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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (2 page)

BOOK: La iglesia católica
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Así pues, mientras los teólogos católicos están muy ocupados escribiendo la historia de la iglesia en tono triunfalista, los «criminalistas» anticatólicos, ávidos de escándalos, la están explotando para derribar a la iglesia católica por todos los medios posibles. Pero si al mismo tiempo se resumieran y se compendiaran todos los errores, los giros erróneos y los crímenes que pueden descubrirse en todas partes, ¿no sería también posible escribir una historia «criminal» de Alemania, Francia, Inglaterra o Estados Unidos, por no mencionar los monstruosos crímenes de los ateos modernos en nombre de las diosas de la razón o la nación, la raza o el partido? Y esa fijación en el ámbito más negativo, ¿hace justicia a la historia de Alemania, Francia, Inglaterra, América… o la iglesia católica? Presumiblemente yo no soy el único que considera que, con el paso del tiempo, esa historia criminal del cristianismo en varios volúmenes resultaría insípida, farragosa y aburrida. Aquellos que deliberadamente chapotean en todos los charcos no deberían quejarse tanto del estado de la carretera.

Ni una historia idealizada y romántica de la iglesia ni una historia preñada de odio y denuncia pueden tomarse en serio. Hace falta algo más.

Al igual que la historia de otras instituciones, la historia de la iglesia católica también es una historia plena de vicisitudes. La iglesia católica es una organización vasta y eficiente que emplea un aparato de poder y de finanzas que actúa de acuerdo con criterios mundanos. Detrás de las estadísticas más impresionantes, las grandes ocasiones y las solemnes liturgias de las misas católicas, hay con demasiada frecuencia un cristianismo superficial y tradicional de escasa sustancia. En la disciplinada jerarquía católica a menudo resulta desalentadoramente evidente que se trata de un cuerpo funcionarial con la atención puesta en Roma, servil ante sus superiores y arrogante con sus inferiores. El cerrado sistema dogmático de enseñanza incluye una teología escolástica autoritaria y ya por largo tiempo superada. Y la contribución ampliamente elogiada de la iglesia católica a la cultura occidental está ineludiblemente unida a una naturaleza mundana y a una desviación de las tareas espirituales que le son propias.

Sin embargo, y a pesar de todo ello, tales categorías no hacen plenamente justicia a la existencia de la iglesia tal como se vive, a su espíritu. La iglesia católica se ha mantenido como poder espiritual, incluso un gran poder, en todo el mundo, un poder que ni el nazismo, el estalinismo o el maoísmo han logrado destruir. Más aún, y muy lejos de su gran organización, en todos los frentes de este mundo tiene a su disposición una base incomparablemente extensa de comunidades, hospitales, escuelas e instituciones sociales en las que se lleva a cabo un bien infinito, a pesar de sus debilidades. En ellas muchos pastores se entregan al servicio de sus semejantes, e innumerables mujeres y hombres dedican su vida a los jóvenes y los ancianos, los pobres, los enfermos, los desfavorecidos y los marginados. Nos hallamos ante una comunidad mundialmente extendida de creyentes y personas entregadas.

Si debemos diferenciar el bien del mal en la ambigua historia de la iglesia y las ambiguas circunstancias presentes necesitaremos un criterio fundamental para juzgarla. En la tarea de relatar la historia de la iglesia, independientemente de la erudita «neutralidad» sobre sus valores que se pretenda reclamar, el tiempo y, de nuevo, los hechos, los acontecimientos, las personas y las instituciones deberán tácitamente ser sujetos a evaluación. Esta historia no es diferente.

Estoy convencido de que cualquier teología y cualquier concilio —por mucho que pueda comprenderse en el contexto de su época y de las épocas precedentes- debe, desde el momento en que se define como cristiana, ser juzgada en último término según el criterio de qué es cristiano. Y el criterio de qué es cristiano —también según el punto de vista de los concilios y los papas- coincide con el mensaje cristiano original, el Evangelio, que ciertamente constituye la figura original del cristianismo: el Jesús de Nazaret concreto e histórico, que para los cristianos es el Mesías, ese Jesucristo al que toda iglesia cristiana debe su existencia. Y, desde luego, este punto de vista tiene consecuencias en toda consideración de la historia de la iglesia católica. En todo caso las tiene para mí.

Una marca distintiva de mi historia será la manera en que tácitamente, y ciertamente de modo muy explícito en determinadas coyunturas y sin compromiso ni armonización, se ocupará del mensaje cristiano original, el Evangelio, e incluso de la persona de Jesucristo. Sin esa referencia, la iglesia católica no tendría identidad ni relevancia. Todas las instituciones católicas, sus dogmas, sus normativas legales y sus ceremonias están sujetas al criterio de si, en este sentido, son «cristianas» o al menos no «anticristianas»: si se ciñen al Evangelio. Así queda patente en este libro, escrito por un teólogo católico y que versa sobre la iglesia católica, que trata de ser evangélico, es decir, sujeto a la norma del Evangelio. Así pues, pretende ser al mismo tiempo «católico» y «evangélico», y ciertamente ecuménico en el sentido más profundo del término.

En nuestra era de la información los medios de comunicación nos someten a un flujo siempre creciente de información sobre la historia del cristianismo y sobre el cristianismo actual, e Internet nos ofrece no solo información muy valiosa, sino también montañas de material inútil. Así pues, es preciso realizar una selección acertada para distinguir lo importante de lo accesorio. Aunque esta breve historia de la iglesia católica pretende exponer hechos, su principal objetivo es proporcionar orientación sobre tres puntos:

En primer lugar, información básica sobre el desarrollo enormemente dramático y complejo de la historia de la iglesia católica: no sobre sus incontables corrientes y las personalidades más destacadas de diferentes épocas o territorios, sino sobre las líneas principales de su desarrollo, las estructuras dominantes y las figuras más influyentes.

En segundo lugar, un inventario histórico-crítico de veinte siglos de iglesia católica. Desde luego, no se hallarán aquí mezquinas condenas ni sofismas; por el contrario, en el transcurso de la narrativa cronológica se hallará repetidas veces un análisis objetivo y una crítica para indicar cómo y por qué se ha convertido la iglesia católica en lo que es hoy en día.

En tercer lugar, un desafío concreto para la introducción de reformas en la dirección de lo que la iglesia católica es y en lo que podría ser. Ciertamente, no se hallarán extrapolaciones ni pronósticos de futuro, que nadie puede efectuar, sino perspectivas realistas para alentar las esperanzas de una iglesia que, estoy convencido, todavía tiene futuro en el tercer milenio… siempre y cuando se renueve a sí misma adecuándose al mismo tiempo al Evangelio y a su época.

Así pues, llegado el final de esta introducción, debe hacerse una advertencia a los lectores (especialmente a los lectores católicos) que no estén muy familiarizados con la historia. Aquellos que no se hayan enfrentado seriamente a los hechos históricos quedarán a veces sorprendidos de cuan humano resulta el curso de los acontecimientos; en efecto, muchas de las instituciones y constituciones de la iglesia —y especialmente el papado, la institución central de la iglesia católica romana— son obra del hombre. Sin embargo, este hecho en sí mismo significa que tales instituciones y constituciones —incluido el papado— pueden cambiarse y reformarse. Mi crítica «destructiva» se ofrece al servicio de la «construcción», de la reforma y la renovación, para que la iglesia católica siga siendo capaz de vivir un tercer milenio.

Pues a pesar de todas mis críticas radicales a la iglesia, probablemente ya ha quedado claro que me impulsa una fe inquebrantable. Y no es una fe en la iglesia como institución, pues resulta evidente que la iglesia yerra continuamente, sino una fe en Jesucristo, en su persona y en su causa, que sigue siendo el motivo principal de la tradición eclesial, su liturgia y su teología. A pesar de la decadencia de la iglesia, Jesucristo nunca se ha perdido. El nombre de Jesucristo es como un «hilo dorado» en el gran tapiz de la historia de la iglesia. Aunque a menudo el tapiz aparece deshilachado y mugriento, ese hilo vuelve siempre a penetrar en la tela.

Solo el espíritu de este Jesucristo puede dotar a la iglesia católica y al cristianismo en general de una nueva credibilidad y permitirle ser comprendido. Pero, precisamente cuando se hace referencia a los orígenes del cristianismo, a su momento inicial, surge una pregunta fundamental que no puede pasarse por alto en una historia de la iglesia. ¿Fundó realmente Jesús de Nazaret una iglesia?

- I -
LOS INICIOS DE LA IGLESIA
¿Fundada por Jesús?

Según los Evangelios, el hombre de Nazaret prácticamente nunca utilizó la palabra «iglesia». No hay citas de Jesús dirigiendo públicamente a la comunidad de los elegidos una llamada programática a la fundación de una iglesia. Los estudiosos de la Biblia coinciden en este punto: Jesús no proclamó una iglesia ni a sí mismo, proclamó el reino de Dios. Guiado por la convicción de hallarse en una época próxima a su fin, Jesús deseaba anunciar la inminente llegada del reino de Dios, del gobierno de Dios, con vistas a la salvación del hombre. No llamaba simplemente a la observancia externa de los mandamientos de Dios, sino a su cumplimiento en la consideración debida a nuestros semejantes. Resumiendo, Jesús apelaba al amor generoso, que incluía también a nuestros adversarios, ciertamente a nuestros enemigos. El amor a Dios y el amor a nuestros semejantes se ensalzan equiparándolos al amor a uno mismo («Amarás… como a ti mismo»), como aparece ya en la Biblia hebraica.

Así pues, Jesús, enérgico predicador de la Palabra y al mismo tiempo sanador carismático del cuerpo y la mente, propugnaba un gran movimiento escatológico colectivo, y para él los Doce con Pedro eran señal de la restauración del número total de las tribus de Israel. Para disgusto de los devotos y los ortodoxos, también invitaba a su reinado a los practicantes de otras creencias (los samaritanos), a los comprometidos políticamente (los recaudadores de impuestos), a aquellos que habían faltado a la moral (los adúlteros) y a los explotados sexualmente (las prostitutas). Para él, los preceptos específicos de la ley, sobre todo los referentes a la comida, la limpieza y el sábado, eran secundarios con respecto al amor al prójimo; el sábado y los mandamientos son tanto para hombres como para mujeres.

Jesús era un profeta provocador que se mostraba crítico con el templo y que, en efecto, se comprometió en una postura militante contra el comercio, tan prominente allí. Aunque no era un revolucionario político, sus palabras y sus acciones pronto le llevaron a un conflicto de fatales consecuencias con las autoridades políticas y religiosas. Ciertamente, a la vista de muchos ese hombre de treinta años, sin oficio ni título concreto, trascendía el papel de mero rabino o profeta, de modo tal que le consideraban el Mesías.

Sin embargo, con sus sorprendentemente breves actividades —como máximo tres años o tal vez solo unos meses— no pretendía fundar una comunidad separada y distinta de Israel con su propio credo y su propio culto, ni fomentar una organización con una constitución y una jerarquía, y mucho menos un gran edificio religioso. No, según todas las evidencias, Jesús no fundó una iglesia en vida.

Pero ahora debemos añadir inmediatamente que sí se formó una iglesia, en el sentido de comunidad religiosa distinta de Israel, inmediatamente después de la muerte de Jesús. Esto sucedió bajo el impacto de la experiencia de la resurrección y del Espíritu. Basándose en experiencias particularmente carismáticas («apariciones», visiones, audiciones) y en una especial interpretación de la Biblia hebraica (profeta perseguido, sufrido siervo de Dios), los seguidores judíos de Jesús, hombres y mujeres, quedaron convencidos de que ese hombre a quien habían traicionado, ese hombre que había sido objeto de burlas y mofas por parte de sus oponentes, ese hombre que había sido abandonado por Dios y por sus semejantes y había perecido en la cruz profiriendo un grito agudo, no estaba muerto. Creyeron que había sido conducido por Dios a la vida eterna y ensalzado en su gloria, en total concordancia con la imagen del salmo 110, «está sentado a la diestra de Dios», convertido por Dios en «Señor y Mesías» (cf. Hechos 2,22-36), «constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos» (Romanos 1,3).

Así que esta es la respuesta a la pregunta. Aunque la iglesia no fue fundada por Jesús, apela a él desde sus orígenes: el que ha sido crucificado y aún vive, en quien para los creyentes ya ha amanecido el reino de Dios. Siguió siendo un movimiento vinculado a Jesús con una orientación escatológica; su base no era inicialmente un culto propio, una constitución propia ni una organización con oficios específicos. Su fundamento era sencillamente la profesión de fe en que ese Jesús era el Mesías, el Cristo, tal como quedaba sellado con un bautismo en su nombre y mediante un ágape ceremonial en su memoria. Así fue como la iglesia tomó forma inicialmente.

El significado de «iglesia»

Desde los primeros tiempos hasta el presente la iglesia ha sido, y todavía es, la hermandad de aquellos que creen en Cristo, la hermandad de aquellos que se han comprometido con la persona y la causa de Cristo y dan fe de su mensaje de esperanza a todos los hombres y mujeres. Su propio nombre muestra hasta qué punto la iglesia se compromete con la causa de su Señor. En las lenguas germánicas (
church, Kirche
) el nombre deriva del griego
kyriake
= perteneciente al Kyrios, el Señor, y designa la casa o la comunidad del Señor. En las lenguas románicas (
ecclesia, iglesia, chiesa, église
) deriva del término griego
ekklesia
, que también aparece en el Nuevo Testamento, o de la palabra hebrea
qahal
, que significa «asamblea» (de Dios). Aquí se hace referencia tanto al proceso de reunirse en asamblea como a la comunidad reunida.

Esto establece la norma para siempre: el significado original de
ekklesia
, «iglesia», no era una macro-organización de funcionarios espirituales, separados de la asamblea concreta. Designaba a una comunidad que se reunía en un lugar concreto en un momento concreto para una actividad concreta, una iglesia local, aunque junto con las otras iglesias locales formaba una comunidad unitaria, el conjunto de la iglesia. Según el Nuevo Testamento, cada comunidad local está dotada de todo lo preciso para la salvación humana: la proclamación del evangelio, el bautismo como rito de iniciación, la celebración de un ágape en agradecida memoria, los variados carismas y ministerios. Así pues, cada iglesia local confirma la presencia de una iglesia total; en efecto, se define a sí misma —en el lenguaje del Nuevo Testamento— como el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo y el edificio del Espíritu.

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