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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (5 page)

BOOK: La iglesia católica
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Así pues, la constitución de la iglesia presbiteriana-episcopal no se basa en una institución de Jesucristo y en modo alguno puede considerarse como intrínseca al cristianismo según las palabras del propio Jesucristo, la primera comunidad o la constitución carismática de las iglesias paulinas. Pero tampoco era apostasía, y no hay duda de que fue de gran utilidad pastoral. Con buen juicio se convirtió en norma para la primera «ecclesia catholica». En conjunto, constituyó un avance histórico significativo que dotó a las comunidades cristianas tanto de continuidad en el tiempo como de coherencia en el espacio, o, como también podría definirse, catolicidad en el tiempo y en el espacio. Y no debería criticarse mientras esté al servicio del espíritu de los Evangelios, para beneficio de hombres y mujeres y no para preservar e idolatrar el poder de los «jerarcas». En una palabra, la sucesión de los obispos es más funcional que histórica; la actividad de los obispos hunde sus raíces en la predicación del Evangelio, y estos deberían apoyar a las demás personalidades más que «aplacarlas». En especial, los profetas y los doctores disfrutaban de su propia autoridad.

Una minoría perseguida resiste

A comienzos del siglo II después del nacimiento de Cristo, casi nadie en el imperio romano habría considerado que la entonces naciente iglesia católica tuviera posibilidades de establecerse en el mundo grecorromano, con sus numerosas religiones y filosofías, sus miles y miles de templos y teatros, sus estadios y gimnasios. sin embargo, la comunidad eclesiástica formada por judíos estaba ahora formada por judíos y gentiles, y llevaba camino de convertirse en una comunidad únicamente de gentiles. ¿Qué pasó con los cristianos judíos? Parte importante de la primera comunidad emigró de Jerusalén hacia Transjordania (Pella) en 66 d.C., tras la ejecución de Santiago, el jefe de su comunidad; en otras palabras, antes del estallido de la guerra entre los judíos y Roma. Tras una rebelión judía posterior, que conllevó la destrucción total de Jerusalén y la expulsión de los judíos, el año fatídico de 135 también trajo consigo el fin de la comunidad judeocristiana de Jerusalén y su posición dominante en la Iglesia primitiva. Pronto el cristianismo judío y su cristologia de marchamo judío, junto con su observancia de la ley, fue percibido por la iglesia cristiana gentil como una mera secta superviviente de etapas anteriores. Muy pronto se consideró herética. sin embargo, allí donde esos judíos cristianos preservaron las creencias más antiguas y sus modos de vida representaron la herencia legítima del primer cristianismo. Tristemente, sin embargo, esa tradición fue más tarde tergiversada y acabó perdiéndose, dando como resultado el maniqueísmo y probablemente también el islam.

En lugar de Jerusalén, Roma era entonces la iglesia central y líder de la cristiandad. Inicialmente el griego era la lengua dominante incluso en la liturgia, y el latín solo se convirtió en la lengua definitiva desde mediados del siglo IV. Inicialmente, la joven iglesia se halló bajo designios desfavorables y los cristianos fueron perseguidos. En 64 d.C. el emperador Nerón ordenó ejecutar a numerosos cristianos de un modo cruel, utilizándolos como cabezas de turco del gran incendio de Roma que él mismo había provocado. Este fue un precedente nefasto: en lo sucesivo uno podía ser condenado por el mero hecho de ser cristiano. Hubo una segunda persecución bajo el emperador Domiciano (81-96); el «juramento» al emperador fue declarado obligatorio. Sin embargo, los cristianos rechazaron adorar al emperador y a los dioses del estado, pues creían en el Dios único. Pero la negativa a participar en el culto del estado y a compartir el pensamiento del estado era un crimen contra el estado (
crimen laese Romanae religionis
).

Aun así, antes del 250 d.C. las persecuciones no eran sistemáticas e ininterrumpidas, sino limitadas, locales, erráticas y esporádicas. Los cristianos siguieron celebrando la eucaristía como antes en sus hogares y no, como más tarde se daría a entender, en las catacumbas. Pero ser cristiano significaba en principio estar preparado para el «martirio», dispuesto a «dar testimonio» de las creencias cristianas: padeciendo discriminación, sufrimientos, tortura, e incluso la muerte. Eso fue lo que, entre muchos otros, hicieron los obispos Ignacio de Antioquía y Policarpo de Esmirna, y también mujeres como Blandina, Perpetua y Felicitas: en el proceso era habitual que las mujeres fueran obligadas a la prostitución. Así pues, «mártir» se utilizó como sinónimo de aquel que «da testimonio con su propia sangre»; «confesor» era el nombre que se les daba a quienes sobrevivían con valentía a la persecución. El cristiano debía soportar la fatalidad mayor del martirio, pero no buscarla.

Pero a pesar de las persecuciones, el número de cristianos aumentaba inexorablemente. Y fueron las persecuciones las que —dejando a un lado las epístolas de Pablo— provocaron la primera teología cristiana. Ignacio, Policarpo y otros «padres apostólicos» redactaron escritos únicamente para su uso interno en la iglesia (normalmente «epístolas»). Sin embargo, a la vista de las malinterpretaciones paganas, los ataques y las calumnias, se hicieron necesarias las «apologías» públicas, escrituras a modo de defensa normalmente dirigidas al emperador, que tuvieron poco impacto en el gran mundo de la política, pero en el seno de la iglesia su influencia fue inmensa. Estos «apologistas», que escribían en griego, fueron las primeras figuras literarias del cristianismo presente, tan creíbles en los términos, métodos y puntos de vista helenísticos que podían ser comprendidos por todos. Al hacerlo así demostraron ser los primeros teólogos cristianos, y dieron a la iglesia católica un impulso hacia la helenización que todavía sigue siendo tangible en la formulación de la fe.

Recordaremos al más culto de los apologistas, Justino, que nació en Palestina y después trabajó públicamente en Roma (fue ejecutado en 165). Sabía cómo hacer un uso inteligente de sus argumentos en metafísica platónica, ética estoica y la crítica helenística de los mitos para dejar en evidencia el politeísmo pagano, los mitos (historias inmorales sobre los dioses) y la idolatría (sacrificios sangrientos y la veneración de animales) como meras supersticiones, incluso como obra de demonios, y para defender a filósofos como Heráclito y Sócrates como «cristianos antes de Cristo». El cristianismo se presentó como la filosofía verdadera. Esto representó la primera síntesis filosófica y teológica de carácter universal católico. En su centro se hallaba el «logos» divino, esa «palabra» eterna implantada en cada ser humano como la «semilla de la verdad», que iluminó a los profetas de Israel y también a los hombres sabios de Grecia, y que finalmente tomó forma humana en Jesucristo.

Era una gran concepción de futuro, y en la primera mitad del siglo III fue adoptada sobre todo por el alejandrino Orígenes, el único genio auténtico entre los padres griegos de la iglesia. Este griego, de extensa educación y formidable creatividad, se convirtió en el creador de la teología como ciencia; le guiaba la pasión por conseguir una reconciliación definitiva entre el cristianismo y el mundo griego, la trascendencia y la abolición de la cultura griega en el cristianismo.

Orígenes concebía la historia de la humanidad como un grandioso proceso educativo en continuo ascenso, como la propia «pedagogía» de Dios para con la especie humana. La imagen de Dios que los hombres habían ensombrecido mediante la culpa y el pecado quedaba restaurada por el divino arte de la educación en Cristo. De este modo, el cristianismo se representaba como la más perfecta de las religiones: la encarnación de Dios, conducente en último término a la divinización de los seres humanos. Este modo de pensar era absolutamente helenista, y también trajo consigo una corriente que enfatizaba algo de lo que los cristianos de entonces apenas eran conscientes: el paso de la cruz y la resurrección de Jesús a la encarnación y preexistencia del Logos e Hijo de Dios.

Los efectos negativos de esta helenización de la predicación cristiana fueron evidentes. De acuerdo con sus orígenes hebreos, la «verdad» del cristianismo no podía ser «vista», ni «teorizada»; por el contrario, debía ser «realizada», «practicada». Así, en el Evangelio de Juan, Jesucristo es llamado «el camino, la verdad y la vida» (14,6). El concepto cristiano de verdad no era originalmente contemplativo y teórico, como el concepto griego, sino operativo y práctico.

Pero en el cristianismo helenista los argumentos se centraban cada vez menos en ser discípulo de Cristo de un modo práctico y cada vez más en la aceptación de una enseñanza revelada: sobre Dios y Jesucristo, sobre Dios y el mundo. Y la nueva cristología del Logos forzó progresivamente a situar al Jesús histórico en segundo plano en favor de una doctrina y finalmente en favor del dogma eclesiástico de la «encarnación de Dios». Mientras que en el judaísmo, desde los tiempos de Jesús hasta el presente, ha habido controversias sobre la correcta puesta en práctica de la ley, en el cristianismo helenizado las controversias versaban cada vez más sobre cuál era la «correcta» u «ortodoxa» verdad de la fe.

No resulta sorprendente que las herejías cristológicas fueran cada vez más numerosas y que a menudo resultara necesario advertir toda desviación de la verdad de la iglesia católica y universal, ahora también llamada explícitamente «la gran iglesia». El término «católico» (= total, universal, que todo lo abarca), que en sus orígenes no resultaba polémico en modo alguno, se prestaba progresivamente a las polémicas sobre poseer una «fe verdadera» o ser «ortodoxo».

En el siglo II, la discusión espiritual se concentraba en ese gran movimiento religioso de la Antigüedad que prometía a una élite espiritual la «gnosis», es decir, el conocimiento, un «conocimiento» redentor del origen del mal en el mundo y del divino soplo de vida que había descendido hasta el cuerpo humano y necesita liberarse, para volver a alzarse sobre el maligno mundo de la materia y retornar al mundo divino de la luz. Era esta una forma de pensamiento y una actitud que muchas personas consideraban fascinante.

Pero los obispos, los teólogos y los obispos teólogos como Ireneo de Lyon defendían la «fe» (en griego
pistis
) de la comunidad cristiana. Defendían los sencillos Evangelios, mandamientos y ritos frente al «conocimiento», supuestamente más elevado, puramente espiritual, que descansaba sobre «revelaciones» específicas, mitos, tradiciones secretas y sistemas mundanos, combinados con misteriosos rituales y procedimientos mágicos, y que estaba marcado por una mitologización sincrética y la hostilidad hacia el mundo, la materia y el cuerpo.

La iglesia «católica», o seguidora de la corriente principal, se negaba a aceptar que las especulaciones gnósticas y sus prácticas pudieran posibilitar que el cristianismo adoptara el sistema religioso sincrético existente propio del estado, en el cual todos y todo tenía un lugar designado. Por el contrario, defendía sus creencias estableciendo cánones claros (en griego
kanon
) sobre qué era cristiano. Destacaban tres normas reguladoras que, hasta el presente, pretenden identificar a la iglesia «católica» en oposición a los movimientos «heréticos» o cismáticos.

La primera fue el credo resumido, que era habitual en el bautismo, y que se convirtió en la regla normativa para la fe o la verdad, que podía complementarse con definiciones o dogmas que señalaban los límites para las creencias correctas u «ortodoxas».

La segunda fue el establecimiento final de un canon de escritura para el Nuevo Testamento basado en la Biblia hebraica para los textos reconocidos por la iglesia y que se permitían en la liturgia.

La tercera fue el cargo del
episkopos
u obispo. Este originalmente estaba más ocupado con la organización (la «economía» de la iglesia), pero ahora se convertía en el ministerio de las enseñanzas episcopales: se confiaba a los obispos la decisión sobre la correcta enseñanza «apostólica» en base a la «sucesión apostólica». Los listados de obispos y los sínodos de obispos, «la tradición», adquirieron una importancia creciente, y el poder de los obispos aumentó aún más. Los obispos desplazaron a los doctores carismáticos, y también a los profetas… y a las profetisas.

Desafortunadamente, el establecimiento de estructuras jerárquicas imposibilitó especialmente la verdadera emancipación de la mujer, y aúm es así. Ciertamente, los padres de la iglesia griega seguían poniendo énfasis en que hombres y mujeres poseían igual estatus, pues ambos habían sido creados a imagen y semejanza de Dios. Pero al mismo tiempo la hostilidad hacia la sexualidad —un fenómeno habitual en la Antigüedad— estampó su sello de manera especial en el cristianismo. El
ethos
de «igualdad» de los primeros cristianos se hacía valer predominantemente en la esfera privada, pero la educación, un noble ideal helénico, normalmente se le negaba a las mujeres.

La dominación masculina se estableció por completo, especialmente en la esfera de lo sagrado. Incontables teólogos y obispos abogaban por la inferioridad de la mujer y —contrariamente a todo lo permitido y deseado en la iglesia primitiva— reclamaban la exclusión de las mujeres de todo ministerio en la iglesia. No hay duda de que las mujeres estaban involucradas de un modo más intenso en la primera difusión del cristianismo de lo que las fuentes, bajo su prisma centrado en el hombre, sugieren. En consecuencia, los estudios actuales sobre la mujer se esfuerzan en gran medida en redescubrir a las primeras mártires cristianas, las profetisas y las maestras, y también en observar una contribución a la historia de la emancipación de la mujer en lo que en aquel entonces no eran formas regresivas de vida, sino alternativas al matrimonio (la virginidad o la viudez).

Sin embargo, y a pesar de las críticas, no puede pasarse por alto el hecho de que con los tres cánones antes mencionados la iglesia católica creó una estructura a favor de la teología y la organización, y con ella un orden interno muy resistente: aunque a expensas de la libertad y multiplicidad iniciales. Siglos después la Reforma pondría en tela de juicio la tercera norma (el cargo de obispo); la Ilustración iba a cuestionar la segunda (el canon para la escritura) y por último también la primera (la norma de la fe). A pesar de ello, hasta hoy en día las tres han seguido siendo importantes para todas las iglesias que reclaman alguna forma de catolicismo, aunque su significado se ha revisado. Pero lo que ha de resultar más importante para un movimiento religioso que cualquier institución o constitución es su poder espiritual y moral, y en sus primeros siglos de existencia la iglesia no carecía en modo alguno del mismo.

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