto evita tener que reconocer errores anteriores y la adopción de reformas. Esta es la razón por la cual debía escribir mi libro
¿Infalible?
Apareció como «una investigación», puntualmente el 18 de julio de 1970, el centenario de la declaración del Vaticano I sobre la infalibilidad. Me dispuse a recibir un torrente de críticas por parte de Roma, pero no esperaba el ataque general de amigos teólogos como Karl Rahner, quien rompió el frente unitario de la teología reformista conciliar. Hasta el día presente la teología católica no se ha recuperado de su división.

La consecuencia de todo esto es que, mientras tanto, en 1968, 1.360 teólogos, hombres y mujeres de todo el mundo, suscribían de buen grado la declaración «Por la libertad de la teología», que se realizó en Tubinga; numerosos teólogos católicos tomaron parte en el debate sobre la infalibilidad a comienzos del decenio de 1970 con contribuciones muy críticas; y en 1972 todavía pudimos reunir a treinta y tres teólogos católicos muy conocidos de Europa y Norteamérica para la declaración de Tubinga «Contra la resignación», que llamaba a la reforma de la iglesia católica; siete años más tarde, después del 18 de diciembre de 1979 y la anulación por parte de la iglesia de mi permiso para la enseñanza, las cosas parecían completamente diferentes. Desde entonces, casi ni un solo teólogo católico se ha atrevido a cuestionar directamente la doctrina de la infalibilidad.

Mientras que Pablo VI permitía la contradicción tolerante (y mi leal oposición), ahora —tras la muerte del papa de los treinta días, Juan Pablo I, en circunstancias que aún no se han aclarado—, el 16 de octubre de 1978 llegaba al poder un papa diferente: el primer papa no italiano desde Adriano VI, un papa polaco.

Traición al concilio

Dada la división del mundo en dos bloques, la elección de Karol Wojtyla, un «papa del este», fue en general bien recibida en la iglesia católica. Desde el principio Juan Pablo II demostró, a diferencia de muchos hombres de estado, ser un hombre de carácter y profundamente enraizado en la fe cristiana, un adalid de la paz y los derechos humanos, de la justicia social y más tarde también del diálogo interreligioso, pero al mismo tiempo también el adalid de una iglesia fuerte. Es un hombre carismático, quien de modo extraordinario, y dotado de una asombrosa facilidad para la publicidad, puede satisfacer los anhelos de las masas en su búsqueda de un modelo moralmente fiable, tan escaso en la sociedad contemporánea. Con sorprendente rapidez se ha convertido en una estrella mediática, y para muchas personas de la iglesia católica fue desde el principio una especie de personalidad viva de culto.

Pero un año después, su proclividad al conservadurismo y a la restauración fue tan claramente reconocible que a todos los efectos no pudo evitar ser criticado de un modo tan cortés como directo. Mi artículo «Un año de Juan Pablo II», publicado en la prensa más influyente del mundo en el aniversario de su elección, fue un «informe provisional» para recordarle a la gente el concilio Vaticano II. Demostró ser el documento clave para la anulación de mi permiso para la docencia en la iglesia precisamente dos meses después. El artículo atrajo la atención pública más allá del marco de la iglesia católica. ¿Puedo efectuar un informe diferente a veinte años vista de su publicación? En el transcurso de este largo pontificado, la imagen positiva de este papa también ha cambiado fundamentalmente para la mayoría de los católicos, al menos en los países desarrollados. Hoy Juan Pablo II les parece menos un sucesor de Juan XXIII que de Pío XII, ese papa que, a pesar del tremendo culto a su personalidad que disfrutó en vida, ha dejado tras de sí pocos recuerdos en la historia más reciente de la iglesia.

Ciertamente deben reconocerse las buenas intenciones de este papa, así como su preocupación por la identidad y la claridad de la iglesia católica; sin embargo, no deberíamos sentirnos defraudados por las misas multitudinarias bien organizadas ni por los espectáculos mediáticos dirigidos por especialistas. En comparación con los siete años de vacas gordas para la iglesia católica que coincidieron con el pontificado de Juan XXIII y el concilio Vaticano II (1958-1965), los tres veces siete años del pontificado de Wojtyla son magros en sustancia. A pesar de los incontables discursos y los costosos «viajes» (que han dejado millones en deudas en algunas iglesias locales), apenas se ha producido ningún progreso digno de mención en el seno de la iglesia católica ni en el mundo ecuménico.

Aunque no es italiano, sino proveniente de un país en el que ni la Reforma ni la Ilustración pudieron establecerse, Juan Pablo II resulta muy del gusto de la curia. Acorde con el estilo de los populistas papas Píos, y prestando gran atención a los medios de comunicación, el antiguo arzobispo de Cracovia —quien en la truculenta comisión papal sobre el control de natalidad se destacó por sus constantes y políticamente bien calculadas ausencias—, provisto de un radiante carisma y del talento escénico que ha conservado desde su juventud, dotó al Vaticano de lo mismo que la Casa Blanca también gozó con Ronald Reagan Allí también pudimos encontrar al «gran comunicador» que, con sus encantos personales, su caballerosidad y sus gestos simbólicos, podía conseguir que las doctrinas o prácticas más conservadoras parecieran del todo aceptables Los sacerdotes que reclamaban una mayor presencia del laicado fueron los primeros en sentir el cambio de clima asociado con él, después los teólogos, pronto también los obispos, y finalmente las mujeres.

Cada vez era más evidente, incluso para sus admiradores, qué gran invención había sido ese papa desde sus inicios, a pesar de todas sus reivindicaciones verbales iba a ponerle freno al movimiento conciliar, la reforma en el seno de la iglesia iba a detenerse, el verdadero entendimiento con las Iglesias orientales, los protestantes y los anglicanos iba a bloquearse, y el diálogo con el mundo moderno iba a quedar sustituido por una emisión unilateral de decretos y enseñanzas Vista con mayor detenimiento, su «reevangelización» quería decir «recatolización», y su «ecumenismo» de palabra estaba orientado, detrás de su fachada, a un «retorno» a la iglesia católica.

Por descontado, Juan Pablo II cita el concilio Vaticano II una y otra vez Pero el énfasis se pone en lo que Joseph Ratzinger llama «el verdadero concilio» en oposición a la «discordia conciliar», este «verdadero concilio» no designa un nuevo principio, sino que simplemente favorece la continuidad con el pasado. Los pasajes innegablemente conservadores de los documentos conciliares que la curia incluyó a base de presiones se interpretan aquí de un modo decididamente retrógrado, y los nuevos principios revolucionarios con miras de progreso se desechan en puntos decisivos.

Mucha gente habla apropiadamente de una traición al concilio, una traición que ha alejado a incontables católicos de la iglesia en todo el mundo. En lugar de las palabras del programa conciliar, hallamos una vez más los lemas de un magisterio tan conservador como autoritario. En lugar de
aggiornamento
según el espíritu del Evangelio, de nuevo hallamos las tradicionales «enseñanzas católicas» al completo (encíclicas moralmente rigurosas, el «catecismo mundial» tradicionalista). En lugar de la «colegialidad» del papa con los obispos, de nuevo hallamos un centralismo romano aún más estricto que, en el nombramiento de los obispos y la designación de sillares teológicos, se impone sobre los intereses de las iglesias locales. En lugar de «apertura» al mundo moderno, hallamos un número creciente de acusaciones, quejas y lamentaciones sobre la supuesta «asimilación» y una defensa de las formas más tradicionales de la piedad, como la mariolatría. En lugar de «diálogo», de nuevo hallamos una Inquisición fortalecida y un rechazo hacia la libertad de conciencia y docencia en el seno de la iglesia. En lugar de «ecumenismo», de nuevo se hace énfasis en lo estrictamente católico romano. Ya no se discute, como en el concilio, sobre la distinción entre iglesia de Cristo e iglesia católica romana, entre la sustancia de la doctrina de la fe y su apariencia en el lenguaje y la historia; de una «jerarquía de verdades» que no son equivalentes en importancia.

Incluso las demandas más modestas en el seno del catolicismo y el mundo ecuménico llevadas a cabo por los sínodos alemanes, austríacos y suizos —que han trabajado durante años alentados por un gran idealismo y con una gran inversión de tiempo, papel y fondos— se han desestimado o se han dejado en el aire, sin dar razones, por parte de una curia arbitraria. Esto se ha acabado aceptando; ¿para qué molestarse? En muchos lugares, en cuestiones de moral sexual, matrimonios mixtos y ecumenismo, los sacerdotes y los fieles hacen en silencio lo que les parece correcto según los evangelios y de acuerdo con los impulsos del Vaticano II. No se preocupan del papa ni de los obispos.

Mientras tanto, el legalismo romano, el clericalismo y el triunfalismo que fue tan vigorosamente criticado por los obispos en el concilio ha vuelto para vengarse, rejuvenecido a base de cosméticos y con ropas modernas. Esto se hizo evidente sobre todo con el «nuevo» derecho canónico (
Codex Iuris Canonici
) promulgado en 1983, que contrariamente a las intenciones del concilio prácticamente no establecía límites para el ejercicio del poder por parte del papa, la cuna y los nuncios De hecho, rebaja el estatus de los concilios ecuménicos, asigna a las conferencias de obispos meras tareas consultivas, sigue manteniendo al laicado totalmente dependiente de la jerarquía y mega la dimensión ecuménica de la iglesia.

Este derecho canónico es un instrumento de poder, sobre todo para las decisiones personales más relevantes de la Iglesia (por ejemplo, el nombramiento de los cardenales que determinarán las futuras elecciones papales). Más aún, durante las frecuentes ausencias del papa la ley se ha convertido en manos de la cuna en un instrumento para la política más absolutamente práctica. Del Vaticano han surgido incontables nuevos documentos, ordenanzas, admoniciones e instrucciones: desde decretos sobre el cielo y la tierra hasta el repudio, de base altamente ideológica, a la ordenación de las mujeres; desde la prohibición de la predicación para los laicos (incluso para los trabajadores pastorales con formación teológica) hasta la prohibición de asistentes femeninas en el altar; desde la intervención directa de la curia en las órdenes más importantes (los jesuitas, las carmelitas, la visitación de las congregaciones americanas de hermanas) hasta los evidentes procesos disciplinarios contra los teólogos. Este papa ha librado una batalla escalofriante contra las mujeres modernas que ansían una forma de vida acorde con los tiempos, prohibiendo el control de la natalidad y el aborto (incluso en caso de incesto o violación), el divorcio, la ordenación de las mujeres y la modernización de las órdenes religiosas femeninas. Así pues, muchas mujeres le han dado tácitamente la espalda a la iglesia católica, que ya no las comprende. Y la socialización de la juventud a través de la iglesia apenas se produce.

En los tiempos del concilio Vaticano II difícilmente se habría considerado posible: la Inquisición vuelve a funcionar a toda máquina, especialmente en contra de los teólogos morales norteamericanos, los teólogos dogmáticos centroeuropeos, los teólogos africanos y latinoamericanos de la liberación y los representantes asiáticos del diálogo entre las religiones. Pero los jesuitas, que desde el concilio han sido demasiado progresistas, ya no gozan del favor del papa Wojtyla. Por el contrario, haciendo uso de todos los medios posibles ha alentado la organización secreta reaccionaria política y teológica propia de la España de Franco, el Opus Dei, que se ha visto envuelto en escándalos relacionados con bancos, universidades y gobiernos. Esta organización ha mostrado rasgos medievales y contrarreformistas, y este papa, que tiene asociaciones parecidas en Cracovia, la ha liberado de la supervisión papal y ha «beatificado» a su no muy «santo» fundador.

Se han producido muchos debates en los medios de comunicación sobre los costes y la utilidad de las visitas papales, aunque el aspecto positivo para diversas naciones, como la Polonia comunista, ciertamente no pueden cuestionarse. Algunos impulsos espirituales se habrán desprendido de sus numerosas alocuciones, llamamientos y oficios. Pero ¿y para la iglesia en su conjunto? ¿Acaso no han provocado los viajes del papa en muchos países grandes esperanzas de que algo realmente iba a ocurrir para quedar posteriormente defraudados? A menudo las polarizaciones y los antagonismos entre aquellos que miran al futuro según la perspectiva del concilio y los sectores más tradicionalistas de la iglesia se han visto reforzados más que superados. Después de todo, este papa no solo no sana las heridas de la iglesia, sino que vierte sal sobre ellas, provocando a menudo más discordia que armonía.

En cuanto a Polonia, su patria natal, el papa se halla en una situación realmente trágica. Él mismo es quien deseaba aplicar el supuestamente intacto modelo católico polaco antimoderno a la iglesia del supuestamente decadente occidente, pero ha tenido que contemplar impotente cómo el mundo evoluciona en la dirección opuesta. La modernidad está imponiéndose en Polonia del mismo modo que lo ha hecho en las católicas España e Irlanda. Independientemente del papa, la secularización occidental, su individualismo y su pluralismo se están extendiendo por doquier. Esto no es necesariamente negativo, ni debe ser motivo de lamentaciones en una crítica a la cultura.

Así pues, las contradicciones del papa son infinitas. Hallamos una elocuente referencia a los derechos humanos, pero no se practica la tolerancia hacia los teólogos ni hacia las órdenes religiosas femeninas. Se producen vigorosas protestas contra la discriminación en la sociedad, pero la discriminación se practica en el seno de la iglesia contra las mujeres, en particular en los temas del control de natalidad, el aborto y la ordenación. Hoy promulga una larga encíclica sobre la piedad, pero no hay piedad para las segundas nupcias de los divorciados ni para los diez mil sacerdotes casados. Y así sucesivamente. Estos también son años de vacas flacas en otro aspecto. Muchas personas se preguntan: ¿qué sentido tiene toda la cháchara social sobre la humanidad, la justicia y la paz si la iglesia esquiva esos problemas sociales y políticos, en los cuales podría realizar contribuciones decisivas? ¿De qué sirven todas las pomposas confesiones de culpabilidad si el papa excluye a sus predecesores, a sí mismo y a «la iglesia» y no las completa con acciones de arrepentimiento y reforma?

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